Hay una sopa en mi mosca

En un laboratorio genético, los científicos trabajaban con varios ejemplares de Drosophila melanogaster. Era más fácil estudiar los genes de una mosca que los de una persona, y por una feliz circunstancia muchos de esos genes resultaron ser los mismos. Entonces los científicos podían experimentar alterando el ADN de las moscas para ver qué efectos causaban los cambios, y deducir a través de esos efectos el fin de cada gen.
El proceso era largo y tedioso. Manipular los embriones dentro de los huevos de las moscas no era fácil. Requería la colaboración de muchas personas manipulando herramientas muy precisas. Pero más allá de la tecnología, siempre se dependía de los tiempos biológicos de cada mosca. Para usar huevos, era necesario que una mosca los pusiera, que estuvieran fertilizados y que fueran del linaje que se quería investigar. De otro modo, el esfuerzo era inútil.
Por eso había una guardia de 24 horas en el laboratorio, durante la que se vigilaba los movimientos de las moscas. Siempre tenía que estar alguien presente por si se producía alguna novedad, como la deposición de huevos o el nacimiento de una mosca mutante.
Ese día, la novedad se produjo a la hora de almorzar. Sólo había un científico en el laboratorio, todos los demás estaban comiendo. Miró la jaula de las moscas y vio movimientos en los huevos. Los reconoció de inmediato: las larvas estaban por ver la luz. Esos embriones habían sido modificados para que su forma adulta tuviera piernas en lugar de alas, alas en lugar de ojos y ojos en lugar de piernas. Se buscaba averiguar si la combinación podía dar resultado, y si el animal podía ver, caminar y volar con los miembros mal puestos.
El científico se acercó, algo nervioso, a la jaula. Quiso ver con más detalle lo que ocurría. Necesitaba un microscopio. Y ése fue el problema. En el apuro por agarrar uno, no se dio cuenta de que había dejado el vaso de sopa que estaba tomando sobre la jaula. Y al querer ubicar el microscopio lo volteó, y la sopa se derramó contra los huevos, las larvas y las moscas adultas que andaban por ahí.
El accidente arruinó el experimento. Fue necesario volver a empezar, esta vez con medidas de seguridad más estrictas para que el incidente no se volviera a dar. Desde entonces, la popularidad de ese científico en particular dentro del grupo se redujo, al haberse prohibido toda bebida caliente dentro del laboratorio.

Cinta transportadora

Estaba subiendo la escalera mecánica del shopping del Abasto hacia el segundo piso, donde está el patio de comidas. A la derecha no hay nada, sólo un gran espacio vacío que termina en el subsuelo. Esa escalera da a un abismo.
Mientras subía miré hacia abajo, y me pareció ver a lo lejos a alguien que conocía. Me asomé sobre la cinta que hace de apoyamanos, pero mi entusiasmo fue tanto que perdí el equilibrio y me pasé para el otro lado.
Pero no caí, porque en un movimiento rápido logré sujetarme de la misma cinta. Me agarré con la mano derecha. Al estar funcionando la escalera, seguí subiendo mientras colgaba.
El problema apareció cuando llegué al final. No podía volver al otro lado, porque tenía que concentrar mi atención en apoyar alternadamente cada mano sobre la cinta para no caerme.
Mantuve ese movimiento durante unos minutos. Apenas se dio el principio de caída, la gente que estaba en el bar del subsuelo salió corriendo, como para que no la impactara. Si se iba a morir alguien, que fuera yo solo, razonaron. Y razonaron bastante bien.
Los guardias del shopping me gritaron que aguantara, porque estaban llamando a los bomberos. Yo más o menos podía sostenerme. Me ayudaba el hecho de que, al cambiar de manos, ambas lograban descansar a su tiempo.
En un momento llegaron los bomberos, y colocaron una cama elástica en el subsuelo, justo bajo el lugar donde me encontraba. La idea era que me dejara caer. Todos mis instintos me llevaban a no tirarme, debía juntar coraje para hacerlo, porque estaba muy claro que era lo mejor que podía pasar. Por suerte, no había una urgencia tan grande, no estaba en el medio de un incendio.
Cuando me concentraba para tirarme, llegó el personal de seguridad, que ignoraba el arribo de los bomberos. Estaban dispuestos a rescatarme. Para eso activaron la parada de emergencia de la escalera.
La cinta se detuvo. Mi mano izquierda, que era la que estaba apoyada en ese momento, se vio sorprendida. Entonces me deslicé a toda velocidad por la cinta, generando tanto calor que me quemé la mano. La levanté y pegué un grito. Error: caí al vacío. Y como me había deslizado, fue justo al lado de la cama elástica.

La reacción del guardaespaldas

El guardaespaldas se encontraba en plena labor, guardando una espalda, cuando divisó a una persona que estaba apuntando un arma hacia el cuerpo cuya espalda tenía la misión de proteger.
Al verlo, se tiró con lentitud para derribar a su cliente y reducir así las posibilidades de que fuera impactado. Al tirarse, gritó “Noooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
La situación causó un revuelo. El tirador arrojó su arma a la calle y trató de escaparse, pero ya había sido visto. Personal de seguridad y policías que estaban cerca lo persiguieron, lo detuvieron y lo llevaron a la seccional para interrogarlo.
Mientras, otras personas se dedicaron a atender a quien se había evitado que fuera la víctima de un disparo. Los otros guardaespaldas lo hicieron sentar en el cordón de la vereda para que respirara un poco y se relajara. A pesar de que se había salvado, era una situación muy estresante. Un asistente compró una botella de agua mineral, para que el patrón tomara mientras se tranquilizaba.
Los guardaespaldas que lo habían sentado estaban atentos, porque siempre podía haber otro ataque. No era cuestión de bajar la guardia, tal vez era una trampa, y no querían caer en ella. Y, sobre todo, no querían que cayera su cliente. Por eso no sólo guardaban la espalda, sino todos sus lados. No es que no confiaran en su capacidad de ver peligro. Es que él prefería dedicarse a mirar otras cosas y pagarle a alguien entrenado para que lidiara con los potenciales atentados. Tener guardaespaldas lo hacía vivir más tranquilo, y ellos lo sabían, por eso ponían tanto esmero en tranquilizarlo.
Cuando les pareció que la situación estaba bajo control, propusieron seguir el camino. El cliente dudó. Le gustaba la idea de continuar, pero se preocupaba un poco por sus guardaespaldas, y trataba de que todos estuvieran bien.
“¿Y él?” preguntó el cliente. “Él sabe lo que hace, tiene mucha experiencia”, contestaron los otros. Entonces marcharon siguiendo su ruta.
El guardaespaldas quedó en el lugar de los hechos, todavía cayendo y gritando oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo”. Hacia la nochecita impactó en el suelo y recuperó la velocidad normal. Al ver que todo había terminado y no quedaban manchas de sangre, volvió a su casa.

Descenso a las profundidades

El piso se mueve. Se produce un marcado descenso. Todo se vuelve más oscuro. También más caluroso. Hacia arriba, se puede todavía ver la superficie, la claridad inalcanzable.
Mientras tanto, el calor aumenta. La oscuridad deja paso al calor. Sólo se ve un impenetrable rojo, cuya intensidad sube a medida que hace más calor. Si uno se acerca a cada fuente de rojo, percibe aún más calor. No es posible alejarse de todas. El camino está cerrado.
El calor no cede. Lo cubre todo. No es inofensivo. Tanto calor deja marcas que al principio son superficiales, un poco de color que se pierde fácilmente. Pero una vez que esas marcas se producen, no se sabe cuándo terminará el abismal calor, ni si está previsto que termine. Tal vez sea un calor eterno, al que habrá que acostumbrarse pero es imposible. Tal vez éste sea el destino final, un sufrimiento cada vez mayor en medio de un compartimiento que puede ser uno más de infinitos, sin posibilidad de interactuar con nada ni con nadie, sin salida visible excepto la resignación.
Sin embargo, cuando todo parece perdido, se produce el escape. El calor cesa, el piso pega un salto. Es el momento de salir. Ya están las tostadas.

Amor con tropiezos

Mi novia es igual de torpe que yo. No nos pusimos de novios por eso, claro, pero descubrimos que teníamos esa característica en común una vez que los dos, caminando juntos, nos tropezamos con la misma baldosa. Pero ninguno de los dos se cayó, porque ambos tenemos experiencia en tropezarnos sin caernos.
Es probable que para los demás resulte divertido vernos caminar juntos. Muchas veces vamos de la mano, pero no para sostenernos uno al otro sino para expresar nuestro amor. Ir de la mano, en realidad, es una desventaja, porque no siempre nos tropezamos al mismo tiempo. Entonces puede ocurrir que el tropiezo de uno haga tambalear al otro.
Lo que nos hace tambalear, en realidad, es la reacción ante los tropiezos. Si ella se tropezara y se fuera a caer, yo tendría la oportunidad de sostenerla gracias a que la llevo agarrada de la mano. Pero, en cambio, lo que hace ella (o lo que hago yo cuando me toca) es recuperarse mediante complejas maniobras tendientes a mantener el equilibrio. Pero estas maniobras son inesperadas para el otro, que de repente se encuentra con una fuerza que actúa sobre su mano.
Básicamente, cuando ella se tropieza yo siento como si mi mano se tropezara. Y sé manejarme cuando me tropiezo con el pie, pero con la mano es una experiencia nueva. Ha pasado varias veces que ella se tropezara y yo me cayera, y viceversa.
Así que lo que hicimos fue establecer un código. Ahora, cuando cualquiera de los dos se tropieza, lo primero que hace es soltar la mano. Así puede dedicarse a los esfuerzos necesarios para no caerse, sin tener que pensar en la posibilidad de hacer caer al otro.
Una vez recuperado el equilibrio, volvemos a tomarnos las manos, contentos de haber sorteado un nuevo obstáculo.

Brainstorming

El cielo se volvió gris. Se venía una tormenta. Sonaron truenos y relámpagos. Las libélulas huyeron del lugar. Los que pensaban lavar sus autos desistieron. La gente que tenía que salir se armó de paraguas y los que pudieron se quedaron adentro. Algunos abrieron la ventana para dejar entrar el aire fresco y húmedo.
Sin embargo, cuando empezó a llover no fue agua lo que cayó, sino cerebros. Miles y miles de cerebros bajaban desde el cielo, y rebotaban dos o tres veces al caer. La mayoría iba a parar al piso directamente, aunque en ciertos casos antes se daban contra la cabeza de la gente. Pero no causaban daños, porque los cerebros eran bastante blandos. Por suerte, no había condiciones para que cayeran en forma de granizo.
Algunos cerebros caían justo encima de los que ya estaban en el suelo. Esto motivó la predicción de que la lluvia duraría un buen rato, debido a que no había mucho viento para llevarse las nubes con sus cerebros a otra parte. Pero no fue así. La lluvia sólo duró unos minutos, suficientes para que las calles de la ciudad quedaran cubiertas de materia gris.
Cuando paró, la gente se aventuró a las calles y se preguntó qué se podía hacer con todos los cerebros. En distintas partes de la ciudad comenzaron a circular ideas. Cuando a alguien se le ocurría una, la proponía en voz alta. Algunos querían usarlos, aprovechar la capacidad cognitiva para ayudar a los que menos tenían. Otros preferían quedárselos para usarlos ellos mismos, como cerebro de reserva. Había quienes pretendían conectarlos a alguna máquina para ver si podían comunicarse con ellos.
No se llegó a nada concreto. Ninguno de los planes podía aplicarse. Nadie sabía hacer funcionar un cerebro suelto. Tal vez esa información estuviera almacenada en alguno de esos cerebros, pero no se podía llegar a ella.
Así que hubo que descartarlos antes de que se empezaran a descomponer. La gente de la ciudad lamentó tener que hacerlo, pero no había caso, con el cerebro solo no se puede hacer nada.

Pre cráter

Un extraño objeto apareció en el cielo. La gente que estaba abajo miró hacia arriba. Algunos pensaron que era una nave extraterrestre. De ellos, una parte sintió miedo, los demás se entusiasmaron con la idea de conocer seres de otro planeta. Pero pronto se identificó el objeto. No era una nave espacial, sino un asteroide que estaba a punto de chocar con la Tierra.
Cuando quedó clara la naturaleza del bólido, la gente salió corriendo. Todos se fueron en diferentes direcciones, formando un círculo cada vez más grande alrededor del lugar donde se iba a producir el impacto.
Los satélites que miraban hacia la Tierra, al ver lo que ocurría, asumieron que era un cráter que se estaba expandiendo, y que por lo tanto el objeto ya había chocado con la Tierra. Desde el centro de comandos de la NASA, entonces, se dirigió al satélite más cercano para que tomara fotos del punto exacto.
El satélite se posicionó y, justo en ese momento, el asteroide lo tomó por sorpresa. No había impactado sino que estaba por hacerlo. Pero el satélite se interpuso. El asteroide lo golpeó. Ambos objetos se desplazaron de sus órbitas como dos bolas de pool.
En el centro de comandos de la NASA dejaron de recibir datos del satélite y se determinó que lo recibido hasta ese momento eran síntomas de mal funcionamiento. Por lo tanto, se procedió a dar de baja el satélite, sin otorgarle crédito alguno por salvar al planeta de un impacto devastador.

Enamorada del muro

La Enamorada del Muro había vivido toda su vida junto al muro. Estaba unida a él por múltiples ramas que se pegaban a la pared y sostenían así a la planta. Pero la Enamorada del Muro no estaba enamorada del muro. Era sólo el lugar donde vivía.
Durante una época la Enamorada del Muro creyó estar efectivamente enamorada del muro. Pensaba que debía estarlo, que era el Destino, que después de todo su vida giraba alrededor del muro. Hasta que se dio cuenta de que su nombre no era también una descripción, del mismo modo que las mujeres que se llaman Martirio no son necesariamente un martirio.
La planta, además, se sentía atrapada en el muro. Lo veía como una limitación a su potencial. La Enamorada del Muro sólo podía crecer lo que el muro le permitiera. Cada vez que intentaba pasarse al otro lado del muro, venía alguien y la podaba.
Llegó un momento en el que la Enamorada del Muro tomó la decisión de separarse. Quiso buscar otro destino, tal vez incluso otro muro, donde poder desarrollarse a pleno. Por eso, lentamente, comenzó a despegar sus ramas del muro.
Nadie se daba cuenta, porque el follaje de la planta era muy tupido. Pero era cuestión de tiempo para que se liberara del muro que la había aprisionado toda la vida. Cada día despegaba alguna rama más. Cada día se acercaba más a su objetivo.
Cuando quedaban pocas ramas para cortar, se largó un temporal. Cayó una cantidad muy grande de agua sobre las hojas de la Enamorada del Muro. Tanta que el peso de la planta más el peso del agua fue demasiado para las pocas ramas que aún quedaban pegadas al muro. Y la Enamorada se cayó. Por fin era libre.
Al día siguiente, los habitantes de la casa donde se encontraban la Enamorada y el Muro vieron lo que había ocurrido, y pensaron que era una calamidad producida por la lluvia. Nunca sospecharon que la planta estaba en el momento más feliz de su vida. Por eso llamaron al jardinero, que la cortó en pedazos y la cargó en bolsas de residuos.
El muro, que estaba enamorado de la planta, debió soportar no sólo el rechazo sino también la muerte de la planta a su propio pie. Aún conserva, a manera de homenaje, los restos de las ramas que nunca se despegaron, y su mayor temor es que algún día a alguien se le ocurra pintarlo.

La cuarta dimensión

Bruno tenía un laboratorio en su departamento del décimo piso de un edificio de las afueras de la ciudad. Se dedicaba a experimentar y solía inventar toda clase de aparatos. Algunos tenían aplicaciones prácticas, otros eran construidos sólo por el gusto de poder hacerlo. Pero Bruno consideraba a todos como pasos intermedios hacia su gran objetivo: construir una máquina del tiempo.
Durante años investigó todo lo relacionado con el tiempo. Estuvo al tanto de todas las novedades de las revistas científicas que pudieran dar una pista sobre cómo lograr su objetivo. Hasta que un día, mientras esperaba turno para cortarse el pelo, tuvo una revelación. Llegó a su mente la clave para lograr el viaje en el tiempo. Así como se podía convertir materia en energía, debía ser posible convertir espacio en tiempo.
Por eso mudó su laboratorio a la terraza. Allí tenía más espacio para poder experimentar. No era sencillo lograr su visión. Cinco años después del episodio de la peluquería, luego de gastar una fortuna en prototipos fallidos, logró construir una máquina que funcionaba. La construyó sobre la base de una vieja heladera. Para comprobar que funcionaba, se metió en la máquina y la programó para que lo llevara a un minuto más tarde. Y lo consiguió: cuando la máquina terminó la operación, su reloj atrasaba un minuto respecto del que había dejado afuera.
Bruno se emocionó. El sueño de su vida se estaba cumpliendo. Podría viajar a cualquier época que se le ocurriera, futuro o pasado, y presenciar cualquier acontecimiento histórico que quisiera, futuro o pasado. No había acabado de pensar las posibilidades cuando decidió, como viaje inaugural de la máquina probada, retroceder cien años.
Estaba tan ansioso que no podía esperar. Quería ir en ese mismo momento. Se metió en la máquina y la programó. Instantáneamente fue trasladado hacia un siglo atrás.
Pero Bruno no pensó en cuatro dimensiones. No calculó que en esa época el edificio no existía, y al llegar al año deseado cayó con máquina y todo al arroyo que recorría esa zona, y que todavía no había sido entubado. La máquina le sirvió para amortiguar el golpe y le salvó la vida. Incluso quedó bastante sana luego del impacto, pero se oxidó al mojarse.
Bruno quedó atrapado un siglo antes de su época, y no le quedó más remedio que dedicar los siguientes años a intentar reparar la máquina. Para lograrlo, debió adelantar varias décadas la invención del proceso de cataforesis.

Lluvia de electrodomésticos

Como estaba previsto, se nubló. El servicio meteorológico indicaba precipitaciones para esa tarde. La gente había salido preparada. Muchos llevaban paraguas, otros sobretodos. Un tercer grupo planeaba desafiar a la lluvia con su coraje.
Sin embargo, los meteorólogos no habían aclarado qué clase de precipitaciones predecían. La gente se sorprendió al ver que, en vez de agua, del cielo caían televisores, microondas, heladeras, hornos, multiprocesadoras, minicomponentes, tostadoras, teléfonos, sandwicheras y otros artículos para el hogar.
Al ver lo que ocurría, los peatones se protegieron para evitar que sus cabezas fueran impactadas por los obsequios que, misteriosamente, el cielo les estaba ofreciendo. Se colocaron bajo balcones y zaguanes. Por suerte, el viento no era lo suficientemente fuerte como para trasladar los electrodomésticos que se movían verticalmente y no hubo que lamentar víctimas.
La lluvia duró pocos minutos. Cuando paró, la gente empezó a salir de los lugares donde se había protegido. Todos querían llevarse algún electrodoméstico como recuerdo del extraño suceso. En menos de una hora las calles, que habían quedado tapizadas de artículos, fueron limpiadas por sus habitantes.
Pero todos se llevaron un chasco. Cuando quisieron utilizar sus nuevos aparatos, se encontraron con que el impacto contra el duro cemento de la ciudad los había inutilizado.