Salón de ventas

Me acerco a la puerta de Frávega. Desde adentro, una jauría de vendedores me mira con expectativa. Se relamen. Todos vestidos igual, esperan que entre. Quieren ser los primeros en llegar a mí para ofrecerme sus servicios.
No les importa que no quiera que me atiendan, o que tenga pensado rechazarlos uno a uno cuando se acerquen. Ellos están ahí para captar mi presencia y acercarse hacia mí. Tienen la esperanza de que, en una de ésas, me ablande y acceda a hacer una operación comercial con algún afortunado.
Son espermatozoides de electrodomésticos. El triunfo individual es importante, pero no tanto como el triunfo de alguno de ellos. Todos comparten el mismo objetivo. Cualquiera de ellos será el que genere una nueva venta para Frávega.
No avanzan todos en patota. No se atropellan unos a otros. No les conviene. La venta será individual y circunstancial. Puede no darse. En cambio, los vendedores están ahí todo el tiempo. Tienen que convivir. Por más beneficio que pueda traer una venta, no vale el precio de pelearse o armar un escándalo.
Cuando estoy adentro, los diferentes vendedores se van acercando. No pierden la esperanza de venderme algo, incluso cuando rechazo a sus compañeros. Piensan que nadie ha dado todavía con la estrategia adecuada, y que cada uno de ellos tiene la oportunidad de ser el elegido.
A medida que varios van quedando eliminados, el ambiente de competencia cambia por uno de cooperación. Los que están afuera no tienen rencor. Alientan a sus compañeros mientras se acercan, y los consuelan cuando son rechazados. Se produce un momento de solidaridad en la derrota, que les da fuerzas para prepararse para el próximo desafío, la nueva instancia de competencia despiadada que se producirá cuando entre la próxima persona.