La sombra del grano

A pesar del placer que siempre me causó, me dijo el dermatólogo que reventar granos no es bueno para la piel. Parece que los cráteres que es tan divertido provocar son una puerta de entrada a toda clase de gérmenes, y además la piel queda debilitada. Si quiero evitar las arrugas tempranas, me dijo, debo evitar reventarme los granos. Aunque sea tentador, tengo que permitir que sigan su curso natural.
Por eso no lo reventé. Sin embargo, su curso natural no fue el que esperaba. En lugar de crecer durante un par de días para luego reducirse hacia el olvido, no paró de crecer. El primer día medía un milímetro de ancho. El segundo día un centímetro. El quinto día un metro.
La gente me preguntaba si estaba inflando un globo. Pero muy rápido la gente me dejó de preguntar cosas. Empezaron a alejarse de mí. Volvían su mirada para no verme. Los que estaban entre el grano y yo no necesitaban hacerlo, porque una superficie amarillenta les interrumpía la visual. No parecía un grano, y menos parecía estar unido a una persona, entonces no les impresionaba tanto. Pero al acercarse se daban cuenta y ponían una cara de asco a la que nunca me pude acostumbrar.
Llamé por teléfono al dermatólogo. Me dijo que en todo caso me aplicara alguna pomada para el acné. Pero no tenía cómo hacerlo, porque el largo de mis brazos ya no alcanzaba, y no tenía cerca a nadie que se animara a tocarme.
Decidí que tenía que salir a buscar ayuda. A pesar de que la gente en la calle se impresionaba, era mi única opción. Debía ir al hospital más cercano para que un profesional, habiendo tomado su juramento hipocrático, se ocupara de mí. Salí con dificultad. Transité la puerta y me dispuse a caminar lentamente por la calle. No sabía caminar bien con semejante peso al costado de mi cuerpo, entonces me bamboleaba más que lo habitual.
Estaba tan concentrado en mantener el equilibrio, que no me fijé en el camino. Y en una baldosa que faltaba, me tropecé. Caí de grano al suelo. La protuberancia amortiguó la caída, pero la débil superficie cedió en ese momento. Me vi sumergido en un mar de pus, que me trasladó calle abajo. Tenía miedo de caer en la boca de lluvia, pero había demasiada basura para que eso sucediera. En su lugar, el trayecto me llevó al cordón de la vereda, donde por el rozamiento fui perdiendo pus.
Al rato me vi liberado. Ya no tenía el grano, sólo quedaba una estela que marcaba el camino que había hecho, y la gente que miraba lo que había pasado. Volví a casa contento, y decidí cambiar de dermatólogo.

Abajo las piernas

Las piernas están para sostenernos. Los pies son la terminación de las piernas, y su forma es uno de los factores que nos mantienen estables cuando estamos parados. Todo ese sistema de extremidades, que tiene a algunos de los huesos más largos de todo el cuerpo, sirve para poder pararnos. Para que estemos levemente lejos del suelo. Sin embargo, estamos separados del suelo. Seguimos pegados a él, porque las piernas y los pies no dejan de ser parte de nosotros.
Las piernas no son imprescindibles. Los pies son más necesarios que las piernas. Por algo nos ponemos de pie, no nos ponemos de piernas. Las piernas se limitan a sostenernos. Pero para que el sistema funcione, tenemos que cuidarlas, nutrirlas. Debemos sostenerlas para que nos sostengan. Es decir que las piernas tienen un costo, que sólo se justifica si las usamos.
Podríamos pensar, entonces, que tenemos que caminar y correr mucho. Pero no es así. El resto del cuerpo también tiene un costo. El corazón, por ejemplo, debe ser mantenido. Y ése sí es imprescindible. Y mientras más corremos, más se molesta. Amortizar las piernas trae gastos colaterales en el resto del organismo, que pueden ser más grandes que la pérdida ocasionada por el poco uso de las piernas.
Puede llegar el momento en el que las piernas sean superfluas. En el que sea más conveniente deshacernos de ellas. Someternos a operaciones que nos las extirpen, nos vuelvan a colocar los pies, y quedar ETéreos. Los movimientos de traslado pueden ser trabajo para máquinas mucho más eficientes que extremidades construidas mediante mutaciones sucesivas.
Si eso ocurre, las partes básicas del cuerpo, las que permiten la supervivencia, quedarían intactas. No sólo eso: serían más eficientes. Ya no tendrían que suplir a las piernas. Entonces necesitaríamos menos alimento, y menos tiempo para distribuirlo a todo el cuerpo. Haría un aporte a la reducción de nuestra demanda energética. Reduciría, si no las huellas de verdad, nuestra huella de carbono.
Para llegar a esta situación no sólo es necesaria la tecnología médica correspondiente, sino también el consenso de la población. Si una sola persona se saca las piernas, quedaría con una gran desventaja respecto de los demás. Hace falta llegar a una masa crítica de despiernados que marquen el rumbo de la sociedad.
Está claro que es difícil. Todo cambio social siempre lo es. Pero una vez lograda esa masa crítica, los demás no tendrán alternativa que seguirlos. Toda la infraestructura va a estar pensada para gente sin piernas, y los que las tengan serán discapacitados. Gigantes deformes que deberán adaptarse, o se verán excluidos de la sociedad.

Cuatro ojos

Los compañeros de escuela de Franco eran amigos de llamar a la gente por sus características más salientes y por eso lo apodaban “cuatro ojos”. Franco no daba bola pero eso no impedía que continuara la aplicación del apodo, cuyos proponentes consideraban muy ingenioso.
Un día el oculista le recetó anteojos, y cuando Franco apareció en la escuela usándolos sus compañeros se rieron y empezaron a apodarlo “seis ojos”.
Cuando Franco empezó a usar lentes de contacto en los ojos que no llevaban anteojos supuso que le iban a empezar a decir “ocho ojos”, pero sus compañeros no se dieron cuenta (los compañeros de Franco no eran muy brillantes) y continuaron diciéndole “seis ojos”. Hasta que en una oportunidad Franco perdió una de las lentes en la clase de gimnasia. Eso hizo que le dijeran “siete ojos”, y cuando la encontró el apodo pasó a ser el esperado “ocho ojos”.
Esto continuó hasta que el problema de su vista se agudizó y el oftalmólogo le recetó bifocales, provocando una nueva actualización del apodo, que quedó en “diez ojos”. Y fue “doce ojos” cuando Franco abandonó las lentes de contacto y empezó a usar anteojos en su segundo par. Fue cuando se inventó un dispositivo que hacía que la nariz pudiera sostener dos pares de anteojos al mismo tiempo. Pero esto era incorrecto, porque el par de anteojos había reemplazado a las lentes sin que se dejaran de contar estas últimas para el apodo. Él explicó este hecho y sus compañeros volvieron el apodo a “diez ojos”.
Esto duró hasta que el deterioro de su visión fue tal que necesitó bifocales también en el otro par de ojos, por lo que volvió su par a “doce ojos”, esta vez más cercano a la realidad.
Llegó un momento en el que la cantidad de correcciones para su vista se le hizo insoportable y decidió hacerse cirugía láser. Había esperado hasta ese momento porque la obra social sólo le cubría dos de sus ojos, y había tenido que ahorrar dinero para poder hacerse la operación de una sola vez. Pero valió la pena porque cuando volvió a la escuela sus compañeros, decepcionados, tuvieron que volver a decirle “cuatro ojos”.
Durante el resto de sus años escolares Franco siguió recibiendo el apodo e ignorándolo. Incluso sus compañeros creían adivinar una mueca sonriente cuando se lo decían, pero su visión estereoscópica no les permitía percibir los gestos de Franco con la precisión requerida. Y efectivamente Franco sonreía. Sonreía porque el apodo que le ponían revelaba que sus compañeros nunca se habían dado cuenta de la existencia de los dos pares de ojos que Franco tenía en la nuca.