Rulero

A la administración del edificio de Sevel, el Rulero, se le ocurrió decorar la fachada con plantas. Ya no estaba de moda el look cemento, quedaba demasiado industrial y antiguo. Colgar plantas de todas las ventanas le daría al edificio un toque ecológico. La ciudad tendría un nuevo atractivo. Y al edificio no le costaría nada, porque las plantas podían regarse con el agua que caía de los equipos de aire acondicionado.
No contaban con un detalle: esa zona de Buenos Aires es de las más húmedas, y abundan las hormigas. Al ver tanta comida a disposición, las hormigas se instalaron bajo el Rulero. Se dispusieron a comer las hojas. Pero llegar a las plantas más altas requería un esfuerzo sobrehormigo. Era demasiado viaje para muy poca nutrición, entonces debieron buscar otro método.
Las hormigas no conocían el concepto de edificio. Pensaban que era un árbol grande. Y lo que decidieron fue llevarse el árbol al hormiguero. Esa noche, pusieron en marcha el plan.
Hicieron un gran agujero en la tierra que rodeaba al edificio. Los cimientos quedaron expuestos (aunque las hormigas pensaban que eran las raíces). Llegó un momento en el que la tierra que quedaba no sostuvo la estructura, y el Rulero cayó hacia la esquina de Libertador y Carlos Pellegrini.
Una vez en el suelo, fue fácil para las hormigas trasladarlo ―estos insectos son capaces de transportar varias veces el peso propio―.
A la mañana siguiente, los habitantes de la ciudad se sorprendieron al descubrir que el Rulero no estaba más. Las hormigas, en tanto, se dedicaban a comer las hojas. Pero mucho antes de lo que esperaban, se encontraron con que las plantas terminaban y detrás había una pared de cemento, que resultaba incomible.
Las hormigas intentaron sin éxito digerir el revoque. Ahora tenían un grave inconveniente: un tremendo edificio ocupaba casi todo el lugar del hormiguero. No hubiera sido problema si se podía comer, pero ahora resultaba perjudicial, porque restaba lugar para los verdaderos comestibles. Debían deshacerse de él, así que decidieron devolverlo a su lugar de origen.
Esa tarde, los transeúntes de la avenida del Libertador vieron brotar al Rulero del suelo de los terrenos del ferrocarril. Las hormigas trasladaron al edificio hasta el lugar de su antiguo emplazamiento. Sin embargo, no lo pudieron erguir. Aunque tenían fuerza, no tenían la altura suficiente como para levantarlo de forma vertical. Así que lo dejaron apoyado en el suelo y se retiraron en busca de otra fuente de comida.
Cuando las hormigas lo dejaron libre, el Rulero permaneció quieto durante un instante, y luego se dejó llevar por la gravedad. Rodó por la pendiente, causando pánico entre los peatones que caminaban por el barrio, que debieron huir despavoridos para evitar ser atropellados por el edificio.
El Rulero siguió su marcha imparable. La velocidad impedía detener el recorrido. No hubo tiempo para hacer nada. En pocos instantes, el edificio llegó a la costa y desde entonces se lo ve flotando en el río, cubierto de algas.