Secuestro público

Estaba en la parada del 6 cuando se me acercó un extraño. Era un hombre despeinado, y llevaba un pulóver marrón con varios agujeros. Tenía un aspecto sospechoso, pero antes de que pudiera sospechar algo me empezó a apuntar con una pistola. Me dijo que me quedara quieto y lo obedeciera. Agregó que si seguía sus instrucciones todo iba a salir bien.
Yo tuve miedo y levanté las manos. Él hizo que los bajara y que lo acompañara a la parada del 9. Yo le pregunté cuál era el propósito, pero me hizo callar.
Al rato vino el 9 y me hizo subir con él. A punta de pistola me obligó a pagarle el boleto con mis propias monedas. Se sentó a mi lado y ocultó la pistola para evitar que el resto del pasaje sospechara algo extraño. El arma estaba bajo su pulóver, sin embargo yo podía ver la punta a través de uno de los agujeros.
Yo levantaba mis cejas para ver si alguien podía captar el mensaje de que no estaba ahí por voluntad propia. Pero nadie lo captó. Cuando llegamos a Constitución me hizo señas de bajar. Yo lo seguí. Me agarró del brazo y me llevó a la parada del 148, sobre un costado de la plaza. Me estaba por hacer subir otra vez cuando le dije que no tenía más monedas. Entonces me pidió un billete y empezó a buscar cambio en los diferentes quioscos y puestos de la plaza. Sin embargo, nadie estaba dispuesto a darle monedas, aún si compraba algo. Tampoco le daban cuando los apuntaba con su arma.
El hombre sospechoso creía que estaban verseándole, pero no quiso dedicar tiempo a comprobarlo. Evidentemente tenía planes más lucrativos que tenían que ver conmigo. Me agarró otra vez del brazo y me llevó hacia la estación. Compró con mi billete dos boletos del Roca y nos subimos a la formación que estaba por salir.
Esta vez no teníamos asientos contiguos. Tuvimos que ir parados y apretados. Me repitió que no intentara nada raro. Yo asentí, mientras pensaba que de todos modos no tenía lugar para ningún atisbo de fuga.
Después de un rato largo de viaje, me hizo bajar en Ezpeleta y me sacó el celular. Me pidió el teléfono de algún pariente adinerado. Le dije que buscara “casa” en la libreta de contactos, alguien lo iba a atender. Sin dejar de apuntarme, buscó la entrada y llamó. Dijo que para volver a verme tendrían que llevar 50.000 dólares a las cinco de la tarde a una dirección que no conocí, pero supuse que era por ahí cerca. Cuando terminó la llamada, tiró el celular para evitar volver a ser contactado.
Todavía no habíamos llegado. Me guió hasta la parada del 582 y ahí esperamos. Hacía frío, y me pidió mi campera para abrigarse más. Se la dí, y aproveché para tratar de entrar en confianza. Le pregunté si no tenía algún cómplice con auto como para no tener que hacer todo ese recorrido. Me dijo que no, pero que con mi rescate pensaba comprarse uno. Según él, ya estaba podrido de los colectivos y los trenes. Hacían mucho más ineficiente su actividad. Al terminar de decir eso, se dio cuenta de que había entrado en confianza y me ordenó que me callara.
El 582 no venía. Pasaban los minutos y seguía sin venir. La hora en la que tenía que buscar el rescate se iba acercando y el colectivo seguía sin venir. En un momento me di cuenta de que seguíamos sin tener monedas, pero no quise decirle nada para evitar que se enojara.
Al rato pasó un 582. Mi secuestrador lo paró pero no se detuvo, estaba fuera de servicio. El delincuente se hartó y decidió tomar un remise, pero no teníamos forma de llamarlo. El teléfono público que había cerca de la parada sólo funcionaba con monedas. Ahí se dio cuenta él de que no íbamos a poder viajar, aunque ya no era relevante si íbamos a ir en remise. Me llevó entonces a buscar el celular que había tirado, pero no estaba más, alguien se lo había llevado.
Nos quedamos un rato sentados en ese lugar. Seguramente el secuestrador estaba pensando qué podía hacer. Se lo veía fastidiado. La hora del rescate se acercaba, y era difícil llegar. Yo, por mi parte, razonaba que no habíamos visto ningún otro colectivo mientras esperábamos el 582, y eso era un posible síntoma de paro de colectivos. No le quise decir, para evitar fastidiarlo más, y también porque seguía bajo las órdenes de no hablar.
Llegó un momento en el que estuvo claro que no íbamos a llegar a cobrar el rescate a la hora prevista, y no teníamos forma de comunicarnos para cambiar el plan.
En eso se acercó un patrullero. Iba despacio. Mi secuestrador no se inmutó. Sólo escondió el arma para que no fuera tan obvia su presencia. El patrullero se acercó más, llegó hasta donde estábamos y se alejó sin detenerse.
El secuestrador miró su reloj. Yo pispeé y vi que eran las cinco y diez. Él lanzó una maldición, guardó el arma y se fue del lugar. Yo no lo seguí, quería ver si se había descorazonado. Y al parecer así había sido, no se preocupó más por mí.
Me quedé ahí un rato, y cuando pensé que era prudente fui hasta la estación de tren. No quedaba muy cerca. Cuando llegué busqué a un policía y le expliqué que acababa de ser secuestrado. Lo hice no para buscar justicia, sino porque me había dado cuenta de que no tenía plata para el pasaje. El policía llamó por radio a un patrullero, me llevaron a la comisaría para hacer la denuncia y, amablemente, me transportaron a casa.
Cuando llegué, mi mujer no estaba. Ahí me acordé de que debía estar en el lugar acordado con el secuestrador. Así que la llamé al celular y le dije que estaba bien. Ella se alegró y me quedé esperándola. Pensé en la situación que seguramente había pasado, en los nervios que podía tener y le preparé una buena cena. Sin embargo, ella llegó bastante más tarde de lo previsto y la comida se enfrió. La volví a llamar y me dijo que estaba atascada en Ezpeleta por un paro de colectivos. Yo no tenía ganas de arriesgarme a volver a ese lugar, así que llamé a un remise y alrededor de una hora después nos reencontramos en casa. El peligro había pasado.