Bolsa de gatos

Primero fue una bolsa de pescado. Se le cayó a alguien que volvía de hacer compras, y quedó en la vereda esperando un uso. Los gatos, siempre atentos a las oportunidades, no se hicieron esperar.
Llegaron gatos de todas las direcciones y de todos los colores. Cada uno se hizo lugar en la bolsa para conseguir algo de pescado. Pronto, sin embargo, no hubo más comida. Los primeros gatos consumieron todo rápidamente. Pero seguía habiendo olor a pescado, entonces los gatos continuaban siendo atraídos.
Como consecuencia, los gatos que entraban a la bolsa buscando pescado encontraban otros gatos. Competencia. Era necesario deshacerse de ella, pensaban todos los gatos al mismo tiempo. Por eso se atacaban. Cada gato quería expulsar a todos los demás de la bolsa, así podía quedarse él solo con la comida inexistente cuyo olor todavía dominaba la escena.
Empezaron las mordeduras y los arañazos. También hubo gruñidos amenazadores. La bolsa se movía a la par del conflicto. El conjunto entero se trasladaba en diferentes direcciones, como una masa inconsistente. Pronto la bolsa se perdió de vista.
Sin embargo, el olor a pescado se mantenía. Eso atraía a más gatos al punto donde estaba la bolsa. Al llegar, todos se peleaban con todos, y se produjo un gran conflicto que pronto excedió la vereda. A medida que más gatos se sumaban al lugar de los hechos, la avenida se iba bloqueando. Los autos no podían pasar. Las bocinas se sumaban a los gruñidos. Los conductores se frustraban ante el bloqueo, y más tarde multiplicaban su frustración cuando sentían el olor a pescado que había justo en ese lugar.
El embotellamiento producido bloqueó la posibilidad de que más gatos se acercaran. Entonces, con el correr de las horas, al disiparse el olor, los gatos combativos se fueron dispersando. Así el tránsito pudo reanudarse y la normalidad volvió al barrio. Sin embargo, en otro barrio, donde había ido a parar la bolsa original que todavía contenía varios gatos, la bolsa volvió a impregnar una vereda y se renovó el incidente.

Texto doble y texto triple

Todos los textos son dobles. Está el texto escrito y el texto leído, que no son la misma cosa. Cada texto son dos, que pueden ser muy similares y hasta iguales, pero están separados por una capa de tiempo, espacio y mente.
No existe el texto simple. O sí existe en forma inútil. Es el texto sin lector, que podría no existir y sería lo mismo. Es casi un absurdo la noción de texto de una sola capa.
En muchos casos los textos son bañados con las aspiraciones de quien los lee, o quien los escribe, que les hacen decir cosas que no dicen. Les dan otro sabor, distinto de lo que les da la estructura. En muchos casos es ese sabor el que el lector, o el escritor, busca en el texto. Lo demás está para proveer sostén al sabor.
Es que los textos se parecen mucho a los alfajores. Sobre todo los textos buenos, los más redondos. Se pueden leer rápido. Algunos tratan de saborearlos, de hacerlos durar, pero un texto bueno suele agotarse antes de saciar al lector. Leerlo dos veces, sin embargo, equivale a comer dos alfajores iguales, es demasiado, es muy empalagoso. Conviene la variedad.
Además de la variedad, es recomendable la calidad. Los mejores textos son artesanales, aunque se usen materiales modernos en su confección. Un texto que podría ser escupido por una máquina puede ser disfrutable, pero cuando se lee uno realmente bueno se nota la diferencia.
Hay ciudades que tienen gran tradición literaria, y que cuando se las visita es menester volver con una buena selección de libros. Pero hay que tener cuidado, porque en esas ciudades hay también trampas turísticas que venden cualquier cosa, amparados en la tradición de la ciudad. En cualquier lado es necesario saber lo que se compra. Igual, es cada vez más fácil comprar en cualquier parte textos de cualquier otra.
Por eso son necesarias las traducciones. Pero su existencia genera un efecto. Ya no es un texto doble. Está lo que escribió el autor, lo que interpretó el traductor y lo que lee el lector. Es un texto triple por lo menos, y en el medio hay capas de distintas cosas, que varían según el texto y la traducción.
Los textos triples, al igual que los alfajores, proveen un sinnúmero de texturas diferentes y las personas, cuando los prueban, siempre quieren más.

Nombres descriptivos

Cuando se inventó el automóvil, no se usó demasiada creatividad para ponerle un nombre. Sólo era una descripción de lo que la máquina hacía: moverse sola. Resultó un nombre exitoso porque precisamente ésa era la novedad. Aunque lo que fue exitoso no fue necesariamente el nombre sino el invento. Seguramente hubiera vendido la misma cantidad si se hubiera llamado “sinequino”, “terteo” o “Rodolfo”.
La costumbre de ese nombre siguió siendo adoptada en muchos artefactos de uso cotidiano, como el lavarropas o el quitaesmalte. Aunque no sea creativo, es innegablemente un recurso muy práctico.
Otra consecuencia de la invención del auto fue que la velocidad alcanzada generaba una corriente de aire molesta para el conductor y los acompañantes. Entonces se incorporó al invento un vidrio transparente, que permitía ver adelante y, además, paraba esa inconveniente brisa. Se le puso, entonces, el nombre “parabrisas”.
El parabrisas, sin embargo, pronto tuvo sus propios inconvenientes. Se ensuciaba, sobre todo los días de lluvia. Fue necesario inventar un dispositivo para limpiarlo. Y así como el lavarropas lava la ropa, para limpiar el parabrisas se usa el “limpiaparabrisas”.
Todos estos inventos fueron muy exitosos, porque eran necesarios. Nadie quiere comprar un limpiaparabrisas, pero para tener un auto se necesita parar la brisa y ver a través del dispositivo que lo hace. Entonces el limpiaparabrisas se volvió estándar en todos los autos.
Pero no se terminaron con él los problemas. El limpiaparabrisas también se ensucia. Entonces los autos empezaron a venir con un dispositivo para lavarlo. Se denomina “lavalimpiaparabrisas”, pero se lo conoce informalmente como “sapito”.

Charlando con el verde

Estaba acá sentado, sin molestar a nadie, cuando se hizo presente una criatura verde, con una antena roja y una amarilla.
“Hola”, me dijo.
No tenía muchas ganas de hacerle caso, entonces lo ignoré. Pero él insistió.
“Hola, soy Segismundo”, me dijo y ya que estaba agregó una pregunta: “¿y vos?”
“Puta, me parece que voy a tener que darle charla”, pensé. Entonces decidí hacer caso y le contesté. “Soy Roberto”.
Pero Segismundo no recibió la respuesta con el entusiasmo que esperaba. “No te sientas obligado a darme charla”, me dijo.
Me llamó la atención su comentario. Era muy parecido a lo que había pensado. ¿Podía leerme el pensamiento?
“Exacto, puedo leerte el pensamiento”, contestó Segismundo sin que se lo preguntara.
“La puta, la puta”, pensé, pero me calmó. “No te preocupes, entiendo perfectamente lo que sentís, en general a los terrícolas les molesta que lea su pensamiento. Lo que pasa es que es la mejor forma de comunicarme, porque la gente miente cuando habla”.
Eso era cierto, y lo acababa de hacer. Sin embargo, hay muchas cosas que no quiero que se entere nadie y por eso no las digo.
“Es lógico que todo eso que estás pensando no quieras que los demás se enteren, pero no tenés por qué alarmarte. Olvido rápido la información irrelevante”.
Pensé entonces qué podía ser relevante para una criatura así, y qué no. También me pregunté qué hacía acá conmigo. Pero no tuvo una respuesta para eso.
“La verdad, estoy acá de casualidad, estaba explorando un poco tu planeta y vine a dar a tu casa. Sos el primero que contacto. ¿Sos un ejemplar típico de tu especie?”
Lo pensé un momento y le contesté “no sé”.
“¿Por qué? ¿Cómo son los ejemplares típicos?” Tampoco sabía eso. Si lo hubiera sabido habría podido enterarme de si yo era uno.
Segismundo entendió. Le pareció razonable, incluso. Me preguntó entonces dónde podía encontrar a alguien típico. Le contesté que fuera a las provincias a buscar algún gaucho, que son los personajes típicos de este país aunque yo nunca me haya topado con uno. Pero antes de eso pensé “en el zoológico”, porque yo a veces tiendo a pensar idioteces antes de contestar algo en serio.
Segismundo se alegró. “Sí, los zoológicos están llenos de gente típica en todo el Universo. Lo único que hay que hacer es mirar fuera de las jaulas”.
Me ofreció acompañarlo, y pensé que podía ser interesante. Sin embargo, antes de contestarle me encontré en un vehículo con él. No era una nave espacial, sino el 118, que iba para el lado de Plaza Italia. Claramente se había metido en mi mente y había pensado cómo ir al zoológico.
“No fue así, sólo consulté la guía de la Tierra que traje acá”. “OK”, pensé, mejor que hiciera eso. Le pregunté si tenía plata para pagar la entrada, pero me dijo que no iba a hacer falta. Así como habíamos entrado en el 118, podíamos entrar al zoológico. Total, no íbamos a ver animales, íbamos a ver humanos.
“Para eso nos podemos parar en la puerta”, pensé y dije a coro. Y me contestó que sí, que podía ser, y de paso veíamos a la gente que no entraba al zoológico. Todavía no lo había decidido. Ya me enteraría.
En ese momento llegamos a Plaza Once y el colectivo se vació para luego llenarse. Segismundo se fascinó, porque entró un montón de gente que le causaba curiosidad. Entonces salió de su asiento y se trepó a las paredes usando sus dedos con ventosa. De inmediato alguien se sentó en su lugar, sin darse cuenta de que estaba lleno de una sustancia verde pegajosa. Por eso yo no me había movido ahí, habitualmente cuando estoy del lado del pasillo y el de la ventanilla se va, yo me corro para dejar pasar más fácilmente a otra persona y también para mirar al exterior. Pero esta vez no lo había hecho precisamente por esa razón, y la persona que se sentó me miró mal primero por haber tenido que esquivarme, y después por no haberle avisado de lo que pasaba. Yo le había avisado con el pensamiento, sin darme cuenta de que no lo iba a poder escuchar. Entonces le puse cara de pedirle disculpas.
Segismundo, en tanto, se me perdió de vista. Cuando llegamos a Plaza Italia no lo vi más, entonces seguí viaje, por las dudas que volviera. Pero en Puente Pacífico llegó un inspector, que comprobó que no tenía boleto y me tuve que bajar.
Así fue que perdí a Segismundo, y también fue así como no pude entrar a casa, porque no se dio cuenta de traer conmigo la llave. Pero cuando me abra, señor cerrajero, podré pagarle. La plata la tengo en casa.

Vintage Coke

El World of Coca-Cola de Atlanta no es sólo una atracción turística. Es un museo con todas las letras, donde estudiosos de todo el mundo concurren para obtener una sabiduría más completa sobre la Coca-Cola y otros productos de la misma compañía. La biblioteca del museo alberga toda clase de documentos históricos que pueden ser consultados por cualquier persona que posea las credenciales adecuadas.
La exhibición de envases y avisos de Coca-Cola que está disponible para el público en general es sólo una porción del material con el que cuenta el museo. Los salones de investigación tienen muchos elementos que aún no han sido inspeccionados por expertos. A cada paso aparece un descubrimiento nuevo. Un logo rechazado de la época del origen de la gaseosa. Un aviso olvidado por su contenido racista. Experimentos de envases. Fórmulas alternativas.
No es raro encontrar alguna novedad. Lo que sí es raro es que se abra una puerta escondida y aparezca una bodega con botellas envasadas en 1912, aún llenas, tapadas y con gas. Esto ocurrió el año pasado y el movimiento del museo se revolucionó gracias al hallazgo de Coca-Cola original de un siglo de antigüedad.
Las autoridades de la Coca-Cola Company, al enterarse del descubrimiento, tomaron cartas en el asunto. Muchos investigadores querían abrir las botellas para hacer experimentos químicos, o incluso probar el contenido. Las autoridades bloquearon el acceso a la bodega, pero se filtró la información de que algunas botellas fueron retiradas subrepticiamente por investigadores, que las sirvieron en funciones privadas. Corrió el rumor de que el sabor de la Coca centenaria era extraordinario. Que el paso del tiempo, siempre que no se perdiera el gas, mejoraba la gaseosa como ningún químico podía.
Los rumores fueron desmentidos, pero siguieron propagándose. Cobraron tanta fuerza que las autoridades se vieron obligadas a hacer algo. Se decidió organizar un concurso para que unos pocos privilegiados tuvieran el placer de probar la bebida añeja. Sólo una porción mínima de la bodega fue destinada a los gandaores del concurso. Varias botellas quedaron en el museo. Resultó la parte de más demanda del complejo, y el miedo al vandalismo hizo que fueran exhibidas detrás de un vidrio reforzado, como la Gioconda.
También se convocó a un panel de cocacólogos de renombre para que dieran su veredicto respecto del sabor. Ellos confirmaron los rumores: “nunca probé algo semejante”, afirmó el presidente del panel. El Laboratorio de la compañía fue encargado de replicar químicamente el sabor para el lanzamiento de la Vintage Coke, versión de lujo de la Coca-Cola destinada a mercados de alta gama. Pero se determinó que el sabor estaba dado por el decaimiento de las partículas que formaban la bebida original, que era prácticamente la misma que se vendía actualmente. Para replicar el sabor, hacía falta confeccionar la bebida nueva con partículas ya decaídas, que eran difíciles de conseguir y ensamblar, porque no necesariamente tenían las mismas propiedades que las originales.
Se debió abandonar el proyecto, pero fue reemplazado por otro más ambicioso a largo plazo. A partir de ahora, cada año se guardará una parte de la producción de Coca-Cola en una bodega especialmente ambientada. La bebida no se guardará en botellas, como antes, sino en barriles de vidrio herméticos, porque el consenso entre los cocacólogos es que el envase de vidrio es el que mejor conserva el sabor de la bebida. Cuando pase suficiente tiempo, se lanzará al mercado la Vintage Coke. Cada botella (o el envase que se use en ese momento) estará marcada con el año de origen de la bebida que contenga, lo que permitirá disfrutar a las futuras generaciones de la Coca-Cola añeja, a la que hoy tienen acceso sólo unso pocos privilegiados.

Bola de sangre

Ya me había acostado. Estaba por dormirme cuando cerca de mis ojos sentí el zumbido negro de un mosquito. La visión me despertó un poco, pero no lo suficiente como para despabilarme. Intenté, sin embargo, matarlo, sin conseguirlo. Como estaba casi dormido, decidí correr el riesgo de que se hiciera un festín.
Amanecí lleno de ronchas. Me picaba todo el cuerpo, incluso las partes que estaban tapadas. Evidentemente el mosquito se había metido entre las sábanas. Al levantarme, aún confundido por la somnolencia y los arañazos que me hice al rascarme, divisé en un rincón un punto rojo. Creí que era mi visión deformada, pero el punto se movía. Era el mosquito, que se había hecho tal banquete que había engordado hasta llegar a como diez veces su tamaño normal.
Se movía con dificultad, sin poder levantar mucho vuelo. Claramente, sus alas no estaban preparadas para sostener tanto peso. En un rápido despabilamiento, supe que tenía que matarlo. Aunque se había alimentado suficiente, se veía que no iba a dejar de comer cuando estuviera satisfecho. Podía seguir picándome, aunque sólo los pies y las pantorrillas. Se trataba de un mosquito glotón.
Entonces me acerqué más o menos sigilosamente. No era necesaria mucha sutileza, porque no tenía agilidad para escaparse. Además, requería muy poca precisión. Por eso lo pude aplastar sin dificultades. Pero debí haberlo pensado mejor, porque ahora en toda la pared hay un enorme manchón rojo.

El loco

Jerónimo era distinto. No se comportaba como el resto de la sociedad. La sociedad, entonces, lo miraba con extrañeza. No adaptarse a las prioridades y los gustos del resto de la gente era algo que Jerónimo pagaba caro. Pero no lo hacía a propósito. Él no se daba cuenta de que su manera de ser era distinta de la de los demás. Se limitaba a ser él.
Sin embargo, la sociedad le reclamaba que fuera más parecido al resto. No se lo reclamaba directamente, sino que se le enviaba un mensaje que Jerónimo nunca captaba, porque no le importaba lo que pensaran los demás. No tenía ninguna intención de hacerles daño, pero sólo le interesaba lo que pensaba Jerónimo. Y como él pensaba distinto que la mayoría, terminaba comportándose de manera excéntrica.
Pero la sociedad no lo veía como excéntrico, sino como peligroso. Entonces lo confinaron a un manicomio. Ahí estaría bien, pensaron. Estaría contenido, y tendría todas las chances de hacer todo lo que le gustaba hacer sin molestar a los demás con sus prioridades desviadas de la corriente.
Jerónimo no quería ir al manicomio. No paraba de decir que era sólo diferente. Y una vez adentro, lo comprobó. También era diferente entre los internados. De haber estado loco, sería igual que los demás, pensó. Sin embargo, los otros tenían prioridades que a él no le interesaban. Dentro del manicomio funcionaba una pequeña sociedad, de la que tampoco tenía ganas de formar parte.
Entonces Jerónimo volvió a salirse de la media. Seguía siendo el distinto. La situación forzó a las autoridades del manicomio a hacer un análisis, para ver si la determinación de internarlo había sido correcta. Y encontraron que sí, que todo indicaba que Jerónimo estaba loco.
Pero, ¿cómo se explicaba la marcada diferencia con los demás? Las autoridades decidieron hacer una evaluación general. Y encontraron que se habían equivocado. Los demás no estaban locos. Tal vez lo habían estado, pero ya eran personas normales.
Entonces los demás fueron liberados. En el manicomio sólo quedó Jerónimo, el único loco.

Las palomas no me quieren

Cada vez que me acerco a una paloma, sale volando. Apenas me ven, por más amistosos que sean mis gestos, se horrorizan y escapan a toda velocidad. No entienden que no les quiero hacer nada. Asumen, prejuiciosas, que mis intenciones son hostiles.
Esa opinión sobre mí es unánime entre todas las palomas con las que he intentado entablar algún tipo de vínculo. Ni siquiera expresan el rechazo. Sólo se van, indiferentes, pero me doy cuenta de que se van por mi presencia. Tal vez para ellas huela mal.
A veces trato de ir de otra manera, llevándoles algo de comer. Es un fracaso igual. En general no hacen caso, están muy ocupadas escapándose como para darse cuenta de que pueden obtener un delicioso grano de maíz. En algunas plazas, sin embargo, he logrado que vinieran a comerlo. Pero una vez que lo consiguen, se vuelven a ir. Es evidente que lo que les importa es la comida, no yo.
Me hacen sentir insignificante. Si no soy nada para una paloma, ¿por qué voy a ser algo para una persona? Me gustaría conseguir que se quedaran cerca, me conocieran, tomáramos confianza. Alcanzar a ponerles nombres. Verlas volar no por miedo, sino por libertad.
Pero me lo niegan. Palomas de mierda.

Bandera roja

Ella esperaba en la esquina que el semáforo se pusiera rojo. El caudal de tránsito de la avenida le aseguraba público. Cuando llegaba su turno, se colocaba en el centro de la senda peatonal, mirando hacia el tránsito, y empezaba a hacer bailar sus dos banderas rojas.
Su gran habilidad permitía un despliegue vivo de formas efímeras. Una sucesión de ilusiones ópticas. Las banderas se cruzaban, cambiaban de mano, flameaban, formaban estelas de color. El viento, al soplar, modificaba el recorrido de la tela de forma tal que no había dos espectáculos iguales.
Ella daba por terminado el show poco antes de que el semáforo cortara. Ya sabía el tiempo. Luego pedía una colaboración a los espectadores. Algunos le daban, otros no. A ella no le importaba. Lo que quería era desplegar su habilidad, su arte. Sacarlo a la calle.
Un día, entre todos los camiones que circulaban por la avenida, se detuvo en el semáforo uno que transportaba ganado. El conductor estaba ansioso. Tocaba bocina no para que ella se corriera, sino para expresar su desagrado ante la necesidad de detenerse en el semáforo. Cuando escuchaban la bocina, las vacas acompañaban con mugidos.
Pero una de las vacas, que en realidad era un toro, esa vez no dijo nada. Se quedó mirando las ondas que producía la artista callejera con las banderas rojas. Estaba estupefacto. Cuando terminó, no pudo aplaudir ni darle una moneda, pero se la quedó mirando, esperando más. El camión arrancó poco después. El toro seguía mirándola. Veía cómo se alejaba.
Hasta que tomó la decisión de no dejarse ir. Sacó del paso a las otras vacas, e irrumpió sobre la puerta del camión. Con su gran fuerza, agujereó la carrocería, atravesó el hueco y corrió hacia las banderas rojas.
La artista tuvo algo de miedo al verlo correr, pero no huyó. El instinto la llevó a atraerlo con su herramienta de trabajo. Se produjo un juego entre los dos. El toro quería agarrar las banderas, como si fueran sortijas de una calesita. Ella lo tentaba, y cuando el toro pasaba de largo, lo volvía a tentar.
Ella quiso dar por terminado el juego cuando el semáforo estuvo por cortar, pero el toro no lo aceptó. El toro se trasladó con ella a la vereda. Desde la calle, los automovilistas, impresionados, bajaron los vidrios para aplaudirla desde lejos, hasta que el semáforo volvió al verde y se fueron.
Quedaron ella y el toro en la vereda, en un tiempo muerto hasta el siguiente turno. Ella dejó de flamear. Pero el toro seguía entusiasmado. Arrastraba sus patas sobre las baldosas para que ella volviera a agitar el rojo. Mientras, inhalaba y exhalaba mediante sus enormes fosas nasales.
Ella, entonces, aflojó. Tomó la bandera y empezó a agitarla. Y se quedaron así durante horas. Ella manejaba la tela, el toro con los cuernos iba hacia ella. Luego retrocedía, y volvían a empezar.

Contorsionistas de supermercado

Los contorsionistas hacen sus prácticas más exigentes en el supermercado. Les gusta exponerse al riesgo, que el público los vea hacer sus ejercicios, crear nuevas pruebas en escenarios sin red.
Por eso van en los horarios más concurridos. Toman un carrito y, antes de entrar, ejercen presión sobre las ruedas delanteras hasta que quedan trabadas. De esta manera, el carrito no obedecerá sus movimientos. Entran así al salón de ventas.
Una vez adentro, tienen un itinerario. Pero como el carro está trabado, no los deja ir. Ahí empiezan sus ejercicios de contorsión. Como el carro está fijo, ellos tienen que compensar el movimiento con su cuerpo. De esta manera, tanto ellos como los carritos terminarán tomando la dirección elegida. Su cuerpo, mientras tanto, tomará las formas más extrañas.
Deben hacer esto sin chocarse con otros carritos ni otras personas. Ahí está el mayor nivel de dificultad, porque muchos clientes de supermercado son impredecibles. Deben moverse a la mayor velocidad posible, pero dejando un margen para cambiar la dirección de su cuerpo sin previo aviso, y sin cambiar la dirección del conjunto cuerpo+carrito.
Hacen esto por las diferentes góndolas. Después dejan los carros en el lugar correspondiente. Es por eso que hay tantos carritos con las ruedas trabadas. Son los que usaron los contorsionistas para graduarse mientras, de paso, hacían las compras.