Editorial independiente

Me abrí una editorial independiente. Es más trabajo, pero gracias a ella puedo editar los libros que tengo ganas, sin necesidad de que nadie me los apruebe. Si me parecen dignos, mi editorial los edita.
Arrancamos con una cantidad limitada de títulos, porque una editorial independiente no tiene los recursos de una supermultinacional. El primer año sacamos dos o tres libros, que tuvieron buena aceptación en nuestro pequeño mercado. Nos dio energía para seguir adelante.
Lentamente, fuimos sumando más títulos. Los autores empezaron a interesarse. La editorial fue creciendo. Se hizo cada vez más grande y exitosa. Tuve que contratar gente para ayudarme a tomar las decisiones. Leer manuscritos, aceptar o rechazar propuestas, decidir cronogramas. Como nos iba bien, no fue problema. Era bueno tener una editorial independiente exitosa.
Pero a medida que iba creciendo, empezaron los problemas. Gente en la que había confiado parte de la operación reveló un criterio distinto del mío. Empezaron a salir títulos que yo nunca hubiera aprobado. Algunos fueron un fracaso, otros un éxito. De repente, la editorial empezó a publicar toda clase de autores que no entraban en el concepto de lo que antes nos hubiera interesado. Nos estábamos diversificando demasiado. No me gustaba perder el foco.
Intenté resistir, pero el resto del equipo no quiso saber nada con mis quejas de fundador. La editorial estaba más fuerte que nunca, decían. El equipo que había armado tenía los recursos para saber cuál era el mejor curso sin necesidad de mi criterio. Ya no me necesitaban.
Comprendí que la editorial había tomado vuelo propio. Decidí no coartar su libertad, dejarla ir y ser ella misma. Me desvinculé, porque mi misión estaba cumplida. Era hora de dejarla ser una editorial independiente.