Omnisciente

Ricardo está sentado en un banco de plaza. Como es domingo, el espacio verde está en pleno ejercicio de sus facultades de entretenimiento. Los niños juegan en la arena, los heladeros ofrecen su producto a los gritos. En la calesita, una criatura afortunada saca la sortija. Ricardo mira todo esto y recuerda su infancia. Recuerda cuando él se entrenaba para mejorar su método de sacar sortijas, y cómo conocía el estilo de cada uno de los empleados de la calesita. Recuerda especialmente a aquel empleado de rulos que la mantenía quieta hasta que se acercara una mano, y ahí la retiraba hasta fuera de la eclíptica. Nunca se la había podido sacar.
Más allá de eso, Ricardo disfruta el paseo por la plaza. También disfruta mirando los escotes de las madres con niños pequeños que andan por la plaza ahora que hace calor. Se imagina la ausencia de la ropa que produce esos escotes. Disfruta ese pensamiento. Pero de repente se levanta y mira para todos lados. Está buscándome, porque no le gusta que divulgue lo que hace y lo que piensa. Él sabe que es mi deber pero no tiene por qué gustarle. Y a veces es útil, porque sé qué es lo que piensan los demás, y también conozco el pasado y el futuro de todos.
Ricardo me hace un gesto que consiste en poner el dedo índice sobre los labios cerrados, e indica que quiere que me calle. No se da cuenta de que es inútil, yo ya estoy enterado de lo que él quiere, y de todas las otras cosas también.
Ricardo se va de la plaza. Quiere volver a su hogar. Está molesto conmigo, hay cosas de las que no quiere enterarse. Sigue yendo para su casa. No se da cuenta de que se está olvidando de algo, pero, como está molesto conmigo, no se lo voy a decir. Ricardo se detiene y otra vez mira para los dos lados. Piensa qué se puede estar olvidando. Levanta las palmas simultáneamente para decirme que quiere que le diga de una vez lo que se olvida. Ah, ahora querés enterarte, Ricardo. Jodete, ya te vas a acordar cuando pases por el quiosco de revistas de la esquina de tu casa, el que está siempre cerrado.
Ricardo sigue caminando y tiene en la cabeza una canción del grupo inglés Cream. No se acordaba de quién era esa canción, pero cumplo en informarle para que vea que no soy malo. Durante el solo de guitarra, pasa por el quiosco cerrado y recuerda que pensaba comprar facturas en la panadería que queda a media cuadra de la plaza. Lanza un grito maldiciéndome porque tendrá que volver todo lo que caminó. Pero el ejercicio le hará bien, créanme.
Ricardo me tiene resentimiento porque no quiere mi compañía. No le importa el hecho de que, si no fuera por mí, él no existiría. Yo lo creé y yo guío todos sus movimientos, sus dichos y sus pensamientos. Yo soy el que hace que me tenga bronca, porque me gusta atormentar a la gente. Ricardo me echa una mirada bélica. Ja, yo sabía que iba a hacer eso. Y lo mejor de todo es que no le voy a decir la sorpresa que se va a llevar en la panadería. Ricardo vuelve a mirarme. Lo hace mirando para cualquier lado, porque no me puede ver. Yo estoy en todas partes en su mundo. Es por eso que soy omnisciente. Y además soy narrador, por lo que tengo que narrar lo que hace Ricardo y no lo que va a pasar, hasta que pase. Los relatores de fútbol, por ejemplo, no relatan lo que se jugará sino lo que se está jugando. Yo hago lo mismo, salvo cuando menciono al pasar el resultado final de algún partido que Ricardo mira, así lo hago engranar un poco.
Ricardo está llegando a la panadería. Y acá se viene la sorpresa. Preparate, Ricardo: no hay más facturas. No es una gran sorpresa, pero Ricardo no se preocupa porque se encuentra con que hay cuernitos, algo poco habitual. Pide un cuarto de esos deliciosos bocados y se va. La gente de la panadería no entiende por qué se va sin los cuernitos que pidió. La respuesta es que yo lo hice ir, y ahora lo hago volver. Y ahora lo hago rascarse la oreja, a pesar de que no le picaba. Ricardo sigue molesto. Yo, para calmarlo un poco, lo dejo volver a entrar en la panadería. Él paga los cuernitos y se los lleva. Va para su casa, esta vez silbando “Bohemian Rhapsody” de Queen. La silba completa desde que sale de la panadería hasta que llega a su casa. Ricardo no está enterado de que le dí cualidades que no tengo, dado que no sé silbar. Ahora sí está enterado, lo acabo de decir. Pero no hace ningún gesto al respecto.
Ricardo sabe que al llegar a su casa termina con mis poderes, porque yo estoy afuera y él va a entrar. Así que entra rápidamente y muy contento, se tira en el sillón y empieza a comer los cuernitos. Come primero los que tienen alguna irregularidad. Y ahí se da cuenta de que yo sé lo que hace y lo estoy contando para todos ustedes. Corre entonces hacia el sótano, donde está oscuro. Y efectivamente ahí no lo puedo ver. Por eso, hago que suene el timbre. Suena el timbre. Ricardo lanza una maldición y va a atender la puerta. Es la chica de la panadería, que dice que se le cayó la billetera y, como ella sabe dónde vive, había pensado en llevársela. Ricardo le agradece y la invita a pasar a tomar algo. Ella acepta con gusto. Ella esperaba que él la invitara a tomar algo porque hacía un tiempo que estaba con ganas de convertirse en su amante, y le había parecido una buena ocasión para concretar ese proyecto. Ella pensaba que el Destino había hecho que se le cayera a Ricardo la billetera, pero estaba equivocada. En realidad había sido yo, en busca de un incidente dramático que era muy necesario en esta parte de la historia. Es que ella no sabe de mi existencia, no le dí esa característica. Ricardo, al oír esto (en realidad, al oír lo anterior, no esto) de parte mía, se queda estupefacto. Le pregunta si quiere Seven Up o Terma. “¿Querés Seven Up o Terma, Priscilla?”, le hago decir para que ustedes se enteren de que su pretendida amante se llama Priscilla. Ella le dice que le da lo mismo. Él le sirve un vaso de una de esas dos bebidas, se sirve otro a él y va al sillón a su encuentro. Allí le ofrece cuernitos. Ella agarra uno y juguetea con él en la boca. También lo acaricia suavemente en uno de sus brazos. Ricardo no es muy perspicaz, pero capta las sutilezas de Priscilla debido a que está enterado de sus intenciones por lo que dijimos hace un rato. Entonces procede a hacer gestos sutiles similares, con la idea de indicarle su disposición para los menesteres que ella se proponía.
Luego de una elipsis, ambos ocupan el sillón, manteniendo sus labios y lenguas un contacto duradero. En ese momento Ricardo se acuerda de mí y sabe que no tiene privacidad, porque cada movimiento suyo es visto por el narrador omnisciente que soy. Sin decirlo, porque parecería loco, me pide que me ausente un rato para no incomodarlo, y a cambio él no se va a quejar más de mi presencia. Yo, que en el fondo soy bueno, acepto y doy por terminado el presente relato.