El destructor de burbujas

Oscar no podía ver una burbuja sin explotarla. No le importaba que los otros la pudieran disfrutar. A él le molestaban, entonces hacía esfuerzos para terminar con ellas.
Su existencia lo perturbaba. Creía que cada burbuja escapaba del control humano al flotar libremente por el aire. Encontraba en ellas una metáfora de los sueños vanos del hombre, aquellos con los que la gente prefiere ocupar su cabeza en lugar de luchar por hacerlos realidad. Para Oscar, eso explicaba la fascinación que el resto de la gente tenía por ver o fabricar las burbujas.
El error de los demás, según él, era dejarse tentar por cualquier burbuja. Dejar lo que cada uno estaba haciendo por mirar, aunque fuera un rato, una burbuja que pasaba. Oscar sentía especial repulsión por la cara de enajenados que ponían todos al divisar una. La interpretaba como el rostro de la improductividad.
Por eso, consideraba su explosión de toda burbuja que anduviera cerca como un servicio a la sociedad. Él pensaba que no podía evitar que la gente se enganchara con cualquier cosa, pero por lo menos podía reducir las oportunidades de que eso pasara.
Los demás, sin embargo, no lo veían así. Lo consideraban un aguafiestas, un amargo, alguien sin nada mejor que hacer que molestar a los demás e interrumpirles su alegría. Pero Oscar no hacía caso a las críticas. Seguía con sus explosiones, convencido de que, popular o no, lo que hacía era lo mejor para todos. Y además, disfrutaba enormemente del acto concreto de explotar cada burbuja.