Patas calientes

El mar resplandecía. Me tiré boca abajo al sol y me quedé dormido. Antes me había puesto protector para poder dormir tranquilo y despertar de otro color.
Al terminar la siesta, descubrí dónde me había olvidado de colocarme protector. Las plantas de los pies me ardían como nunca. Yo creía que la piel gruesa de ese sector era suficiente barrera, nunca vi a nadie ponerse crema ahí. Sin embargo, me equivoqué.
Quise irme de la playa para buscar alguna crema correctora en la farmacia. Pero al pararme, el contacto de mis pies quemados con la arena caliente fue tan impactante que, casi sin darme cuenta, empecé a saltar por toda la playa para evitar tocar el suelo.
Sin quererlo, el movimiento de los pies me hizo correr por la playa. Corrí y corrí, sin poder elegir la dirección, porque cada paso era un reflejo. La gente se movía para evitar que la pisara. Algunos intentaron tacklearme y fueron burlados por la velocidad de mis movimientos instintivos. Quería tirarme al suelo para parar, pero sabía que si me arrojaba de cuerpo entero sobre la arena caliente iba a ser peor.
Entonces seguí la involuntaria carrera paralela al mar. Vi pasar los balnearios, las ciudades. No sabía dónde iba a terminar. Pensé que si llegaba a la Patagonia, tal vez ahí hiciera suficiente frío como para que el reflejo se desactivara. Pero era lejos.
A la tardecita llegó la solución. Se me había ocurrido, pero como venía corriendo por la playa sin poder elegir hacia dónde, no había podido llevarla a cabo. Sin embargo, los procesos naturales me ayudaron. La marea creció, y el mar cubrió la playa. Cuando las olas taparon mis pies, el frío del agua me produjo el alivio más grande.
Me quedé ahí un rato, descansando, mientras de mis pies sumergidos surgía una columna de vapor.