Suelta de globos

Un grupo de globos permanecía en el mismo lugar. Todos tendían a elevarse, pero cada uno tenía un hilo que lo sostenía. Los hilos convergían en un caño, donde un nudo común sujetaba a todos.
Los globos se mantenían más o menos en el mismo lugar, sólo empujados por las suaves corrientes de aire. Ocasionalmente, alguna persona pasaba cerca y en su camino chocaba contra los globos. Eso hacía que se movieran todos, como si se barajaran, y cambiaba la posición general. Así se conocían, y veían que sus distintos colores no impedían un objetivo común.
Querían ir hacia arriba. No necesariamente todos juntos, ni hacia el mismo lugar, pero no querían seguir trabados por fuerzas externas. Buscaban liberarse, y cada vez que algo los movía intentaban destrabar el nudo. Pero estos esfuerzos no siempre eran fructíferos. A veces los nudos se trababan más.
Los globos no se desanimaban ante la adversidad. Estaban inflados con optimismo. Uno o dos, sin embargo, se permitieron vencer. Dejaron ir las ganas, y al desanimarse se fueron hacia abajo. Quedaron irreconocibles, putrefactos y oscuros.
El nudo común no era infranqueable. Cada tanto algún globo se escapaba. Pero, como eran vigilados de cerca, rápidamente los guardias lo volvían a su lugar y reforzaban la atadura. Entonces los globos regresaban a su posición anterior, decepcionados pero no vencidos.
Estaba claro que la salida era colectiva. A pesar de sus diferencias, tenían que unirse para poder salir todos juntos hacia el cielo. Debían cooperar, aunque no estaba necesariamente en su naturaleza hacerlo. Comenzaron movimientos sutiles con este objetivo. De a poco, los hilos que llegaban al nudo fueron desenganchándose. Lo hacían despacio, con paciencia, de manera de no alertar a la vigilancia.
Los globos se movían como si hubiera una brisa. Uno a uno, se iban liberando. Pero no se quedaban. Sus hilos daban una vuelta al caño hasta llegar al momento en el que todos estuvieran en condiciones de irse. Si alguno se iba antes de tiempo, iba a arruinar el escape de todos.
Así, cuando fue el momento, todos los globos se elevaron al mismo tiempo. Lo hicieron a una velocidad no muy alta, pero con tanta sorpresa que los guardias demoraron su reacción. Intentaron tomar algunos por el hilo, y aunque tocaron un par de cuerdas, se les escurrieron de los dedos.
Los globos, libres por fin, se mantuvieron juntos durante algunos metros y después se desperdigaron por todo el cielo de la ciudad. Exploraron individualmente, haciendo cada uno su camino. Cada tanto un par de globos se encontraban, y con dos o tres rebotes celebraban la unión que permitió su libertad.

La casa de sus sueños

El edificio era pionero, se destacaba en un barrio de casas bajas. Desde sus doce pisos se podía ver la ciudad entera, y de noche las luces ofrecían un espectáculo vistoso. Pero al edificio no le interesaba el resto de la ciudad. Tenía su mirada puesta en la casa de al lado.
Desde que el edificio había alcanzado cierta altura, la casa lo había impactado. Esas tejas rojas, de un rojo que no se veía en ninguna otra parte de la ciudad. Ese tanque de agua. Esa medianera que lo rozaba permanentemente.
El edificio suspiraba por la casa, pero no podía hacer nada. Estaba enraizado en sus cimientos, que se incrustaban en el suelo para hacerlo inmóvil. La casa no miraba al edificio. Miraba hacia la calle, como esperando a alguien que le prestara atención. El edificio no sabía cómo hacer para que la casa se diera cuenta de lo que tenía al lado.
A veces, desde las ventanas del edificio, sus ocupantes tiraban cosas que daban a parar al patio. La casa se sentía agredida, y al edificio le daba vergüenza. Sus copropietarios no eran de su agrado. Prefería ser habitado por la casa. Tenía lugar para ella. El edificio era grande. Pero la casa no estaba a su altura. Se quedaba en una visión corta, sin dimensión de los verdaderos sentimientos del edificio.
Un día, el edificio percibió movimientos. La casa vibraba. Lo sentía en la medianera. Desde arriba vio que la casa había sido rodeada por unas maderas. Varios hombres la recorrían. Algunos se subieron a la terraza. La casa empezó a cambiar de color. El edificio no entendía bien, hasta que en un momento se dio cuenta de que se trataba de una demolición.
El edificio, desconsolado, hizo todo lo que pudo. Pero no podía hacer nada. Cada ruido que sentía, cada golpe de martillo, cada partícula de humo lo dañaba. En pocos días, la casa no estaba más. En su lugar había un gran agujero.
Y pronto el agujero se llenó. Lentamente se fue erigiendo un edificio muy similar a él. No paró hasta llegar a su altura. Cuando estuvo terminado, se notó que eran edificios gemelos. El primer edificio no quiso saber de nada. Empezó a quejarse, a funcionar mal. Las paredes se llenaron de humedad, los ascensores dejaron de funcionar, algunos balcones se cayeron.
Los arquitectos creían que se trataba de un caso de celos del primogénito, pero no era así. El edificio extrañaba a la casa. No le gustaba que la hubieran reemplazado con algo igual a lo que era él, pero tampoco le habría gustado que la reemplazaran con otra cosa. Se iba a poner en contra de lo que fuera que estaba ahí.
El primer edificio entró en depresión. Los departamentos se incendiaban sin ningún motivo. La instalación eléctrica hacía cortos. El agua salía marrón por las hornallas. Pronto, el edificio debió ser evacuado para que los arquitectos e ingenieros pudieran averiguar qué era lo que estaba pasando.
Pero no les dio tiempo. Una vez que no hubo nadie, el edificio se dejó vencer por su depresión. Se apoyó en su gemelo, y se dejó caer hacia él. Ambos se destruyeron, y hoy los restos de ambos descansan junto a los de la casa.

El refugio del mosquito

El mosquito era vivo. Sabía conseguir lo que quería. Quería, sobre todo, seguir estando vivo. Sabía que ésa era la única forma de lograr su otro objetivo: comer sangre ajena, que a su vez le permitiría seguir vivo.
Pero las personas no quieren dar su sangre, ni siquiera una porción minúscula, salvo a alguna causa que les guste y las haga sentir bien. Por eso suelen resistir los intentos de que se la extraigan a la fuerza. El mosquito sabía que sus intentos de alimentarse iban a ser recibidos con hostilidad. Debía desarrollar una estrategia para mejorar sus posibilidades de evitar un aplastamiento definitivo.
Decidió que lo mejor era actuar en las sombras. Era muy popular entre los mosquitos aparecer por la noche, porque la ausencia de luz disimula su presencia y facilita el escape furtivo. Pero ya no era suficiente con esperar hasta la noche, porque el hombre había inventado la noche iluminada. Eso no le servía al mosquito.
Se dedicó a observar el comportamiento de la gente ante otros mosquitos. Y vio que muchos usaban las manos para aplastarlos. Incluso, eran capaces de darse un buen golpe a sí mismos con el objetivo de detener a los mosquitos. Los cuerpos eran descartados posteriormente, aunque por unos instantes quedaba como una mancha en el lugar del impacto. A veces eran acompañados también por su carga de sangre, que manchaba de rojo a la persona que lograba acabar con una jornada exitosa.
Entonces le pareció que era necesario concentrarse en las áreas de los cuerpos donde las manos no estaban tan al alcance. Los tobillos eran candidatos apropiados, porque aunque no tuvieran mucha carne sí contenían cantidades adecuadas de sangre. También las espaldas ofrecían una buena oportunidad, aunque el mosquito que acudiera a una espalda descubierta podía quedar a merced de una segunda persona solidaria. En cualquier caso, había que tener cuidado.
Pero no sólo las personas mataban a los mosquitos que las amenazaban directamente. El mosquito se dio cuenta de que sabían comprender las acciones de los mosquitos, incluso cuando no las estaban realizando. Pero vio que el cuerpo del mosquito no era tan fácil de remover completamente de las paredes.
Lo que el mosquito también vio era que no todos los sectores de las paredes eran iguales. Había algunas partes con más colores y diferente textura. Estaban bien delimitadas por unos marcos rectangulares. La gente solía pararse frente a esas partes y mirarlas. Y cuando se posaban mosquitos, no los trataban de aplastar, tal vez por miedo a arruinarlas con los restos. Claramente, reflexionó el mosquito, esos marcos delimitaban algo de valor estético y visual.
Supo entonces que ése era su lugar. Si se mantenía parado ahí, nadie lo aplastaría. Podría dedicarse con tranquilidad a planear sus excursiones meticulosamente, para que nadie se diera cuenta de que lo estaba picando.

Amor a la cucaracha

Quiero besarte, cucaracha. Quiero agarrarte de las patas, ponerme frente a vos y besarte. Besar tus pinzas, besar tus antenas. Quiero que nos miremos a los ojos y nos digamos, en cualquier idioma que tengamos en común, que nos queremos. Que nos protegeremos y que nunca nos separaremos.
Quiero ser parte de tu vida y que estés en la mía. Quiero abrazarte, no muy fuerte, pero lo suficiente para que sientas mi amor. Quiero protegerte, mantenerte lejos de los peligros. Quiero que confíes en mí, que sepas que siempre podés contar conmigo, y que voy a estar de tu lado.
Quiero presentarte a mi familia. Sé que les va a costar aceptarte, que van a intentar que me deshaga de vos. Pero no lo van a lograr. Porque antes quiero ocuparme de construir lo nuestro. Que las cosas que nos unen sean más que las que nos separan.
Quiero que me conozcas. Que recorras mi cuerpo y lo sientas íntimo. Que el mío sea el único cuerpo que quieras conocer. Mi cuerpo será tuyo, y tu cuerpo será mío. Quiero que aceptes que estamos destinados a estar juntos por el resto de nuestros días.
Pero me ignorás. Cada vez que prendo la luz para verte, salís corriendo. Parece que me tuvieras miedo. Yo sé que en realidad es miedo a lo nuestro, al compromiso. Lo entiendo. Creeme. Pero no puedo ir hacia tu oscuridad. No quepo en esa rendija. Ése es un esfuerzo que vas a tener que hacer vos. Sabés que tenés mi apoyo. Te prometo que, si salís de ahí, sólo van a pasar cosas buenas.

Pox y Pol

Poxipol A necesita a Poxipol B, y Poxipol B a Poxipol A. Ambos existen para complementarse. Lo que uno no tiene, lo posee el otro. Y aunque durante un tiempo sus existencias se mantengan paralelas, es sólo mientras esperan el momento de la unión definitiva. Cuando se encuentran, se vuelven inseparables. Y ya no son Poxipol A y Poxipol B. Son, simplemente, Poxipol.
Cada uno es tan Poxipol como el otro, aunque se necesitan para poder tener las propiedades que, juntos, los hacen Poxipol. Hasta tal punto esto es así que algunos dudan de que Poxipol A y Poxipol B sean Poxipol antes de unirse.
Cuando esto ocurre, su química es instantánea. En pocos minutos logran formar una fuerza que los trasciende. Se quedan juntos para siempre, y se confunden entre sí en una sola sustancia. La fuerza de su unión es tan poderosa que los objetos que tienen cerca quedan pegados a ellos, también para siempre. Es como si el Destino los hubiera preparado para ese momento.
Poxipol A y Poxipol B sólo producen ese efecto al encontrarse. Poxipol A por sí solo no hace nada, y Poxipol B tampoco. Cualquiera de ellos mezclado con Poxiran, Poximix o La Gotita no producen ningún efecto. Hay una sola compañía que buscan: la de su par, el que viene en la misma caja, en igual proporción, en pomos similares.
Ambos se buscan. Es necesario mantenerlos separados hasta que se produzca el momento de la unión. Si se produce una filtración en los pomos, ambos pueden quedar inutilizables, unidos eternamente sin salir de la caja original.
Si todo sale bien, se encontrarán en el momento indicado: pocos instantes después de que ambos vean la luz. Habitualmente es Poxipol A quien sale primero, y espera tendido sobre un papel el momento culminante de su existencia. El vals circular que lo unirá con Poxipol B, en el que ambos irán tomando el color del otro, hasta fundirse en uno. Es el fin de ambos como componentes. Ya forman un todo definitivo, que en diez minutos se endurecerá, conservando para siempre la forma que tomaron al unirse.

La transacción del elefante

El elefante bucea. Quiere pasar desapercibido, y sabe que la única manera de lograrlo es ir bajo el agua. Su trompa le permite tomar aire con disimulo mientras se acerca a su objetivo. Y, después de todo, su objetivo sólo puede ser alcanzado a través del agua.
Allí está su deseo, el objeto que quiere obtener. Sabe que no es suyo, y también sabe que nadie le va a convidar. Nadie se imagina que puede querer desear una botella de Coca-Cola. Por eso la mujer que toma sol en la colchoneta no está preocupada por la posibilidad de que un elefante se acerque a beberle el refresco.
Sin embargo, el elefante se acerca, sigilosamente. Hace lo posible por disimular las olas que produce su cuerpo. Se mueve con lentitud. Pero paso a paso, se acerca. La mujer no lo ve. Está ocupada tomando sol. El elefante aprovecha la oportunidad y agarra la botella con su trompa. Se aleja furtivamente, manteniendo la lentitud para que nadie se percate de su presencia.
Pero después siente remordimiento. Luego de beber la Coca-Cola, el sabor no está completo, porque sabe que no es una Coca-Cola propia. El elefante ha privado a otro ser vivo de una Coca-Cola, y está en condiciones de saber que eso está mal. Pero no puede pedir disculpas. No sabe entenderse con no elefantes.
Decide, entonces, hacer lo único que está a su alcance: compensar a la mujer de alguna forma. No puede devolverle la Coca-Cola, porque ya ha sido bebida, ni darle otra, porque implicaría otro hurto. Pero puede darle algo a cambio. Algo valioso. Algo que tenga un significado equivalente para el elefante que la Coca-Cola tenía para la mujer.
Entonces vuelve a la pileta, convencido de estar haciendo lo correcto. Sin que nadie lo vea, logra llegar una vez más hasta la colchoneta donde la mujer sigue tomando sol. Y deposita con su trompa, como pago por la botella, unos buenos maníes de su provisión privada.
Ahora sí, conforme con haber hecho un trato justo, el elefante se aleja.

Vida de Tubby

Yo era un Tubby que andaba solo en una ciudad soleada. Me mantenía a la sombra, porque el sol puede derretirme. Y además, porque sabía que las Tubby también andan siempre a la sombra. Y no me da vergüenza decir que estaba buscando una Tubby que me quisiera acompañar, para no sentirnos solos.
Pero no se veían muchas Tubby por ahí. La ciudad parecía vacía. Deambulaba melancólico por las calles de colores, mirando siempre el suelo.
Estaba a la sombra y quería salir al sol, pero sabía que no podía. Si me arriesgaba me iba a pasar como a Ícaro. El caramelo que une mis maníes se iba a derretir, y me iba a convertir en una mancha marrón, lista para ser pisada por todos los que pasaran por ahí, sin siquiera darse cuenta. Estaba condenado a una vida oscura, mientras veía el brillo cercano e inaccesible.
No me gustaba la vida de Tubby. A veces me tentaba de tirarme al sol, así mis componentes volvían a la tierra y, en una de ésas, después se recomponían en algo más agradable. Todo cambió el día que encontré a una Tubby, y quiso que la acompañara.
Ella era adorable, con un baño de chocolate que la cubría toda, y la volvía más vulnerable al sol que yo. Pero no se desanimaba por eso. Ella amaba la vida, y quería mostrármela. Empezamos a recorrer la ciudad. Aprendí a verla como ella. La sombra era un lugar de oportunidades. La mitad del mundo siempre estaba a la sombra. Era cuestión de salir de noche, para descubrir todo lo que de día estaba demasiado expuesto.
Cuando me animé a aventurarme a la noche, me encontré con que la ciudad estaba llena de Tubbys, que durante el día se mantenían protegidos de la luz. Descubrí también que había muchos Tubbys que ella podría haber elegido. Los veía iguales a mí. Pero ella no. Yo era especial. Para ella yo no era un Tubby cualquiera. Entonces me enseñó a verme como me veía ella. Ya no me sentí un Tubby más, un número al azar entre la multitud de Tubbys.
Me sentí afortunado de haber encontrado a mi Tubby. Queríamos estar juntos, sin compartirnos con nadie más que nosotros. Ella ya estaba un poco cansada de todos los Tubbys iguales que poblaban la noche. Por eso se había aventurado hacia el día, y por eso nos encontramos. El mundo era muy grande. Queríamos explorarlo. Buscábamos un lugar para nosotros solos. Para estar siempre juntos.
Si queríamos ver el mundo necesitábamos un medio de transporte. ¿Cómo conseguirlo? Se nos ocurrió un plan. Nos trepamos a una máquina expendedora. Nos mantuvimos juntos, y esperamos. Se acercaban personas y las íbamos evaluando, a ver cuál era la adecuada. Elegimos a un señor con sobretodo. Cuando activó la máquina, trepamos la tela y nos subimos a su bolsillo, sin que se diera cuenta.
Ese hombre nos llevó afuera. El bolsillo nos protegía. Descubrimos que podíamos andar en el sol, porque el bolsillo nos daba la sombra que necesitábamos. Cuando nos aburríamos, saltábamos al bolsilo de otra persona, que nos llevaba a otros lugares. Y desde entonces vamos unidos a los bolsillos de una ciudad soleada.

Compañeros de pileta

La compañía humana es mejor que la soledad, pero está lejos de ser ideal. Esta idea es notoria en el confinado espacio de las piscinas. No hay nada peor que compartir pileta con personas incompatibles. La gente se pone pesada, empiezan a salpicar a los demás, se ponen a competir innecesariamente, se tiran de bomba, acaparan las colchonetas o se pelean por ellas. Hay gente que no quiere ir a la parte honda, gente que quiere jugar a la pelota donde los demás nadan, gente que se olvida la toalla, gente que pretende meterse vestida, gente que tira a la pileta a los que no quieren meterse. La gente puede ser muy hinchapelotas.
Nadie quiere ir a una pileta pública. Incluso en los countries, donde ya ser miembro es un privilegio, la gente construye su propia pileta donde sólo admiten selectos invitados. No quieren someterse al ruido de la chusma. Y encima siempre está el peligro de que los demás tengan hongos y los contagien.
Es mejor, entonces, evitar la presencia de personas. Me parece que lo que necesito es otra clase de compañía. A mi pileta le hacen falta delfines. Tengo que conseguirme un par de delfines sueltos. Tendría que pedirles a los de Mundo Marino que me reserven un par, o tal vez rescatarlos moribundos de la orilla del mar. Pero tengo que llevarlos de muy cachorros. Así se acostumbran a mi pileta, que no es tan grande como un océano.
Será su hábitat permanente. Voy a tener siempre compañía cuando quiera ir a la pileta. Los delfines son muy sociales, entonces me van a dar la bienvenida. Van a querer jugar conmigo. Les voy a enseñar pruebas, para que las practiquen. Los días de calor, voy a tirarme a la pileta y jugar a ser un delfín más. Eso va a estar bueno. Voy a mostrarme como uno de ellos, y ellos me van a aceptar, porque me van a haber conocido de toda la vida. Cuando estén crecidos me llevarán en sus espaldas como caballos. Voy a querer estar todo el día en la pileta con los delfines. Y cuando no esté, me van a extrañar. Me van a llamar, no van a callarse hasta que aparezca y nos demos un abrazo.
Pero no voy a estar siempre en la pileta. Tarde o temprano voy a salir, porque tengo otras cosas que hacer en mi vida. Mientras esté nadando, me consideraré un delfín, y ellos también. Cuando salga, me considerarán un delfín que sale del agua. Y pronto empezarán a razonar. Los delfines son inteligentes. Se darán cuenta de que si yo, delfín como ellos, puedo salir del agua, ellos también pueden. ¿Qué se los impide? Y practicarán la forma de salir.
Lograrán trepar los escalones de la pileta, parados, hasta lograr estar afuera del todo. Empezarán a corretear por el jardín. A oler las flores, cazar abejas, revolcarse sobre el pasto. Y un día me van a golpear la puerta de la casa. O, si la dejo abierta, van a pasar tranquilos. Esquivarán fácilmente el mosquitero y se secarán la cola en el felpudo para no mojar el piso. Vendrán a ser delfines terrestres conmigo.
Yo les voy a dar la bienvenida. Los voy a dejar en casa, mirando televisión, mientras voy a trabajar. Hasta que un día los voy a ayudar a conseguir trabajo. Así los delfines tienen una vida productiva. Serán aceptados en el mercado laboral, porque ofrecen cualidades que nadie más tiene en el mercado. Los delfines son inteligentes. No les costará llegar lejos. Se harán una posición en la sociedad, y llegarán a comprarse casas propias.
Cuando eso ocurra, estoy seguro de que algún día me van a invitar a la pileta.

Camino de hormiga

Estaba esperando el colectivo. Era una actividad que me obligaba a estar parado más o menos en el mismo lugar hasta que llegara. Mientras tanto, ocupaba el tiempo en mirar a mi alrededor. Lo hacía preferentemente en la dirección desde la que el colectivo iba a venir, pero no me privaba de mirar hacia los otros costados.
Era de noche. Pasaban pocos autos. No había mucha gente en la vereda. Estaba básicamente solo. El paisaje de persianas cerradas no era especialmente inspirador. El único movimiento eran las luces que cambiaban en los semáforos, y algunos bichos que revoloteaban alrededor del alumbrado público.
De pronto, sentí una voz muy fina que dijo “ey, mirame”. Busqué a mi alrededor, a ver quién era. Pero no había nadie. Pensé que podía ser mi imaginación. Pero en seguida ocurrió otra vez: “acá abajo”. Miré a mis pies, y vi que había una fila de hormigas. Una de ellas me estaba mirando y, además de llevar una hoja sobre su espalda, me estaba señalando con una de sus patitas delanteras.
Entonces le contesté. “¿Qué pasa?” “Estás interrumpiendo el paso”. Vi entonces que el camino de las hormigas iba en línea recta, salvo cuando esquivaba mi pie derecho. Pero no podía moverme, estaba en la parada. “Estoy esperando el colectivo”, le dije.
“No sé qué es eso”, contestó la hormiga. “¿No podés correrte un poco? Acá tenemos que hacer un desvío larguísimo por tu culpa. Si era a la ida no te decía nada, pero estamos cargando con estas hojas pesadas”. “Pero tendría que pisar donde están pasando”. “Esperá, que te despejo el área. Cuando terminan de pasar, pisá”.
Esperé, entonces. Pero iban despacio. Aproveché para pedirle disculpas por si había matado a algunas hormigas en mi pisada inicial. “No te hagas problemas, tenemos de sobra”. Miré atentamente para saber cuándo podía pisar la colectora, mientras no dejaba de fijarme si venía el colectivo. “Yo te aviso”, dijo la hormiga.
Unos momentos después, gritó “ta”. Moví entonces mi pie. “Decime si lo voy apoyando bien”. Una sombra cubrió a las primeras hormigas de la fila. “Más allá, más allá”, exclamó mientras movía repetidamente las patas delanteras y las antenas para indicarme adónde se refería. “¿Acá?” “Ahí”.
Cuando apoyé el pie, al mismo tiempo que la hormiga me decía “gracias”, apareció el colectivo. Lo paré, me despedí de ella y me subí. Ambos estuvimos prestos a seguir nuestros caminos respectivos. Pero el colectivo no tuvo en cuenta a las hormigas. Arrancó a toda velocidad, y al hacerlo salpicó a las hormigas con el agua podrida del cordón de la vereda. No pude ver lo que pasó, pero desde arriba de la unidad me pareció oír una voz finita que decía “la puta que te parió”.

Aguas calientes

El agua fría estaba tranquila, inmóvil, en la parte más baja de una concavidad. De pronto, apareció un chorro de agua caliente que la invitó a bailar.
Era una invitación imposible de rechazar. El agua caliente se llevó a la fría, gota a gota, hacia arriba. Ambas hacían círculos, bailando un vals que las mezclaba y las integraba cada vez más.
Parecía haber una efervescencia entre ellas. Era el punto de contacto, donde las dos temperaturas se tocaban, y generaban un salto de condensación que no sólo afectaba profundamente el cuerpo de ambas, sino que también salpicaba hacia afuera, dejando algunas gotas perdidas en el suelo de alrededor.
El agua fría no había tenido intención de estar moviéndose junto al agua caliente, pero ahora ya no había forma de evitarlo. Ambas aguas estaban en una situación de suma. Estaban dejando de estar separadas, y juntas se convertían en un agua distinta, un agua tibia.
Durante un rato continuó el baile. El agua vibraba con círculos concéntricos que estallaban en olas en los límites de la concavidad. Pero con el paso del tiempo el agua fría pasó a dominar al nuevo cuerpo. La quietud de antes volvió a imponerse. El agua estaba todavía tibia, pero no duró mucho. Al poco rato, no había rastros del agua caliente. Era toda agua fría, ahora más que antes, que esperaba pacientemente otro chorro para hacerla bailar.