Las tablas

La maestra estaba muy interesada en que me aprendiera las tablas de multiplicar. En ese momento yo mostraba gran aptitud para acordarme de las cosas que nos enseñaba ella. Era lógico, entonces, que si ella nos enseñaba las tablas yo me las aprendiera.
Pero las tablas era algo que tenía que ocuparme de memorizar. Y eso no es lo mismo que acordarme. Entonces no me las acordaba. La maestra se sorprendía. Trataba de hacer que me ocupara del tema. Me explicaba la importancia. Me decía que para cualquier trabajo que quisiera conseguir en el futuro, era fundamental que me aprendiera las tablas. ¿Cómo iba a hacer para hacer cuentas?
Yo prometía que iba a hacer el esfuerzo, aunque por dentro tenía dudas de que eso que me decía fuera cierto. Se me ocurrió que tal vez no necesitaba saber las tablas. En su lugar, podía aprenderme algunos hitos, y a partir de ellos calcular los huecos. Por ejemplo, estaba bueno saber cada número multiplicado por sí mismo. Eso es fácil. Entonces sé que 7×7 es 49. Y que 8×8 es 64. ¿Qué pasa si quiero saber cuánto es 8×7? No lo sé de memoria. Nunca me entró en la cabeza. Pero sé que puedo restar 8 a 8×8 o sumar 7 a 7×7, y obtener 56.
Eso es saber la naturaleza de las cosas. Pero la maestra no quería saber nada con eso. El Ministerio de Educación insistía en que memorizar las tablas era parte del programa de segundo o tercer grado. No me ocupé de acordarme ese detalle. Mi recuerdo de esa época es más general. Me acuerdo de lo fundamental, como con las tablas.
La maestra, entonces, tenía que tomar medidas para que me aprendiera las tablas. Y los demás también, porque yo no era el único que se resistía a internalizar esos números. Decidió tomar oral. Es lo más parecido a dar lección que hice en toda mi escolaridad. Había que pasar y recitar una tabla entera, sin saber de antemano cuál sería. La idea era que si a uno se le pedía la tabla del 6, tenía que recitarla toda.
Claro que la maestra sabía que era posible calcular la tabla en tiempo real. Entonces tomó otro recaudo. Anunció que después de recitar la tabla correspondiente, tomaría algunas posiciones al azar, siempre de la tabla que nos hubiera tocado en suerte. Entonces preguntaría 6×4, 6×9, 6×7 (ése es el más molesto). Y ahí vería si nuestra memoria estaba bien programada, si teníamos random access memory.
Era un momento de nerviosismo. El fracaso acechaba. La presión estaba orientada a que aprendiéramos las tablas. Pero había dos obstáculos. Uno era que no podía memorizarlas por carecer del menor interés. Y el segundo, más importante, era el principio. No podía ceder a la presión. Si me parecía que no valía la pena aprenderme las tablas, tenían que convencerme de lo contrario, no presionarme para que hiciera lo que ellos querían. ¿Qué es esto? Decidí que no me iba a importar, que mi velocidad de cálculo iba a superar la duda de la maestra. Y aparte, no necesariamente iba a tener que poner a prueba mi destreza con la tabla del 8. Me podía tocar la del 2 o la del 3. O la del 5, que es muy fácil.
Sufrí mientras mis compañeros eran llamados y sometidos al examen. Era triste ver que casi todos se habían resignado a estudiar, aunque no todos habían logrado aprender la tabla que les tocó.
Finalmente, sonó mi nombre. Me levanté con temor, y caminé hacia el pizarrón, enfrentando el miedo. Me tocó la tabla del 4. Respiré aliviado, había sacado un número bajo.