Burbujas

La burbuja me elevó por los aires, hasta que alcancé una altura tal que podía ver el mundo desde una posición de privilegio. Flotaba por sobre la realidad de los demás, atendiendo sólo las necesidades de mi burbuja.
Hasta que, de un momento a otro, la burbuja se rompió. Ocurrió de repente, como una burbuja que se rompe. Entonces empecé a caer.
Vi con temor cómo el mundo se acercaba cada vez más hacia mí. Pero, en realidad, sabía que era yo el que se acercaba al mundo y, lo que era más preocupante, al suelo.
Empecé a desesperarme. En pocos instantes chocaría contra la realidad, y el impacto prometía ser duro. No tenía, sin embargo, muchas alternativas diferentes de esperar que la caída se produjera sobre una superficie blanda, que mitigara el golpe y funcionara como adaptación al nuevo ámbito.
Pero a medida que me acercaba al suelo, vi que desde la superficie frotaban muchas burbujas frescas que se elevaban hacia el cielo, tal como había ocurrido con la mía. Aunque casi todas estaban habitadas, pude ver que algunas estaban disponibles.
De pronto, una fortuita corriente de aire me desvió del recorrido inexorable que llevaba, y pasé cerca de una burbuja libre. Con gran esfuerzo me aferré a ella sin romperla. Suavemente pude entrar, y a partir de ese momento mi caída dio lugar a un nuevo ascenso, en una burbuja que resultó ser más grande y confortable que la anterior.

Queso espumante

Cuando pinché el queso con el tenedor, como primer paso para cortarlo, sentí un ruido como de aire escapando. Un “pshhhhh”. Pensé que había alguna diferencia de presión entre el interior del queso y la atmósfera (era un queso de la puna) y no le dí importancia. Pero a los pocos segundos, por los mismos agujeros empezó a salir espuma.
Salía con mucha fuerza, como un géiser, y manchó toda la pared y el techo. No sabíamos de dónde podía salir tanta espuma. Tampoco teníamos ganas de limpiar todo ese enchastre. Lo único que queríamos era comer un poco de queso antes de hacer el asado.
Mientras todos tratábamos infructuosamente de tapar los agujeros del queso, Walter decidió probarlo y anunció que tenía gusto a leche. ¿Estaba la materia prima escapando del queso? No sabíamos. La cuestión es que en pocos minutos el queso quedó totalmente desinflado y el techo se pegoteó todo con la espuma. Decidimos que la íbamos a limpiar después, ahora queríamos picar algo y nos tuvimos que conformar con un poco de pan con leverwurst.
Después de un rato juntamos la carne y prendimos el fuego. Como éramos cinco hombres, cada uno tenía una teoría diferente acerca de cómo se encendía el fuego, por eso tardamos más de lo que habitualmente nos hubiera tomado. Al final conseguimos prender el fuego y poner la carne.
Cuando al cabo de un par de horas pudimos sentarnos a comer, Aldo trajo a la mesa una bandeja con los primeros cortes. Estaban bien calientes, tanto que salía humo. Tuvimos que esperar un poco para comer.
Unos segundos más tarde empezamos a sentir un olor extraño. El humo de la carne cocida subió al techo y se mezcló con la espuma del queso, al punto que la derritió y empezó a llover queso sobre nosotros.
Así que ese día en lugar de asado comimos fondue.

Demanda extra

Me gusta caminar de noche por el bosque. Es un lugar pacífico cuando los animales duermen. Puedo sentir la frescura del rocío, iluminarme sólo con la luna y disfrutar de un silencio que no se puede encontrar en ningún otro lugar. Por eso, desde hace varios años es mi costumbre caminar solo por el bosque todas las noches.
Ese día salí como siempre, sin saber que me iba a pasar algo distinto. Estaba disfrutando la oscuridad a mi alrededor, viendo pájaros que dormían en lo alto de los árboles, cuando llegué a un claro que nunca había visto antes. De inmediato me interné en él. Cuando llegué al centro una luz me cegó por unos segundos. Al acostumbrarse mis ojos pude notar que un reflector me iluminaba desde arriba. Miré hacia allí y pude ver un enorme objeto volador que flotaba en el aire y proyectaba ese haz. A pesar del tamaño, era muy silencioso, hacía el mismo ruido que una escalera mecánica.
Me quedé admirando el aparato durante unos minutos. Su diseño era peculiar, nunca había visto nada parecido. Aunque no lo podía ver muy bien porque era de noche, logré notar que era negro y que iba aumentando y reduciendo su tamaño, como si latiera.
Cuando me pareció suficiente, decidí continuar mi caminata. Pero el haz de luz me siguió, no podía escapar de él porque me iluminaba en cualquier dirección que tomara. Ahí la cosa empezó a no gustarme.
Decidí entonces correr para ver si el haz tenía la capacidad de seguirme a una velocidad mayor. Pero ocurrió algo aún más raro. Cuando intenté correr noté que me elevaba sobre el suelo, y recorría el haz de luz, como si fuera un túnel, hacia el extraño objeto volador. Lo hacía a una velocidad lenta pero constante.
Me di cuenta de que estaba siendo abducido. Mi tía Ámbar tenía razón cuando me advertía sobre el peligro de caminar solo por el bosque. Pero decidí evitar esa clase de pensamientos. Estaba claro que no podía hacer mucho para evitar ser abducido y pensé que la mejor actitud era tomarlo como una aventura. Tal vez, si sabía encarar la situación, podría pasarla bien.
Cuando estaba a mitad de camino, noté que la intensidad de la luz aumentó de repente. Pensé que había llegado a otra etapa, pero inmediatamente me detuve y quedé suspendido en el aire. Al mirar a mi alrededor noté que un segundo haz me iluminaba, y ese haz llevaba a otro objeto volador. Era un objeto muy distinto al primero, aunque tampoco se parecía a nada que hubiera visto antes.
Rápidamente me di cuenta de que no eran naves del mismo planeta (o del mismo bando, o lo que sea, no conozco mucho de política extraterrestre) porque sentí dos fuerzas simultáneas sobre mi cuerpo. Ambos haces de luz me llevaban hacia la nave de la que se originaban, pero ninguno era más poderoso que el otro.
De repente, el silencio se quebró. De una de las naves emanó un sonido muy extraño, que fue seguido por otro sonido igual de extraño pero distinto que provenía de la otra. Al mismo tiempo comencé a sentir tironeos cada vez más fuertes, que me hamacaban en el aire a medida que la disputa de ambas naves por mí se intensificaba.
Luego de un rato, cada nave empezó a hacer movimientos bruscos hacia la otra, supongo que para intimidarse mutuamente. Pero ninguna se resignaba a perderme. Aparentemente yo era muy codiciado en el Universo.
Llegó un momento en el que, de tanto intimidarse, una de las naves chocó a la otra. El golpe hizo que ambas perdieran el control de sus haces de luz y yo salí disparado, formando una parábola, hacia otra parte del bosque.
Por suerte, el follaje de un gran roble amortiguó mi caída. Y aunque quedé algo mareado durante un rato, y varios pájaros que anidaban en el roble se despertaron y huyeron del lugar, el episodio no alteró la paz nocturna del bosque.

Pianos en el aire

Un día, todos los pianos de cola se liberaron de sus dueños y salieron a volar por la ciudad. En cada calle podía verse al menos uno, y sobre las plazas había multitud. Empezaron a rivalizar con las palomas, hasta que una de ellas se posó sobre el teclado de un piano y sonó una nota.
Al oírla, las otras palomas perdieron el miedo a los pianos y cada una eligió uno para hacerlo su hogar. Con las alas probaban tocar diferentes teclas. Descubrieron que podían producir sonidos distintos. No pasó mucho tiempo hasta que las palomas inventaron la música. La ciudad se llenó de canciones de paloma ejecutadas en los pianos que flotaban en la atmósfera.
No era música del gusto humano, porque las palomas tenían una estética diferente y poca cultura. Pero nadie podía evitar que sonara. Los pianos resistían cualquier intento de ser bajados. Cuando algún dueño celoso conseguía una grúa para recuperar su instrumento, el piano con su paloma se alejaba hasta quedar fuera del alcance.
Cada piano agitaba sus tapas para volar. A veces se movían en formación, mientras las palomas tocaban verdaderos conciertos.
La música de las palomas continuaba molestando a los habitantes humanos de la ciudad, que se organizaron para que cesara. Pero los pianos, aunque delicados, eran instrumentos resistentes. No bastaba una gomera para bajarlos, y si por error se embocaba a la paloma que lo tocaba, de inmediato aparecía otra que se adueñaba del piano y se ponía a improvisar un réquiem.
La ciudad decidió armarse con cañones para poder derribar a los pianos de una vez por todas. Pero fue peor el remedio que la enfermedad. Los pocos pianos que fueron impactados cayeron sobre personas que caminaban por abajo sin sospechar que estaban a punto de morir.
Los humanos, al verse sin opciones, resolvieron poco a poco abandonar la ciudad para no tener que oír la música de las palomas. Llegó un momento en el que los pianos flotaron sobre una ciudad vacía. Entonces cada uno volvió con su paloma al que había sido su hogar. Su objetivo de ser libres cumplido, ya podían finalizar el vuelo y hacer suyas las casas de la ciudad. De este modo, pianos y palomas pudieron dedicarse a hacer la música que querían, sin necesidad de que ningún humano les impusiera nada.
Cada vez que se enviaba algún emisario para ver la situación de la ciudad con la idea de volver a poblarla, todos los pianos ejecutaban al unísono un acorde de do menor que espantaba a cualquier persona. Así pudieron defender la que pasó a conocerse como la ciudad de los pianos.

Al arco

Jugaban Boca y River en la cancha de River. Se jugaba la punta del campeonato. Era, por lo tanto, un encuentro bastante trabado. El buen juego que los dos equipos habían mostrado durante el desarrollo del torneo estaba ausente, había dado paso a la ansiedad por ganar. Ambos empujaban, pero se encontraban con la defensa del rival.
De pronto, se produjo un penal para Boca. Era una oportunidad inmejorable para abrir el marcador, y dadas las características del partido, posiblemente asegurar la victoria. Por eso Boca mandó a patear a su goleador, Martín Palermo, el jugador que más emociones regaló en la historia del club.
Palermo se paró frente a la pelota. Era un momento de gran tensión. No quiso que el viento le jugara una mala pasada, así que decidió patear a su derecha, con el perfil natural para su condición de zurdo. Pero decidió patear bien fuerte, para que el arquero no tuviera chances de atajar.
El delantero pateó con gran potencia, pero el arquero logró rechazar el tiro. Sin embargo, la pelota volvió para donde estaba Palermo. Se había elevado. Palermo, en pocas milésimas de segundo, pensó que debía asegurar el tanto en el rebote. Era menester volver a pegarle fuerte, aunque con la cabeza, de modo que se colara aún ante la resistencia de los defensores que a esa altura ya debían estar ubicados sobre la línea del arco.
Entonces Palermo fue hacia la pelota con gran fuerza, y logró cabecear. Cabeceó hacia la parte alta del arco, así los defensores tenían menos posibilidades de sacar la pelota. Pero no hubo necesidad, porque el tiro pegó en el travesaño con gran fuerza que arrancó al arco de la cancha.
El arco salió volando hacia las tribunas, y el viento que soplaba en el estadio lo elevó aún más. El arco quedó fuera del alcance de todos los que ocupaban las tribunas y lentamente salió de la cancha. Hizo una parábola y fue a dar a la autopista Lugones.
Pero no fue una tragedia. El arco se ubicó sobre dos carriles de la autopista, y quedó parado, como esperando recibir otra pelota. Los autos que venían no tuvieron necesidad de esquivarlo. Pasaban por abajo. Sólo los colectivos que transitaban por la derecha le pasaban cerca, y los ocupantes, al verlo, sacaban los brazos por las ventanillas para ver si podían llegar a agarrar el arco.

Brindis con champagne

Se hicieron las 12, era el momento de brindar. Antes debía abrir la botella de champagne. Como no quería correr riesgos de salpicar la pared, decidí hacerlo en el jardín. Fui con la botella hasta allí y me posicioné de forma tal que, si el movimiento que debía hacer era demasiado brusco, no me cayera a la pileta.
Mi técnica para abrir el champagne no es dejar que el corcho salte sino forzar su salida de la botella con la mano, presionando contra mi cuerpo. De este modo evito que le dé en el ojo a alguien.
Esa botella resultó particularmente difícil de abrir. Debí hacer más fuerza que la habitual. El corcho estaba demasiado apegado a la botella y no quería salir. Pero no me iba a dejar ganar por un corcho ajustado, de modo que apliqué mucha más fuerza.
En un momento sentí que estaba por lograr la salida del corcho y me esmeré aún más. En ese momento el corcho se liberó con tanta fuerza que me elevó hacia el cielo con él.
Como eran las 12, pude ver los fuegos artificiales desde arriba. Mientras me aferraba a la botella me elevé a una altura tal que pude disfrutar del espectáculo de la ciudad iluminada por el festejo. Pronto, sin embargo, descubrí que estaba en una posición aún más riesgosa de lo que parecía. Fue cuando una cañita voladora me alcanzó y encendió mi camisa.
Era una situación desesperante estar a esa altura y no saber si podía usar o no el champagne para apagar la camisa encendida. El contenido alcohólico me hacía dudar, y preferí no exponerme a quemarme aún más. De todos modos, ya el impulso del corcho se estaba acabando y comenzaba a bajar.
Desde lo alto divisé la pileta y supe que era la respuesta a mi problema. Hice todo lo posible para caer en la parte honda. Cuando lo logré, la camisa se apagó en el acto. Tuve la suerte de no sufrir quemaduras graves.
Una vez que salí de la pileta, y aunque el champagne estaba un poco aguado, pudimos realizar el brindis. 

Mar de gente

Ese viernes era el último día antes de mis vacaciones. Como iba al extranjero, cuando salí de trabajar, aproveché para sacar una fotocopia del pasaporte, para tener en caso de que lo necesitara. Lo hice en una librería ubicada en Florida y Córdoba. Luego fui a tomar el subte a Avenida de Mayo.
Al llegar a la esquina de Florida y Rivadavia, descubrí que me faltaba el pasaporte. Pensé que lo había dejado en la librería y tuve la necesidad de volver. Pero faltaban pocos minutos para las seis de la tarde. La librería estaba a punto de cerrar. Debía encontrar la manera más rápida de volver a hacer todo el camino. Como no tenía auto ni existe línea de subte que me deje en ese lugar, la mejor opción era caminar otra vez por Florida.
Pero una cosa es caminar por la peatonal sin apuro, y otra es hacerlo contra reloj. En condiciones normales podría haber hecho las ocho cuadras en menos de diez minutos si caminaba rápido. Pero la cantidad de personas que transitaban en ese momento Florida era enorme. Había demasiada gente que iba para cualquier dirección, y esquivar a cada bulto que se me cruzaba me iba a multiplicar la distancia recorrida, con lo cual no llegaría a tiempo.
Entonces tuve una inspiración. Me trepé al semáforo peatonal y me lancé hacia el gentío con el cuerpo hacia adelante. Quedé acostado entre algunas cabezas sorprendidas, que no tuvieron tiempo de reaccionar porque comencé a nadar por encima de ellas.
Sentí algunos gritos, pero como estaba concentrado en el crawl no me importaron. Cada brazada me acercaba a mi objetivo. Y como siempre tuve buenas marcas en natación, tenía esperanzas de llegar a tiempo.
Me ayudó la técnica de sumergirme lo menos posible. Gracias a ella, el contacto con cabezas torsos era el mínimo indispensable para mantener el impulso. Para cruzar Corrientes, como no quería perder tiempo en el semáforo, me sumergí en la boca del subte y nadé sobre las numerosas cabezas que poblaban el lobby de la estación. En un sector, los que bajaban por la escalera mecánica se incorporaban al flujo y su llegada traía una inercia que formaba una ola. Con lo cual, sólo tuve que aprovechar el impulso de la ola para llegar al otro lado.
Cruzar las otras calles era más fácil. Simplemente, me lanzaba sobre las cabezas de quienes se mandaban a cruzar aunque hubiera luz roja. Como era menos gente que la que andaba en cada cuadra, en algunos casos tuve que apoyarme más de lo deseable, pero estaban en infracción, entonces no me pudieron decir nada.
Finalmente, cuando llegué a Córdoba, doblé y continué nadando sobre los que caminaban por la vereda de la avenida. El negocio estaba a mitad de cuadra. Estaba muy justo de tiempo, ya era la hora. Cuando divisé el negocio, vi que estaba bajando la persiana. Estaba muy cerca de cerrar definitivamente. Entonces me lancé de cabeza. Gracias al impulso que me dio caer desde arriba de los transeúntes pude llegar justo antes de que la persiana terminara de bajar. Los vendedores, sorprendidos, me devolvieron el pasaporte.

Entre el queso y la caja

En la pizzería había un gran contenedor donde se guardaban los trípodes plásticos cuyo principal trabajo es mantener la tapa de la caja lejos del queso de la pizza. Estos adminículos son llamados “cositos” por la mayor parte de la población, cuyo imaginario nunca se dedicó a ponerles un nombre.
Más allá de estas cuestiones, como se ha dicho, la pizzería los guardaba a todos en un tacho. Los encargados de entregar las pizzas tomaban un trípode del tacho, lo colocaban y cerraban la caja, como parte de un procedimiento que, hasta donde ellos sabían, siempre sería igual. Cuando el tacho estaba cerca de vaciarse, se pedía al fabricante una nueva tanda. La orden se hacía por peso, lo que marca la escasa importancia que se le asignaba a la individualidad de cada adminículo plástico.
Pero a los trípodes no les gustaba la idea de sostener cajas durante un rato para luego ir a la basura. En particular, no querían a apoyar sus tres patas en el queso caliente. Y desde el tacho todos veían cómo, uno a uno, sus compañeros iban cumpliendo aquel destino inexorable.
El futuro cierto de terminar sobre una pizza causaba tensión entre los trípodes. Los que estaban arriba trataban de ir hacia abajo, subrepticiamente, para demorar su fin. Pero los que ya estaban abajo se resistían a dejarlos pasar, porque valoraban su lugar y no tenían intención de salir antes del tacho. Muchas veces se formaban acaloradas discusiones que terminaban con dos de los adminículos fundidos en uno deforme de cinco patas. Ocasionalmente estos trípodes dobles eran descartados sin pasar por las pizzas, aunque no había certeza alguna de que no fueran a terminar igual sobre el queso.
Por todo esto, los trípodes muchas veces terminaban enemistados, y en el contenedor se respiraba un clima desagradable que, sin que ellos lo supieran, repercutía en el sabor de la pizza en la que cada uno desembocaba.
Un día, cansados de las tensiones, los adminículos se pusieron de acuerdo para escaparse de la pizzería. La estrategia era clara: esperar a que cerrara el establecimiento, empujar todos juntos para derribar el tacho y salir a la calle. Cuando llegó el momento de implementar el plan, se encontraron con un obstáculo inesperado: la puerta estaba cerrada con llave. De modo que los trípodes quedaron desparramados entre la puerta y el tacho caído. Algunos caminaron con dificultad hacia rincones recónditos de la pizzería, pero sufrieron la peor suerte. Fueron los últimos en ser encontrados cuando la pizzería abrió al día siguiente, y quedaron en la parte de arriba del tacho.
Sólo unos pocos escaparon a su destino. Fueron los que se dieron cuenta de que nunca nadie barría bajo el mostrador. Hacia allí se dirigieron y todavía están ahí, acumulando polvo mientras ven pasar generaciones de sus semejantes.

La Luna

Ella me pidió la Luna. Yo siempre quiero complacerla, entonces me puse en campaña para conseguírsela. No fue fácil. Recorrí todo tipo de lugares, consulté a mucha gente, y siempre me decían que era imposible. Yo aclaraba que si era caro no importaba, no tenía problemas económicos, pero era inútil. Algunos me decían que era más fácil convencerla a ella de que pidiera otra cosa, pero ése era su deseo y yo quiero complacer todos sus deseos.
Cuando se me agotaron todas las otras opciones, puse un aviso en el diario. Recibí muchas respuestas, la mayoría en broma pero hubo una muy seria de un señor con pelo blanco largo y desprolijo. Me dijo que, si le proveía suficientes fondos, podría desarrollar un aparato que me trajera la Luna. Acepté financiar su proyecto, y meses después me contactó, diciendo que ya lo tenía.
El aparato era una especie de ballesta que debía ser arrojado a la Luna cuando estaba llena. Había un pequeño dispositivo de precisión provisto para poder acertar el tiro. Sólo tenía que apuntar a la Luna, verla a través de ese dispositivo y la Luna vendría hacia mí o cualquiera que lo tuviera. Me advirtió que el satélite podría demorar varias horas o incluso algunos días en llegar.
Así que la invité a comer a casa en la siguiente noche de luna llena. Antes del postre le mostré el dispositivo y le dije que era para entregarle la Luna. Apunté a ella y esperamos. Esperamos algunas horas mientras disfrutábamos de la noche estrellada, de los grillos y del olor a rocío.
Al día siguiente la Luna se veía más grande, y estábamos seguros de que se acercaba, pero calculamos que iba a demorar algunos días más en llegar. Ella me dijo que yo nunca la decepcionaba y que estaba contenta conmigo.
Al día siguiente la Luna estaba más cerca pero la localidad en la que nos encontrábamos se inundó. La cercanía de la Luna había atraído la marea hacia nosotros, y debimos evacuar el lugar antes de que ella pudiera recibir su regalo.

Balance de audio

Prefiero el mono al estéreo. Nunca entendí por qué es necesario dividir el sonido de una grabación en dos. Está bien que se pueden diferenciar mejor los instrumentos, pero eso no tiene por qué ser necesario. Una canción es una canción. No se pintan dos cuadros por cada obra porque hay dos ojos, ni se compra un libro para el ojo izquierdo y otro para el derecho. Todas las páginas se leen con ambos.
Pero en el caso de la música, cada oído escucha algo diferente que después es combinado en el cerebro. OK, en principio no está mal. Es un sistema que tiene algunas desventajas. Por ejemplo, en el caso de que uno de los parlantes o auriculares no funcione bien, se pierde la mitad del sonido. En una grabación mono, ese problema no existe.
También es cierto que la técnica para mezclar las pistas es distinta en estéreo. Hacen falta ciertas destrezas que para el mono no son necesarias. Hoy es común mezclar en estéreo, pero en los comienzos de ese sistema no era así. Había mezclas distintas para mono y estéreo. Discos como Sgt. Pepper, por ejemplo, son distintos en mono y estéreo porque ambas mezclas fueron realizadas por distintas personas. Durante muchos años, la visión moderna de tener una mezcla estéreo en el mercado impidió que estuviera disponible la versión mono, para muchos superior, sólo por una pretendida obsolescencia de la cantidad de canales.
Pero mi antipatía por el estéreo tiene una causa más personal. Una vez estaba escuchando una grabación estéreo con auriculares mientras leía. Estaba sentado en una silla. La persona que hizo la mezcla tenía tan poco criterio que colocó los instrumentos más sonoros del lado izquierdo. De este modo se produjo un desbalance de audio que instintivamente traté corregir moviendo mi cabeza hacia la derecha, debido a que tengo cierta necesidad de simetría. Era tanta la diferencia que me pasé con la corrección, me tiré demasiado hacia la derecha y me caí con libro y todo. Me dí un fuerte golpe en la cabeza, que encima fue en un solo lado y tuve que aguantar la asimetría para no darme un golpe similar del otro.
Si hubiera escuchado la mezcla mono, no me caía.