La transacción del elefante

El elefante bucea. Quiere pasar desapercibido, y sabe que la única manera de lograrlo es ir bajo el agua. Su trompa le permite tomar aire con disimulo mientras se acerca a su objetivo. Y, después de todo, su objetivo sólo puede ser alcanzado a través del agua.
Allí está su deseo, el objeto que quiere obtener. Sabe que no es suyo, y también sabe que nadie le va a convidar. Nadie se imagina que puede querer desear una botella de Coca-Cola. Por eso la mujer que toma sol en la colchoneta no está preocupada por la posibilidad de que un elefante se acerque a beberle el refresco.
Sin embargo, el elefante se acerca, sigilosamente. Hace lo posible por disimular las olas que produce su cuerpo. Se mueve con lentitud. Pero paso a paso, se acerca. La mujer no lo ve. Está ocupada tomando sol. El elefante aprovecha la oportunidad y agarra la botella con su trompa. Se aleja furtivamente, manteniendo la lentitud para que nadie se percate de su presencia.
Pero después siente remordimiento. Luego de beber la Coca-Cola, el sabor no está completo, porque sabe que no es una Coca-Cola propia. El elefante ha privado a otro ser vivo de una Coca-Cola, y está en condiciones de saber que eso está mal. Pero no puede pedir disculpas. No sabe entenderse con no elefantes.
Decide, entonces, hacer lo único que está a su alcance: compensar a la mujer de alguna forma. No puede devolverle la Coca-Cola, porque ya ha sido bebida, ni darle otra, porque implicaría otro hurto. Pero puede darle algo a cambio. Algo valioso. Algo que tenga un significado equivalente para el elefante que la Coca-Cola tenía para la mujer.
Entonces vuelve a la pileta, convencido de estar haciendo lo correcto. Sin que nadie lo vea, logra llegar una vez más hasta la colchoneta donde la mujer sigue tomando sol. Y deposita con su trompa, como pago por la botella, unos buenos maníes de su provisión privada.
Ahora sí, conforme con haber hecho un trato justo, el elefante se aleja.