Combo grande

En el bar de la estación de servicio ofrecían un combo. Por 8 pesos, se podía obtener un sándwich de milanesa y una Coca de 237 m3. Me pareció extremadamente barato, así que lo pedí.
En seguida me entregaron la milanesa, y me dijeron que la Coca me la daban afuera. Comí todo el sándwich antes de salir. Cuando terminé, necesitaba beber algo para bajarlo. Así que tomé el sorbete que me habían entregado junto con la servilleta y salí a buscar la Coca.
Me indicaron que fuera hacia el camión que estaba al fondo de la estación de servicio. Al entrar había creído que era un proveedor de nafta, pero allí se transportaban los 237 metros cúbicos de Coca. Resultó que el combo era una especie de estafa. Me daban la bebida pero no el recipiente, porque por 8 pesos no me iban a entregar también el camión. Sin embargo, si me tomaba toda la Coca no iban a poder objetar nada.
Subí entonces la escalerilla del camión y se reveló una cantidad enorme de Coca-Cola, que incluso oleaba. No llegaba a la superficie del recipiente, sino que sobraba bastante pared en el interior del camión. Seguramente era para que no se cayera el líquido cuando era transportado. Acerqué entonces el sorbete a la superficie y me dispuse a beber, pero calculé mal la posición sobre la escalera y me caí a la Coca.
No necesité nadar. Las burbujas me mantenían a flote, y mientras más bebiera más podía sostenerme. Calmé mi sed en pocos segundos, entonces empecé a buscar una manera de salir de ahí. Era difícil, porque del lado de adentro no había escalerilla.
La Coca en la que me había sumergido estaba bien helada, con lo cual cada minuto que me mantenía en su interior me daba más frío. No tenía nada de qué agarrarme para salir. Los grandes cubos de hielo que mantenían la temperatura de la Coca podían sostenerme si me cansaba, pero no me servían de escape. Pedí ayuda a los gritos, pero nadie pareció escucharme.
Se me ocurrió nadar a lo largo del camión para tomar carrera, tal vez de esa forma podía saltar lo suficiente como para llegar al borde del recipiente. Hice dos o tres largos que formaron una importante cantidad de espuma, pero no me impulsaron. Sin embargo, vi en esa espuma la respuesta.
Empecé a agitar los brazos y las piernas de modo que se produjera la mayor cantidad posible. Mi idea era que la espuma rebalsara, como cuando uno sirve la Coca con demasiada velocidad en un vaso. No podría nadar en ella, pero seguramente llamaría la atención del personal, que me podría venir a rescatar. Era una apuesta arriesgada, porque me exponía a perder todo el gas y no sólo tendría que nadar para sostenerme a flote, sino que la Coca quedaría intomable.
Sin embargo, nada de eso llegó a ocurrir. Cuando estaba empezando a generar espuma, sentí que el camión se movía. Noté que salía de la estación de servicio, quién sabe hacia dónde. También noté que, una vez en la calle, desarrollaba una gran velocidad. Lo que me fue útil, porque en un momento tuvo que pegar un frenazo, la Coca formó una ola enorme y salí disparado hacia adelante.
Y, aunque quedé todo mojado y marrón en el medio de la calle, por fin me vi liberado.

Célula quiere

En algún momento del Precámbrico, dos células se unieron. Y en lugar de una engullir a la otra, formaron el primer ser pluricelular. Hasta ese momento, toda la vida era unicelular. A ninguna célula se le había ocurrido pensarse como una unidad de un todo más grande que ella misma.
Las células unidas vagaron por el mar primordial mientras eran admiradas por las demás células. Algunas las despreciaban con cierto prejuicio, pero otras se maravillaban ante las posibilidades que veían en la nueva manera de vivir.
De inmediato, las otras células las imitaron. Algunas se unieron con otra célula solitaria. Otras intentaron unirse a la dupla inicial, o a alguna otra. Así, se produjo una escalada pluricelular, que derivó en plantas y animales cada vez más grandes y complejos.
La idea prendió, y se produjo una explosión inmediata de diversidad. Pronto el mundo se cubrió de organismos pluricelulares de cualquier cantidad de formas y tamaños, que competían por los recursos disponibles.
Todos los animales actuales son descendientes de algunos de esos grupos de células que imitaron a las que fortuitamente se habían unido. Todos están compuestos por células que coexisten en más o menos armonía.
Todavía pueden verse las consecuencias de aquella actitud de imitación. Las tendencias heredadas son muy fuertes. Aún hoy, las personas tienden a querer lo que el otro tiene, y a hacer lo que el otro hace. Es un resabio de lo que hizo que todos pudiéramos existir como organismos complejos. Resabio que es explotado, sin conocer el origen, por aquellos que se dan cuenta de su existencia.

Demanda del público

A pesar de que cuando anunciamos que la siguiente era nuestra última canción hubo protestas, cuando la terminamos el público no pidió bis. Nos figuramos que era porque todos sabían que en realidad el bis es parte del programa, y siempre los hacemos. Por lo que hubo aplausos cuando volvimos al escenario, pero no sorpresa.
Tocamos un par de temas y nuevamente saludamos. Era la despedida definitiva. Pero el público no estaba conforme, quería que el recital continuara. “Una más, y no jodemos más” gritaba el público.
Los pedidos tan efusivos nos persuadieron de hacer otro tema. Nuestro segundo regreso al escenario fue más festejado que el primero, porque confirmaba un triunfo de la demanda popular.
Hicimos el tema, uno de nuestra primera época que todavía nos sabemos pero no solemos hacer más en vivo, y cuando terminamos volvimos a saludar para irnos. Pero el público seguía exigiendo más. “Una más, y no jodemos más” gritaba otra vez el público.
Nuestro cantante se acercó al micrófono, generando expectativa. Sin embargo, lo que quería era protestar. “Ya habían dicho lo mismo antes, hicimos una más, ¿dónde está su parte del trato?”
El público no hacía caso. “Una más, y no jodemos más” seguía gritando. Pero ya no teníamos más temas ensayados. Habíamos dado todo en el recital más los bises. Entonces saludamos nuevamente, ignoramos los pedidos del público y nos fuimos. Se apagaron las luces del escenario y se encendieron las de la sala, para no dejar dudas de que el adiós esta vez era final.
Luego de esperar un tiempo prudencial por si queríamos sorprenderlos con un tercer bis, el público captó la idea y se retiró de la sala lentamente, entre protestas. Se sentían traicionados por nuestra falta de voluntad de obedecerlos. El hecho arruinó la percepción de un recital que habíamos disfrutado todos.
Es una lástima, pero está claro que con el público entusiasmado no se puede razonar.

Doma de potros

Ese domingo era la tradicional fiesta de doma de potros. Los gauchos se levantaron temprano y examinaron a los potros que estaban por ser domados. Estaban pastando sin que parecieran estar al tanto de que eran sus últimas horas como salvajes. Los domadores sonrieron satisfechos, sin saber lo que les esperaba.
Es que el cuadro que veían había sido fríamente calculado por los potros. Durante la noche, sabiendo lo que se venía, se habían puesto de acuerdo. Iban a cooperar para no dejarse domar. De este modo, iban a poner a los gauchos en ridículo, pero, lo que es más importante, iban a mantener su libertad.
Así que cuando llegó la hora, el primer potro se encontró con el primer domador. El Homo sapiens se subió a la espalda y fue inmediatamente derribado.
No se alarmó, era parte del procedimiento. Lo que no era parte era el súbito acercamiento de otro potro, que se lo llevó por delante y lo empujó hacia el primero. Pero no hacia la espalda, sino hacia el vientre. De pronto, cuando estuvo suficientemente cerca, el segundo potro galopó hacia la lejanía y el primero se trepó a la espalda del domador.
El gaucho intentó liberarse, pero el potro resistió sus embates y se mantuvo sobre él durante varias horas. El domador trataba de usar todos los recursos que tenía disponibles para sacarse ese caballo de encima, pero el potro estaba muy enfocado en la tarea. Claramente sabía lo que hacia.
Así, después de estar todo el día con el potro encima, el domador se resignó. Aceptó su suerte y dejó de resistir. El potro supo así que su objetivo estaba cumplido: el domador había sido domado. Y aunque el resto de la doma se suspendió, a partir de ese día los caballos tuvieron un hombre a su disposición, para usar cuando quisieran como medio de transporte.

Ojos que se van

Corrí hacia el balcón. Levanté velocidad hasta que llegué a la baranda. Justo antes de chocarme contra ella me detuve. Sin embargo, no lo logré por completo. La inercia me empujó hacia adelante y casi me caigo.
Me aferré a la baranda y logré mantenerme. Pero la velocidad que traía se trasladó a mis ojos, que sin que pudiera evitarlo se me salieron y siguieron el impulso que llevaba. Avanzaron hacia adelante unos centímetros y luego cayeron al vacío.
De este modo, vi cómo se acercaba el suelo a una velocidad cada vez mayor. Me desesperé hasta que me dí cuenta de que no me estaba cayendo, eran sólo mis ojos. Quise cerrarlos pero los párpados sólo cubrían huecos.
Ambos ojos cayeron al mismo tiempo al suelo. Rebotaron dos o tres veces. Entonces me dirigí hacia ahí para recuperarlos. Tenía miedo de que alguien se los robara, pero en cualquier caso iba a saber para qué lado se los llevaban.
Sin embargo, nadie se los robó. Cuando llegué estaban ahí. Los tomé con las manos y me los coloqué con cuidado. No conseguí ubicarlos bien de entrada. En el primer intento pude ver mi cerebro, y así supe que había puesto el ojo al revés. Después me aseguré de mirar hacia adelante cuando me los colocaba, y no tuve problemas.
Después de recuperar los ojos, me dí cuenta de que podía haberme quedado con uno suelto, para poder tener otra perspectiva. Tal vez hubiera sido práctico en algunas circunstancias. Pero ya lo había ubicado en el cráneo y me pareció que era riesgoso volverlo a sacar.
Ahora, cada vez que freno bruscamente al correr cierro los párpados.

Objeto sin nombre

Cuando corrió el rumor de que todavía existía un objeto sin nombre, todos los académicos del mundo corrieron a proponer uno. La estampida fue tan grande que algunos académicos mayores se cayeron y fueron pisados por los que venían atrás.
Rápidamente se formaron diferentes escuelas y los académicos, a medida que llegaban, se iban encolumnando en la posición que más les agradaba. Se destacaban los etimológicos, los creativos y los recicladores.
El objeto en cuestión era el pequeño anillo de plástico con tres patas que suele ser colocado en el medio de las pizzas antes de cerrar la caja que las contiene y sirve para evitar que la tapa de la caja entre en contacto con el queso. Extrañamente, habían pasado varias generaciones sin que ese objeto fuera debidamente nombrado. La explicación más aceptada para este curioso hecho era que cada académico asumió que tenía un nombre que no conocía, aunque son varios los que afirman que esos mismos académicos hubieran investigado el asunto pero tenían hambre.
En la asamblea de la Real Academia comenzó una ardua discusión en la que varias veces hubo que separar a académicos iracundos que querían resolver sus disputas a los golpes. Uno de ellos recibió un puñetazo en la nariz que lo hizo sangrar y como consecuencia se manchó la túnica negra.
El grupo de los recicladores, que solía estar en contra de los neologismos por considerar que ya había demasiadas palabras en circulación, propuso dar al objeto el nombre “tenedor”, como una nueva acepción de la palabra. Basaban su propuesta en las tres patas que pinchan comestibles.
Los creativos, que habitualmente se fastidiaban ante las propuestas de los recicladores, se fastidiaron. Entre gruñidos propusieron varios nombres que les resultaban atractivos, como “plique”, “catenillo”, “teloqui”, “plastín” o “secladio”. Existían divisiones en el grupo en cuanto a las preferencias, pero todos pensaban a votar a la que pareciera con más chances de ganar.
Los etimológicos, por su parte, favorecían el nombre “pizzacato” aunque, como era habitual, nadie los tomaba en serio. Se resignaron a ser una suerte de árbitros en la contienda entre los grupos mayoritarios. Algunos intentaron colarse entre los creativos y proponer su palabra a través de ellos.
Las discusiones duraron varias semanas sin que los académicos se pusieran de acuerdo. Los editores del DRAE estaban ansiosos por poder agregar la palabra a la nueva edición del diccionario, que tuvieron que atrasar.
Al arrancar el tercer mes sin adelanto (sólo se había eliminado “secladio”, por considerarse poco apropiado para el elemento a nombrar), dos miembros de la Asamblea Permanente de la RAE bajaron hasta las catacumbas del edificio de la Academia. Descendieron varios metros por una antigua escalera caracol de piedra hasta que llegaron a la morada del Académico Mayor, que se encontraba en sueño inducido artificialmente, con la idea de ser despertado sólo cuando fuera necesario.
Luego de algunas horas de esfuerzo lograron despertarlo y le explicaron la situación. El Académico Mayor pidió ver el objeto y también pidió algo de comer, así que le llevaron una pizza para que se inspirara mientras comía.
El Académico Mayor, luego de comer tres porciones de muzzarella, contempló el adminículo durante unos segundos, mientras acariciaba su larga barba blanca. Los miembros que lo habían ido a buscar lo admiraban en silencio.
De repente, el Académico Mayor levantó el objeto, vio sus tres patas y realizó un gesto de satisfacción. Pidió a los miembros que se le acercaran y dijo “esto es un trípode”.
Los miembros no osaron discutir con el Académico Mayor y se retiraron para permitirle seguir durmiendo. Le dejaron el resto de la pizza por si le daba hambre, y se dirigieron al salón de sesiones a terminar de una vez con la discusión.
Cuando anunciaron la decisión final del nombre y de quién venía, hubo en el recinto un suspiro de alivio y también una mueca de decepción general. Sólo los recicladores estaban contentos porque, por lo menos, se había usado una palabra que ya existía. Los demás se guardaron su frustración. Algunos intentaron objetar, pero no existía consenso para discutir al Académico Mayor.
Es por eso que aquel objeto hoy se llama “trípode”, y también es por eso que son pocos los que conocen ese nombre.

Pica la lengua

“En boca cerrada no entran moscas”, decía mi tía Matilde cuando tenía ganas de que me callara. No obstante, es un consejo válido. En efecto, cuando la boca está cerrada no puede entrar ninguna mosca.
Pero no siempre tengo en cuenta aquella frase. A veces me la olvido, sobre todo porque en general no es mi máxima prioridad evitar que entren moscas a mi boca. No suele haber mucho peligro de que ocurra. Pero ese día lamenté no haber estado atento.
No entró una mosca, pero sí un mosquito. Lo cual fue peor, porque revoloteó tranquilamente en la cavidad bucal. Una mosca es más grande, me hubiera dado cuenta más fácil y habría podido toserla o algo. Pero el mosquito, con bastante disimulo, pasó un rato largo dentro de mi boca y se alimentó de ella.
Me picó todo lo que pudo, hasta que la lengua me empezó a picar. En ese momento abrí la boca, y vi salir al mosquito con aires de satisfacción. Así como en boca cerrada no entran moscas, es también cierto que de boca cerrada no sale ningún insecto que pueda estar adentro. Así que ahora no sé si tenerla abierta o cerrada. Tal vez me convenga conseguir algún Tic Tac sabor repelente.
Ahora debía resolver el tema de la lengua. No podía rascármela con las uñas, quedaba bastante feo, inelegante. Pero tampoco podía esperar que la picazón pasara sola. Así que fui a la verdulería, compré frutillas y me calmé la lengua con su textura rugosa.

Aplauso fantasma

Me dolían las manos de tanto aplaudir. Pero continué aplaudiendo, porque lo que venía desde el escenario lo ameritaba. El entusiasmo me llevaba no sólo a aplaudir al final de las canciones, sino a batir las palmas durante el desarrollo de cada una.
Llegó un momento en el que, más que dolerme, dejé de sentir las palmas. Igual seguí aplaudiendo con el mismo entusiasmo, sin percatarme de que, de tanto aplaudir, había desintegrado las manos.
Mis brazos ahora terminaban en muñecas que se acercaban una a la otra sin llegar a tocarse. Sin embargo, yo seguía aplaudiendo. Aun cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, mi aplauso siguió vigente. Ya no hacía ruido, es cierto, pero yo aplaudía igual.

Perros en la calle

El paseaperros paseaba quince perros por el carril derecho de la avenida Pueyrredón. Con gran habilidad manejaba el trayecto de todos los canes, sin generar ningún ladrido de protesta por parte de ellos.
La protesta venía de un taxista que quería ocupar ese carril y no podía por la presencia de los peatones cuadrúpedos. Cuando paseaperros y taxista pararon en el semáforo, el conductor aprovechó para bajar la ventanilla y dar a conocer su opinión sobre lo que pasaba.
Esto generó airadas justificaciones por parte del paseaperros, que estaba trabajando igual que el taxista. Se produjo una discusión en la que no faltaron los insultos hacia ambos lados. Los dos creían tener razón, y por eso se profirieron amenazas de violencia, porque también creían tener la fuerza.
Cuando el paseaperros pronunció un “bajate y vas a ver cómo te hago de goma” el taxista estuvo tentado de aceptar la propuesta (la de bajarse). Pero después lo pensó un poco mejor, y se dio cuenta de que el paseaperros estaba armado con quince perros. Llegaba a soltarlos y se iba a ver en problemas. Así que optó por arrancar y alejarse, mientras insultaba genéricamente a todos los paseaperros.

El mosquito que no quería

“¿Qué soy, un hombre o un mosquito?” se preguntaba un mosquito. Después de un rato de introspección comprendió que no era un hombre. Y lo más importante, que nunca lo iba a ser.
El mosquito se entristeció. Pensó que no valía la pena su vida. No quería vivir a costa de otros seres. No quería ser un chupasangre. Soñaba con arar la tierra y vivir de sus cultivos, pero no tenía posibilidad de lograrlo. Sólo tenía destino de mosquito. Su vida se reducía a comer sangre y poner huevos.
La situación le pareció lamentable. El mosquito consideró las opciones que tenía, y encontró que no tenía ninguna. No podía dejar de ser lo que era. O, mejor dicho, no podía pasar de ser un mosquito a ser otra cosa. Por lo menos un perro, algún animal que se pudiera querer, algo.
Pero no. Era un mosquito, y no lo podía cambiar. Era su esencia. Terminaría sus días como mosquito indefectiblemente.
Entonces, ya que el final era el mismo sin importar lo que hiciera, le pareció que lo más razonable era adelantarlo. Decidió terminar con su vida. No valía la pena prolongar el sufrimiento.
Buscó un buen lugar para usarlo como destino. Revoloteó por la ciudad hasta que descubrió una pileta azul. Le hizo acordar al agua estancada donde había iniciado su vida, lleno de esperanza. Decidió que era la mejor manera de terminar.
Cuando se acercó, antes de impactar contra la superficie del agua, divisó los cuerpos de varios insectos que habían tomado la misma decisión. Todos irían a parar al mismo filtro. El mosquito, en su instante final, se sintió acompañado.