Pelos en la lengua

Cuando tosí un pelo, no le di importancia. Supuse que venía de lo que estaba comiendo. Muchas veces hay pelos en la sopa, o en cualquier otro plato, y da un poco de asco, pero no pasa nada. En esta ocasión, no me lo había tragado, dado que lo estaba viendo. Y de haberlo tragado, nunca lo hubiera sabido.
Pero más tarde, a la hora del postre, ocurrió algo más alarmante. Cuando empecé a lamer el helado, las partes donde la lengua se arrastraba quedaban con rayas. Como si hubiera pasado un rastrillo. No se producía la habitual reducción lisa del helado.
Ya eso era extraño, pero lo siguiente lo fue más. No sólo el helado quedaba rayado, sino que apareció una extraña partícula en su superficie. Al inspeccionarla, vi que era un pedazo de carne picada, cuya clara proveniencia era la bolognesa que había comido un rato antes.
Ahí me dio asco y tiré el pedazo de carne, pero no me explicaba cómo podía haber llegado al helado. Así que cuando lo terminé fui discretamente al baño para examinarme en el espejo. Y ahí descubrí lo que pasaba: tenía pelos en la lengua.
Eso explicaba la dificultad que venía teniendo para masticar la comida. Y también para hablar. Las palabras que quería decir a veces se veían atrapadas en los pelos, y no llegaban a mi interlocutor. Entonces tenía que decirlas más fuerte, cosa que me cansaba más fácilmente, entonces trataba de decir lo menos posible.
Me pregunté por qué podrían haber salido esos pelos. Tal vez era una respuesta del cuerpo a mi costumbre de respirar por la boca, y no tanto por la nariz. Así, el aire se podría filtrar un poco más. Revisé la lengua para ver si encontraba mocos, pero por suerte no había ninguno. Sólo había algunos restos más de bolognesa y pequeños trozos de granizado.
Me hice unos buches y volví a la mesa. Traté de no mencionar lo que ocurría, aunque era posible que mis interlocutores se dieran cuenta cada vez que abría la boca. Por suerte ese día no estaba hablando mucho, y cuando abría la boca para ingresar algún bocado, la visual se bloqueaba con ese bocado.
Quise ir al médico para tratar esa anormalidad, pero nadie lo reconocía como su jurisdicción. Los dermatólogos me mandaban a los gastroenterólogos, que me derivaban a los nutricionistas, que me recomendaban otorrinolaringólogos, que me volvían a mandar a dermatólogos.
De tanto ir a profesionales, pasé por un estilista, que me ofreció dar forma atractiva a los pelos de la lengua, para que no me diera vergüenza abrir la boca. Tenía la tijera de cortar las uñas preparada para empezar el corte, pero no me gustó la idea y me fui ante las repetidas ofertas de diferentes peinados.
Decidí que, para no estar todo el día pensando en esos pelos, lo mejor era afeitarlos. Incorporé ese sector a mi afeitada matinal. Supe que existía el riesgo de que a la tarde la lengua estuviera un poco más áspera, pero nada me impedía volver a afeitarme si tenía algún compromiso a la noche.
Por suerte, la espuma que ya venía usando era de mentol, así que ahora, cada vez que me afeito, no sólo la lengua queda lampiña sino que me deja un aliento refrescante.