Las uñas son mías

Cada vez que me corto las uñas, siento que se va una parte de mí. Que estoy tirando al inodoro algo que me gasté en generar, y que por haber logrado una longitud más grande de la que es aceptable estéticamente tengo que mutilarlo.
Es cierto, la uña sigue ahí y vuelve a crecer. Pero no es lo mismo. Quedan siempre las huellas del alicate, que me recuerdan el contorno del último corte.
Siento que soy indiferente a una sustancia que salió de mis entrañas para luego ser descartada sin piedad. ¿Acaso las uñas son menos mías que la piel, que los ojos, que el corazón? ¿Qué clase de sádico habrá inventado el concepto de cortarlas? ¿Por qué no cortarme también los dedos?
Por eso trato de resistir la llegada del momento del corte. Lo dilato todo lo que puedo, pero siempre se llega a un punto en el que la suciedad se acumula de tal manera que empieza a perjudicar mi vida social. Me queda el consuelo de que, por lo menos, estoy cortando más mugre que uña.
Pero me sigo separando de una parte de mí. Entonces, cuando me corto, antes de tirar la cadena les dedico un minuto de silencio. Es lo menos que puedo hacer.