En aprietos

Ramiro esperaba el subte en la estación 9 de Julio. Como lo tomaba habitualmente, ya sabía calcular en qué parte del andén iban a caer las puertas del tren. Cuando llegó se abrieron las puertas y la gente que estaba apretada en el vagón salió unos centímetros, los que había dejado libres la puerta. Pero nadie se bajó. Ramiro estaba apurado y se subió igual. No era una situación a la que no estuviera acostumbrado.
Para poder entrar en el vagón debió agarrar con la mano la mochila que llevaba. Ramiro no se podía mover, y no sabía cómo había logrado estar adentro. Sólo cuando la puerta se cerró tuvo la certeza de que no debería bajarse. El subte arrancó y el sacudón de ese arranque lo hizo perder el equilibrio, pero como no tenía dónde caerse la pérdida del equilibrio no le trajo ningún problema.
En la siguiente estación se bajó una señora mayor por la puerta opuesta a la que había subido Ramiro y subió en su reemplazo un hombre gordo. Esto motivó que los que estaban cerca tuvieran que arrinconarse contra donde estaba Ramiro, y en ese ajuste un muchacho con auriculares y un paraguas estuvo un rato pinchándole involuntariamente la pierna. Ramiro quiso hacerle ver lo que ocurría y hacer que corriera el paraguas, como que no podía correrse él, pero el joven no lo escuchaba. Quiso entonces tocarle el hombro para llamarle la atención, pero el brazo no tenía lugar para hacer la flexión requerida para subirlo y poder presionar el dedo contra cualquier otra persona. Por lo que debió aguantar el dolor.
Al llegar a Callao se abrió la puerta y Ramiro casi pierde el equilibrio otra vez. No se bajó ni subió nadie, pero hubo dificultades para volver a cerrar la puerta porque Ramiro no se había acomodado bien. Tuvo que volver a la posición donde el paraguas lo pinchaba.
Poco después divisó una moneda de un peso que estaba en el suelo muy cerca de él, pero no pudo agacharse a recogerla.
En Pueyrredón se bajaron algunas personas y subieron menos, por lo que ya había más espacio. Ramiro pudo correrse cuatro centímetros y se liberó del paraguas que pinchaba. Pero no se liberó del miedo a que le robaran los objetos de valor que llevaba en sus bolsillos. Los revisaba constantemente, y cuando no llegaba con las manos a los bolsillos del pantalón subía un poco el muslo para sentir el peso de los objetos que debían estar ahí.
En un momento le empezó a picar el tobillo. Como seguía sin poder agacharse ni mover los pies, tuvo que aguantarse. Encima Ramiro sufría un trastorno de simetría, que poco después hizo que le picara el otro tobillo. Probablemente fuera psicosomático, pero le picaba igual y debió aguantar ambas picazones.
En Bulnes se produjo un recambio de gente, salieron algunos y subieron otros, pero los que subieron lo hacían con bolsas que traían del shopping Alto Palermo. Como resultado se redujo de cuatro a dos centímetros cuadrados el espacio que tenía Ramiro para moverse y, en el movimiento provocado por ese recambio, se retorció la tira plástica de la que colgaba la argolla de la que se había podido agarrar un par de estaciones atrás. Tuvo que soltarla, y antes de que pudiera volver a agarrarse alguien se la apropió.
Ramiro no perdía de vista la moneda de un peso que aún no podía agarrar.
Al rato subió un grupo de actores que representaban una obra. Duró varios minutos y al finalizar todo el mundo debió correrse varias veces mientras pasaban la gorra. Ramiro envidió los auriculares del portador del paraguas, y se sorprendió al ver que mucha gente se reía con los chistes que contenía la obra, los que él encontraba increíblemente estúpidos. No sólo eso, también aplaudieron al final y varios pusieron plata en la gorra.
Al terminar la obra, Ramiro quiso saber en qué estación estaba, y deducir con ese dato cuánto le faltaba para bajarse en José Hernández. La cantidad de gente le había impedido ver los carteles, y las veces que había quedado del lado de la vía, cerca de la ventana, se había olvidado de mirar o se le había interpuesto un tren. Para colmo el tren en el que viajaba era de los más nuevos y no tenía cartel electrónico, aunque sí tenía ventiladores que permitían un mínimo nivel de respiración.
De todos modos los ventiladores no eliminaban el olor que en esa época del año tenía una gran cantidad pasajeros del subte. Pero no le importaba, estaba acostumbrado y la alternativa era viajar mucho más tiempo en un colectivo, sin garantía de que estuviera menos lleno.
Cuando el tren llegó a la siguiente estación, tampoco pudo ver el cartel. Pero como ya estaba en las estaciones más nuevas, por el estilo arquitectónico pudo deducir que estaba en la estación Carranza, y le faltaban dos para llegar.
Cuando se bajaron algunas personas en Olleros, Ramiro empezó a hacer movimientos para acercarse a la puerta y poder bajar en la siguiente estación. Pidió permiso a varios pasajeros, quienes se esforzaron para dejarlo pasar en una muestra de compromiso con la ciudadanía. La última persona a la que pidió permiso, le indicó que también bajaba ahí.
Al llegar a José Hernández, la puerta se abrió y Ramiro pudo bajar. Fue hacia la escalera mecánica y se puso del lado izquierdo. La mujer que se subió delante de él consideraba que el hecho de que la escalera se moviera era razón suficiente para no usar sus piernas, y se quedó parada todo el trayecto, sin darse cuenta de la ansiedad de los demás por subir más rápido.
Al terminar la escalera mecánica, Ramiro cruzó el molinete para salir de la estación y subió la segunda escalera, fija, hacia la calle. Enfiló entonces hacia Musimundo, el destino de su viaje. Allí vendían entradas para un recital que se haría un par de semanas después en la cancha de River. Ramiro, luego de hacer dos cuadras de cola, volvió al subte contento por haber conseguido dos tickets para campo.

Omnisciente

Ricardo está sentado en un banco de plaza. Como es domingo, el espacio verde está en pleno ejercicio de sus facultades de entretenimiento. Los niños juegan en la arena, los heladeros ofrecen su producto a los gritos. En la calesita, una criatura afortunada saca la sortija. Ricardo mira todo esto y recuerda su infancia. Recuerda cuando él se entrenaba para mejorar su método de sacar sortijas, y cómo conocía el estilo de cada uno de los empleados de la calesita. Recuerda especialmente a aquel empleado de rulos que la mantenía quieta hasta que se acercara una mano, y ahí la retiraba hasta fuera de la eclíptica. Nunca se la había podido sacar.
Más allá de eso, Ricardo disfruta el paseo por la plaza. También disfruta mirando los escotes de las madres con niños pequeños que andan por la plaza ahora que hace calor. Se imagina la ausencia de la ropa que produce esos escotes. Disfruta ese pensamiento. Pero de repente se levanta y mira para todos lados. Está buscándome, porque no le gusta que divulgue lo que hace y lo que piensa. Él sabe que es mi deber pero no tiene por qué gustarle. Y a veces es útil, porque sé qué es lo que piensan los demás, y también conozco el pasado y el futuro de todos.
Ricardo me hace un gesto que consiste en poner el dedo índice sobre los labios cerrados, e indica que quiere que me calle. No se da cuenta de que es inútil, yo ya estoy enterado de lo que él quiere, y de todas las otras cosas también.
Ricardo se va de la plaza. Quiere volver a su hogar. Está molesto conmigo, hay cosas de las que no quiere enterarse. Sigue yendo para su casa. No se da cuenta de que se está olvidando de algo, pero, como está molesto conmigo, no se lo voy a decir. Ricardo se detiene y otra vez mira para los dos lados. Piensa qué se puede estar olvidando. Levanta las palmas simultáneamente para decirme que quiere que le diga de una vez lo que se olvida. Ah, ahora querés enterarte, Ricardo. Jodete, ya te vas a acordar cuando pases por el quiosco de revistas de la esquina de tu casa, el que está siempre cerrado.
Ricardo sigue caminando y tiene en la cabeza una canción del grupo inglés Cream. No se acordaba de quién era esa canción, pero cumplo en informarle para que vea que no soy malo. Durante el solo de guitarra, pasa por el quiosco cerrado y recuerda que pensaba comprar facturas en la panadería que queda a media cuadra de la plaza. Lanza un grito maldiciéndome porque tendrá que volver todo lo que caminó. Pero el ejercicio le hará bien, créanme.
Ricardo me tiene resentimiento porque no quiere mi compañía. No le importa el hecho de que, si no fuera por mí, él no existiría. Yo lo creé y yo guío todos sus movimientos, sus dichos y sus pensamientos. Yo soy el que hace que me tenga bronca, porque me gusta atormentar a la gente. Ricardo me echa una mirada bélica. Ja, yo sabía que iba a hacer eso. Y lo mejor de todo es que no le voy a decir la sorpresa que se va a llevar en la panadería. Ricardo vuelve a mirarme. Lo hace mirando para cualquier lado, porque no me puede ver. Yo estoy en todas partes en su mundo. Es por eso que soy omnisciente. Y además soy narrador, por lo que tengo que narrar lo que hace Ricardo y no lo que va a pasar, hasta que pase. Los relatores de fútbol, por ejemplo, no relatan lo que se jugará sino lo que se está jugando. Yo hago lo mismo, salvo cuando menciono al pasar el resultado final de algún partido que Ricardo mira, así lo hago engranar un poco.
Ricardo está llegando a la panadería. Y acá se viene la sorpresa. Preparate, Ricardo: no hay más facturas. No es una gran sorpresa, pero Ricardo no se preocupa porque se encuentra con que hay cuernitos, algo poco habitual. Pide un cuarto de esos deliciosos bocados y se va. La gente de la panadería no entiende por qué se va sin los cuernitos que pidió. La respuesta es que yo lo hice ir, y ahora lo hago volver. Y ahora lo hago rascarse la oreja, a pesar de que no le picaba. Ricardo sigue molesto. Yo, para calmarlo un poco, lo dejo volver a entrar en la panadería. Él paga los cuernitos y se los lleva. Va para su casa, esta vez silbando “Bohemian Rhapsody” de Queen. La silba completa desde que sale de la panadería hasta que llega a su casa. Ricardo no está enterado de que le dí cualidades que no tengo, dado que no sé silbar. Ahora sí está enterado, lo acabo de decir. Pero no hace ningún gesto al respecto.
Ricardo sabe que al llegar a su casa termina con mis poderes, porque yo estoy afuera y él va a entrar. Así que entra rápidamente y muy contento, se tira en el sillón y empieza a comer los cuernitos. Come primero los que tienen alguna irregularidad. Y ahí se da cuenta de que yo sé lo que hace y lo estoy contando para todos ustedes. Corre entonces hacia el sótano, donde está oscuro. Y efectivamente ahí no lo puedo ver. Por eso, hago que suene el timbre. Suena el timbre. Ricardo lanza una maldición y va a atender la puerta. Es la chica de la panadería, que dice que se le cayó la billetera y, como ella sabe dónde vive, había pensado en llevársela. Ricardo le agradece y la invita a pasar a tomar algo. Ella acepta con gusto. Ella esperaba que él la invitara a tomar algo porque hacía un tiempo que estaba con ganas de convertirse en su amante, y le había parecido una buena ocasión para concretar ese proyecto. Ella pensaba que el Destino había hecho que se le cayera a Ricardo la billetera, pero estaba equivocada. En realidad había sido yo, en busca de un incidente dramático que era muy necesario en esta parte de la historia. Es que ella no sabe de mi existencia, no le dí esa característica. Ricardo, al oír esto (en realidad, al oír lo anterior, no esto) de parte mía, se queda estupefacto. Le pregunta si quiere Seven Up o Terma. “¿Querés Seven Up o Terma, Priscilla?”, le hago decir para que ustedes se enteren de que su pretendida amante se llama Priscilla. Ella le dice que le da lo mismo. Él le sirve un vaso de una de esas dos bebidas, se sirve otro a él y va al sillón a su encuentro. Allí le ofrece cuernitos. Ella agarra uno y juguetea con él en la boca. También lo acaricia suavemente en uno de sus brazos. Ricardo no es muy perspicaz, pero capta las sutilezas de Priscilla debido a que está enterado de sus intenciones por lo que dijimos hace un rato. Entonces procede a hacer gestos sutiles similares, con la idea de indicarle su disposición para los menesteres que ella se proponía.
Luego de una elipsis, ambos ocupan el sillón, manteniendo sus labios y lenguas un contacto duradero. En ese momento Ricardo se acuerda de mí y sabe que no tiene privacidad, porque cada movimiento suyo es visto por el narrador omnisciente que soy. Sin decirlo, porque parecería loco, me pide que me ausente un rato para no incomodarlo, y a cambio él no se va a quejar más de mi presencia. Yo, que en el fondo soy bueno, acepto y doy por terminado el presente relato.

Recuerdos de recuerdos

Añoro los recuerdos que solía tener.
Extraño las imágenes que solía ver.
Echo de menos la memoria que alguna vez poseí.
Recuerdo la nostalgia que yo solía sentir.
Conmemoro la reminiscencia de mi pasado.
Me falta la añoranza que siempre valoré.
Rememoro la impresión que tuve al ver un texto que nunca leí.
Me acuerdo de la melancolía que sentí cuando recordé la pena de saber la pesadumbre que me causó la tristeza de haber recordado mi pesar.
Tengo en mi mente los resabios olfativos de aquella ocasión en la que sentí esos aromas que ya no puedo recordar.
Revivo por primera vez la sensación de hacer algo por primera vez.
Recuerdo los sueños que soñaba despierto.
Extraño los recuerdos de los sueños que olvidé.
He perdido la memoria de las visiones que tuve en el pasado.
He perdido la nostalgia por aquello que olvidé.
He olvidado la añoranza de aquella nostalgia.
Y añoro la añoranza, la nostalgia y la memoria que han quedado en el olvido.

Tarjeta

El señor H. estaba de compras en la calle Florida. Hacía esto cada tanto, había encontrado que le resultaba útil para su estado atlético la esquivación constante de gente que transita, puestos de artesanías, quioscos de diarios, estatuas vivientes, músicos callejeros, animales y gente que reparte volantes. Pasear seguido por Florida lo hacía más ágil.
El señor H. era aficionado a la música y en esa ocasión su primer objetivo había sido comprar una flauta en Promúsica. El colectivo lo había dejado del otro lado de Corrientes y para llegar a ese local tuvo que cruzar esa avenida por la peatonal. Esto le tomó un par de intentos dado que estaba intimidado por los que cruzaban en la dirección contraria y no se animaba. Esquivarlos no era una opción, eran demasiados y se acercaban. Finalmente usó como escudo a una señora gorda que cruzaba sin complejos y pudo cruzar.
Luego de cruzar caminó unos metros y le pareció que había caído una gota de lluvia sobre su cabeza. Se preguntó si era un aire acondicionado o si estaba lloviendo, y vio que empleados de todos los locales sacaban en ese momento su exhibidor de paraguas a la calle, por lo que dedujo que estaba empezando a llover. No compró un paraguas porque tenía el preconcepto de que se le iba a romper en la cuadra siguiente.
Cuando salió de la casa de música quiso comprarse algo de ropa, y vio que habían cerrado Chemea. El local estaba tapiado de manera similar a como hacía años se encontraba Harrod’s un poco más al norte. Como había gastado una parte importante de su presupuesto en la flauta, siguió caminando en busca de otro local de ropa barata.
Cuando se acercaba a las galerías Pacífico vio un círculo de gente que rodeaba a una pareja que estaba bailando tango, y evidentemente era un espectáculo gratuito. Al llegar a ese lugar un hombre le mostró una gorra pidiéndole plata en inglés. El señor H. realizó una de sus maniobras de esquive, y al hacerla vio a su izquierda un local de C&A.
Entró al local, e instantáneamente se le acercó un joven que le ofreció, en forma gratuita, obtener una tarjeta propia del local que le prometía enormes beneficios sin el menor esfuerzo de su parte. El señor H. lo rechazó amablemente, pero el joven insistía. El señor H entonces lo esquivó, pero al hacerlo se encontró con una mujer que le ofrecía la misma tarjeta. Intentó esquivar a ella también, y lo logró, pero apareció en frente de un muchacho con el pelo teñido de dos colores que repetía el ofrecimiento. Una y otra vez quiso hacer sus practicadas maniobras para esquivarlos, pero en cada intento aparecía otro empleado con el formulario listo para llenar. Eran como velociraptors, cazaban en manada.
El señor H. abandonó todo intento de comprar y se concentró en salir de ahí, para lo cual tenía que sacarse de encima a los amables oferentes de la tarjeta de grandes beneficios.
El señor H. tuvo una idea drástica. Se acordó de que había comprado una flauta, se detuvo y la sacó del estuche. Los empleados lo miraban atentamente, buscando señales de aprobación a su oferta. El señor H. dio media vuelta y empezó a tocar la flauta mientras caminaba hacia la salida. Los empleados comenzaron a seguirlo.
El señor H. salió del local y vio que los empleados todavía lo seguían, como hipnotizados por el sonido de su flauta. Siguió caminando, dobló en Córdoba hacia el este. Desde arriba se veía una enorme mancha azul móvil en la vereda que formaban los empleados que seguían al señor H.
El señor H, impasible, continuó caminando y tocando la flauta en esa dirección, pasó Puerto Madero y, sin dejar de tocar, se tiró al río. Los empleados lo siguieron y saltaron como lemingos.
Cuando el último saltó el señor H. guardó su flauta, se trepó a la baranda y dejó que los amables empleados, con sus formularios para obtener la tarjeta C&A, perecieran en el Río de la Plata.

Islas

En la reunión anual de la Confederación Internacional de Islas y Archipiélagos cada porción de tierra aportó algo para el banquete final. Había:

  • Sardinas de Cerdeña
  • Palmeritas de La Palma
  • Brandy de Brändö
  • Cubanitos de Cuba
  • Tofu de Tofua
  • Salmón de las Islas Salomón
  • Sal de la Isla Sal
  • Goma de mascar de Madagascar
  • Comino de Camano
  • Uvas de Uvea
  • Camarones de Kamaran
  • Mal vino de las Malvinas
  • Ajo de Marajó
  • Mayonesa de Maio
  • Melón de Milo
  • Salamín de Salamina
  • Té de Tilos
  • Pizza de Margarita
  • Frutas de Madura
  • Fideos de San Vicente
  • Chocolate de Barra
  • Pescado de Tiburón
  • Café de Java
  • Niños envueltos de la Isla Padre
  • Palmitos de Cayo Coco
  • Choclo de Barbados
  • Pan de Bacan[1]
  • Emparedados de las Sandwich
  • Salchichas de Wiener Neustadt
  • Tortillas de La Española
  • Jamón de la Île Aux Cochons
  • Tortas Negras de Negros
  • Sopa de la Isla Campbell
  • Alcauciles de Flores
  • Cerveza de Malta

Una vez conseguidas las vituallas el banquete fue preparado, usando carbón de Tierra del Fuego, por cocineros de las islas Cook.

[1] El encargado de relaciones exteriores de la isla decía orgullosamente que el pan que había aportado era de excelente calidad. Según sus palabras: “yo, Carlos Bacan, lo garantizo”.

El gato Perro y el perro Gato

Tengo un perro que se llama Gato, y un gato que se llama Perro. Uno puede pensar que esto causa confusiones, pero es mucho menos grave que lo que parece porque ni el perro, Gato, ni el gato, Perro, saben que son perro y gato. Sólo fueron adiestrados para reconocer sus nombres, Gato y Perro.
Los animales no tienen consciencia de la especie a la que pertenecen. Ni siquiera saben que pertenecen al reino animal. Es posible que se den cuenta de la diferencia entre ellos y las plantas, pero es difícil que se separen mentalmente de otros objetos animados como los autos.
De manera que, cuando yo exclamo “vení, Gato”, muy obediente viene el perro. De la misma forma, el gato a veces se acerca cuando llamo a Perro. Esto no ocurre tan seguido porque los gatos tienden a ser más reservados en su comportamiento.
Los que sí se confunden son los vendedores de alimento para mascotas. Ocasionalmente voy a la veterinaria con mi gato. Varias veces me pasó pedir alimento para Perro y que me trajeran alimento para perro. Esa gente no funciona bien cuando uno la saca de su esquema.
Más grave fue cuando a Perro le dieron las vacunas que correspondían a Gato y viceversa. Pero eso se solucionó, ya pertenece al pasado.
Gato es muy peleador con los otros perros. Cree que la calle es su territorio. A veces al pasearlo encontramos otros perros y Gato se pone a ladrar como loco. Yo trato de apaciguarlo, lo acaricio detrás de las orejas y le digo “tranquilo, Gato”. Pero suelo tener que arrastrarlo con la correa hasta que se pierde de vista, o de olfato, el perro que Gato considera invasor.
Al que tampoco puedo enseñar bien la diferencia entre nombre común y nombre propio es a mi loro, Sultán. Si alguien visita con su perro, Sultán cree reconocerlo y exclama “Gato, Gato”.
Hoy estoy tratando de que disfruten sus últimos momentos juntos. Voy a tener que separarlos y quedarme sólo con Gato porque mi novia se viene a vivir conmigo y ella es alérgica a los pelos de Perro.

Confianza

A la mañana Pablo, como todos los días, se tomó el subte. La línea estaba funcionando con demoras y cuando vino el tren estaba muy lleno. Por los altoparlantes avisaban que se estaba haciendo todo lo posible para solucionar el problema en poco tiempo, por lo que Pablo viajó tranquilo.
Al llegar a su trabajo vio que le faltaban algunos de los elementos necesarios para realizar sus tareas habituales. Habló con el encargado de obtenerlo, quien le aseguró que estaban pedidos e iban a llegar ese mismo día.
Antes de la llegada de estos elementos se comunicó que a partir del mes siguiente se otorgaba un aumento del 15% a todos los empleados de la empresa. Pablo se alegró, pero su alegría fue mayor cuando su jefe lo llamó aparte y le dijo que sería ascendido a un puesto de mayor responsabilidad y que, por lo tanto, se vería recompensado con un aumento del 15 por ciento respecto de lo que venía ganando hasta el momento.
Al mediodía fue a comer. Pidió una tortilla de papas y le costó el doble de lo que venía pagando. Pablo no se preocupó porque había visto que el índice de inflación presentaba una suba mucho más leve, por lo que estaba claro que numerosos productos habían bajado su precio y compensaban el aumento de la tortilla.
Al llegar a su casa quiso conectarse a Internet y vio que su conexión no funcionaba. Llamó entonces a su proveedor y lo atendió una grabación que le aseguraba que la llamada que él estaba haciendo era de gran importancia para la empresa, independientemente del ínfimo porcentaje que representaba su cuenta en la facturación total. Pablo se alegró de que lo tuvieran en cuenta. Un rato después lo atendió un operador, quien le hizo saber muy amablemente que su problema estaría resuelto en apenas 24 a 72 horas. No sólo eso, una vez solucionado podía llamar a la parte administrativa y pedir la devolución proporcional del abono pagado por el servicio no provisto. Pablo se alegró de haber elegido a una empresa tan considerada para sus necesidades de comunicación.
Mientras cenaba miró por televisión un programa que contenía un concurso. Había una serie de participantes y el público podía llamar a un teléfono con un pequeño cargo extra para votar al que le parecía que había hecho más méritos para ganar. Pablo llamó, contento de que lo dejaran ser parte de la magia de la televisión.
Al día siguiente se levantó sintiéndose muy mal. Tenía un fuerte dolor en el abdomen. Llamó a su trabajo para avisar que no podría asistir, le dijeron que no se preocupara y le desearon suerte. Luego llamó a su obra social para pedir un médico. Inmediatamente lo atendieron, le tomaron los datos y le informaron que estaban enviando un doctor que tocaría timbre en su casa dentro de las siguientes tres horas.
Cuando llegó el médico lo revisó y comprobó que el mal que aquejaba a Pablo necesitaba atención quirúrgica inmediata, y así se lo hizo saber. Pablo estuvo aliviado de la chance que tenía de curarse y no puso reparos. Un par de horas después llegó una ambulancia para llevarlo al hospital.
Cuando esperaba para someterse a la cirugía lo fue a visitar el anestesista, quien le dijo que podía estar tranquilo, que los médicos de ese lugar sabían lo que hacían, y que estaría saltando en una pata en pocos días. Pablo agradeció el gesto.
Pero una operación siempre tiene riesgos. Pablo sabía que existía la posibilidad de que no sobreviviera a la intervención, pero estaba tranquilo. Había sido bautizado, estaba libre de pecados y en el peor de los casos le esperaba una eternidad de contemplación de la divinidad.

Doble personalidad

El Dr. Adalberto G. Giustozzi tenía doble personalidad. Su personalidad sobrante era el profesor Patricio A. Andrizzi. A su vez, Patricio Andrizzi tenía doble personalidad. Por un lado era Patricio Andrizzi, pero paralelamente era el benemérito Ignacio S. Piazzi. Piazzi sufría también del mismo trastorno, y por las noches se convertía en el señor Alfredo H. Miezzi. El señor Miezzi no tenía doble personalidad pero sí tenía un amigo invisible que se llamaba Alejandro T. Rozzi.
En una ocasión Giustozzi estaba siendo Andrizzi, quien estaba siendo Piazzi, que era Miezzi. Estaba manteniendo una animada conversación con Alejandro Rozzi, cuando éste notó que su amigo hablaba de forma extraña, y decía cosas que no eran compatibles con las que venía pronunciando. Rozzi sospechó y preguntó a su interlocutor cómo se llamaba. Miezzi le respondió que estaba loco si no sabía que hablaba con el honorable Gabriel J. Pirezzi.
Al día siguiente Miezzi volvió en sí y su amigo le contó lo ocurrido. Miezzi fue entonces a consultar al doctor Giustozzi, quien le diagnosticó doble personalidad. Giustozzi le comentó que era un trastorno muy común. Giustozzi recomendó un tratamiento y Miezzi tenía ganas de hacerlo, pero fue saboteado por Pirezzi.
Pirezzi se sentía rechazado por la actitud de su copersonalidad, y contrajo problemas mentales. Más exactamente, contrajo doble personalidad. Así le informó el eminente psiquiatra Gregorio P. Irezzi, quien era la personalidad que acababa de adquirir. Pirezzi recordó el rechazo que había sufrido, se decidió a hacer sentir bienvenido al nuevo habitante de su persona y le donó una parte del oxígeno que usaba su sector del cerebro.
Embobado por la abundancia de oxígeno, el doctor Irezzi se desdobló y contrajo la personalidad de Marta B. Marquezzi. Al verla el doctor Irezzi se enamoró perdidamente y lo mismo hicieron, respectivamente, Pirezzi, Miezzi, Piazzi, Andrizzi y Giustozzi.
La situación produjo celos entre todas las personalidades, y muchos conflictos internos al doctor Giustozzi, portador global de todas ellas. Giustozzi no se sentía bien.
Cada uno de los señores quería quedar bien con Marta Marquezzi. Con ese objetivo todos se vestían bien y se ponían perfume. En consecuencia, el doctor Giustozzi andaba con un muchos olores al mismo tiempo, y la combinación de aromas le resultaba muy difícil de explicar a los demás.
De repente, en una escena de celos, Miezzi asesinó a Pirezzi y se quedó con sus subpersonalidades. De este modo, quedó un nivel más cerca de la Marquezzi. También quedó más cerca su amigo invisible Rozzi, quien aprovechó para seducirla y lo consiguió.
Invadidos por el dolor de la pérdida de Pirezzi; Giustozzi, Andrizzi, Piazzi, Miezzi e Irezzi pactaron una tregua, reconocieron como ganador de su conflicto a Rozzi y saludaron a la pareja recién formada.
Nueve meses después Marta Marquezzi, a través, sucesivamente, de Irezzi, Miezzi, Piazzi, Andrizzi y Giustozzi, daba a luz a un hijo de Rozzi. El doctor Giustozzi se vio en figurillas para explicar cómo había podido dar a luz a este niño, que, en honor al difunto Pirezzi, fue bautizado Gabriel.

El náufrago

Gerardo estaba haciendo un crucero transatlántico en uno de los barcos más grandes y más lujosos del mundo. Había pagado mucha plata y estaba haciendo uso de las innumerables atracciones que ofrecía el navío. Comía en restaurantes de lujo, disfrutaba de excelentes espectáculos teatrales, practicaba golf, nadaba, jugaba en el casino y tomaba sol, todo sin salir del barco e incluido en la tarifa. Por las noches disfrutaba del espectacular firmamento que ofrece el medio del océano y que alguna vez había visto Magallanes.
Un día estaba en la proa mirando lo que el barco tenía por recorrer. Le gustaba ver cómo se partía el agua, le hacía acordar a algunas historias que le contaban de chico. Estaba relajado mirando eso cuando a lo lejos divisó un iceberg. Pensó que era raro ver uno en esa parte del planeta, tan cerca del ecuador. Se preguntó si un barco de tal magnitud podía ser afectado por el choque con un iceberg, y no se le ocurrió ningún ejemplo de alguna ocasión en la que hubiera pasado algo así. De todos modos, le pareció prudente prevenir a los responsables. Fue a avisar a la cabina de mando, pero le fue difícil llegar a ella debido a las nuevas medidas de seguridad.
Cuando lo dejaron pasar sintió un golpe y un sonido extraño, sostenido, como si algo se estuviera rajando. Supo que el iceberg había chocado contra el barco y se lamentó por no haber podido avisar a tiempo. Corrió con el personal de mantenimiento a la proa y los vio revisar el daño causado por ese segmento sólido del océano. El personal comprobó que la rajadura causada por el iceberg era demasiado grande y no se podía reparar. Era inexorable, el barco se hundiría. Gradualmente cundió el pánico, y llegó un momento en el que todas las personas que estaban en el barco estaban corriendo por su vida. Por suerte esta contingencia estaba prevista y había botes salvavidas con capacidad para todos. Gerardo fue a su camarote a buscar algunas de sus pertenencias. Se demoró un poco más de lo esperado porque le quedó trabada la puerta y no la podía abrir. Llamó al servicio de habitación pero no le contestó nadie. Luego de forcejear un rato pudo abrir la puerta y fue corriendo hacia donde estaban los botes.
No había nadie.
Todos se habían ido y se habían olvidado justo de él, que, irónicamente, había sido el que casi les avisaba del iceberg. Gerardo buscó por todo el barco a ver si quedaba alguien, o por lo menos un bote, pero no tuvo éxito. Estaba solo en un transatlántico que se hundía.
Luego de lamentar su suerte por algunas horas oyó un estruendo y al mismo tiempo se cayó. El transatlántico había encallado. Pensó que estaba salvado, había llegado a tierra por más que no fuera el destino previsto. Gerardo se levantó y salió a ver adónde estaba.
Estaba en una isla desierta. La isla era bastante pequeña, redonda y tenía una palmera en el centro. Eso era todo, aparte del transatlántico que se encontraba encallado. Aunque era inútil explorarla Gerardo se bajó igual, deseoso de pisar tierra firme.
Gerardo no sabía qué hacer. Estaba varado en una isla desierta en el medio del Atlántico y nadie sabía que él estaba ahí, por lo que nadie lo iba a ir a buscar. La isla no parecía muy prometedora en cuanto a provisiones, pero en el mar era seguro que había peces que podían transformarse en pescados. Además tenía todo lo que le pudiera ofrecer el transatlántico, en el cual, como hemos dicho, estaba todo incluido.
Gerardo construyó un refugio para pasar la noche. Usó unos troncos que encontró en la playa y puso adentro la cama de su camarote en el transatlántico. Luego pescó su cena y la cocinó en la cocina industrial del crucero.
Mientras se cocinaba el pescado pasó por el centro de comunicaciones del barco y escribió sobre lo que había pasado en el blog donde registraba el viaje.
Pasó la noche en el refugio. Hacía mucho frío y no tenía sistema de calefacción, así que fue al gift shop del transatlántico encallado y sacó un par de frazadas con el logo de la línea de cruceros. No estaban incluidas en el precio que había pagado, así que dejó veinte dólares en la caja registradora. También recurrió al gift shop cuando se quiso cambiar a la mañana siguiente.
Al levantarse, marcó en una piedra una pequeña línea vertical que simbolizaba el primer día en la isla. Luego desayunó huevos revueltos que se sirvió de la barra del casino. Un rato más tarde fue a la cabina de mando y se fijó la latitud y la longitud que marcaba el GPS. Eran los datos que le pedían en los comentarios de su blog, y Gerardo los publicó.
Luego, como tenía ganas de que el día pasara rápido, fue al cine del transatlántico, que todavía funcionaba, y se proyectó las dos películas más largas que estaban disponibles, que eran Titanic (1997) y Cast Away (2000).
Al terminar las películas, salió a la isla y se encontró con un helicóptero que lo llevó de nuevo a la civilización. El rescate en helicóptero estaba incluido. Al llegar, sus amigos lo recibieron con abrazos y lo encontraron despeinado, bronceado y con una barba de dos días.

Violencia religiosa

Hace muchos años Europa fue sacudida por una ola de violencia religiosa que desde entonces no se repitió.
Hordas de gente sin respeto por las creencias de los demás rezaban a los gritos y en cualquier circunstancia. Rezaban en los cines, en los hospitales, en los porteros eléctricos, al oído de cualquiera que pasara cerca y en las canchas de fútbol. También rezaban en los templos, a veces durante los oficios y sin esperar los momentos oportunos.
Otros bendecían agua a la fuerza. Llegó un momento en el que todos los lagos, ríos y mares estaban compuestos de agua bendita. La nieve y los glaciares no escapaban a esta bendición. Tampoco lo hacían las nubes y el 80% del cuerpo humano.
Esto permitía que la población entera del mundo estuviera bautizada. Incluso todos estaban bautizados en distintas maneras de entender la fe cristiana, dado que había varias ramas entre los perpetradores de este movimiento violento, cada uno de los cuales hacía fuerza para su lado.
Otra gente realizaba vía crucis en cualquier lugar y a cualquier hora. Los transeúntes, los autos y las formaciones del subterráneo que vieran interrumpida su trayectoria por estas manifestaciones debían esperar a su finalización para continuar.
Había que cuidarse de una banda de exorcizadores que practicaban largos y meticulosos exorcismos a todo el que se les cruzara.
También había pequeños grupos que seguían, cada uno, a un líder que decía tener contacto con Dios o haber hecho alguna interpretación de las sagradas escrituras, lo cual le permitía predecir algún evento que los seguidores se encargaban de hacer ocurrir para evitar que las escrituras estuvieran erradas.
Pronto hubo grupos no cristianos que se unieron al movimiento de violencia religiosa. Los hinduistas irrumpían en los mataderos y liberaban a las vacas. Gracias a esto Europa se vio invadida por vacas que corrían libres por las praderas, los bosques y las ciudades, sin dejarse comer.
Vándalos judíos saboteaban los sistemas de distribución de electricidad cada sábado para que todos pudieran observar el cuarto mandamiento.
Los estados laicos comenzaron a tomar medidas y encarcelar a quienes pudieran agarrar, pero pronto dejó de haber espacio en las cárceles para encerrar a tantos fanáticos. Eran muchos.
Se resolvió entonces apelar a la indiferencia, no prestarles atención y dejarlos actuar. El resto de la gente seguiría con su vida.
El plan resultó. Los violentos se aburrieron y la costumbre pasó de moda. Después de un tiempo casi todos volvieron a sus antiguas costumbres. Sólo quedaron algunos grupos aislados de vándalos que cada tanto realiza algún acto de nostalgia.