El loco

Jerónimo era distinto. No se comportaba como el resto de la sociedad. La sociedad, entonces, lo miraba con extrañeza. No adaptarse a las prioridades y los gustos del resto de la gente era algo que Jerónimo pagaba caro. Pero no lo hacía a propósito. Él no se daba cuenta de que su manera de ser era distinta de la de los demás. Se limitaba a ser él.
Sin embargo, la sociedad le reclamaba que fuera más parecido al resto. No se lo reclamaba directamente, sino que se le enviaba un mensaje que Jerónimo nunca captaba, porque no le importaba lo que pensaran los demás. No tenía ninguna intención de hacerles daño, pero sólo le interesaba lo que pensaba Jerónimo. Y como él pensaba distinto que la mayoría, terminaba comportándose de manera excéntrica.
Pero la sociedad no lo veía como excéntrico, sino como peligroso. Entonces lo confinaron a un manicomio. Ahí estaría bien, pensaron. Estaría contenido, y tendría todas las chances de hacer todo lo que le gustaba hacer sin molestar a los demás con sus prioridades desviadas de la corriente.
Jerónimo no quería ir al manicomio. No paraba de decir que era sólo diferente. Y una vez adentro, lo comprobó. También era diferente entre los internados. De haber estado loco, sería igual que los demás, pensó. Sin embargo, los otros tenían prioridades que a él no le interesaban. Dentro del manicomio funcionaba una pequeña sociedad, de la que tampoco tenía ganas de formar parte.
Entonces Jerónimo volvió a salirse de la media. Seguía siendo el distinto. La situación forzó a las autoridades del manicomio a hacer un análisis, para ver si la determinación de internarlo había sido correcta. Y encontraron que sí, que todo indicaba que Jerónimo estaba loco.
Pero, ¿cómo se explicaba la marcada diferencia con los demás? Las autoridades decidieron hacer una evaluación general. Y encontraron que se habían equivocado. Los demás no estaban locos. Tal vez lo habían estado, pero ya eran personas normales.
Entonces los demás fueron liberados. En el manicomio sólo quedó Jerónimo, el único loco.