Un grano de choclo amarillo creció en un campo donde también se cultivaba trigo y soja. Luego de ser cosechado, se sorprendió al comprobar que sus compañeros iban a ser procesados para convertirse en alimentos, mientras que él no. Por alguna razón, sólo fue separado de su tronco y comercializado en lata.
Pasaron los días mientras el grano de choclo esperó en la indiferente oscuridad del interior de la lata. Finalmente, un día sintió un movimiento. Algunas horas después sintió un ruido extraño y brilló luz en el interior de la lata. El resquicio por el que entraba la luz se hizo cada vez más grande, hasta que la tapa de la lata fue removida en su totalidad.
El grano pensó que había llegado el tiempo en el que se lo iba a procesar, finalmente, para ser alimento. Sabía que ése era su destino, y nunca había mostrado el menor signo de oposición. Algunos de los granos de su tronco habían optado por oscurecerse para ser excluidos más rápido, pero a este grano no le gustaba ese destino. Iba a ser descartado igual, por lo menos así podría prolongar su existencia y contemplar vistas diferentes.
Junto con varios de sus compañeros, pasó a formar parte del relleno de una empanada. Otra vez la oscuridad rodeó al grano de choclo. No reconoció a algunos granos de trigo que habían crecido en el mismo campo, porque estaban demasiado cambiados. Formaban parte de la salsa blanca que lo rodeaba.
En un momento, el grano sintió un calor muy fuerte que lo puso más amarillo. Duró un rato largo. Luego de unos minutos, en la salsa blanca aparecieron burbujas que antes no estaban. El grano se preguntó cómo habían hecho para aparecer siendo que la empanada estaba cerrada. De repente, se produjo un flash de luz que cegó por un momento al grano de choclo. Cuando recuperó la visión, pudo darse cuenta de que la empanada se había abierto. Por la rendija pudo ver cómo la puerta del horno se abría y la bandeja llena de empanadas era llevada a una mesa.
Pocos minutos después, luego de que se consumieran todas las empanadas no explotadas, llegó el turno de la que alojaba al grano de choclo. La empanada entera fue introducida en la boca de un ser enorme, en comparación con el tamaño del grano. El grano vio los dientes que lo estaban por morder y pensó que eran muy similares a cuando él estaba todavía en el tronco. Pensó que, tal vez, su destino de ser alimento lo llevaría a convertirse en un diente.
Mientras eran objetos de admiración por parte del grano de choclo, los dientes hicieron movimientos de trituración que no lo modificaron sustancialmente. Tampoco a la salsa blanca. Luego de un instante, el grano cayó al vacío, donde lo esperaba una nueva oscuridad que creyó definitiva.
Sintió la aplicación de diferentes sustancias sobre su cuerpo, sin que resultara afectado. El grano de choclo se mantuvo inalterable hasta que comenzó un camino sinuoso, con muchas vueltas, subidas y bajadas. Supo que estaba en el intestino del animal que lo había comido.
Al rato, para su sorpresa, volvió a ver la luz. Inmediatamente entró en caída libre y terminó sumergido en agua, junto con lo que él creía que era la salsa blanca, pero había tomado un color marrón y mayor consistencia. Lo acompañaron varios segmentos cilíndricos irregulares pero parecidos al que él ocupaba. El agua estaba calma, más allá de las salpicaduras provocada por las repetidas caídas de segmentos cilíndricos.
Cuando se acumularon varios de ellos en el agua, se produjo un estruendo. Al mismo tiempo, aparecieron varios chorros de agua que se agregaron al calmo lago que el grano de choclo ocupaba. Todos, el agua anterior, el agua nueva, el grano de choclo y todos los contenedores cilíndricos que llevaban a él y a sus compañeros, fueron arrastrados por la nueva corriente, que los condujo hacia la oscuridad final.
Caídas
El presentimiento de Pandora
Prometeo amaba profundamente a los hombres, quienes, a su vez, lo amaban a él. Tan fuerte era ese lazo que “el que presiente las cosas” robó para ellos el fuego hasta entonces sólo perteneciente a los hombres. Zeus, celoso y enojado, decidió castigarlo y mandó a Hefestos a crear la mujer más perfecta que jamás hubiera existido sobre la Tierra. Cada dios fue otorgándole un don: Atenea le dio sabiduría, Afrodita le dio belleza, Eros le dio amor. Así nació “la dueña de todos los regalos”, Pandora. Sin embargo, fue rechazada por Prometeo, que intuía que entre tantas cosas buenas, algo malo se traía entre manos.
Entonces Zeus recurrió al plan B, y le entregó a Pandora en concesión a Epimeteo, “el que presiente tarde”, hermano de Prometeo. Epimeteo no presintió nada y la aceptó gustoso. Pandora tenía instrucciones de entregar a Epimeteo la caja que llevaba en sus manos, pero la sabiduría que le había dado Atenea hizo que le pareciera prudente ocultarla.
Antes de que pudiera hacerlo, la caja llamó la atención de Epimeteo. Quiso saber qué había adentro. Epimeteo, sin presentir nada, quiso saber qué había en la caja y le pidió a Pandora que se la entregara. Pero ella no quería que él abriera la caja. Le decía que no sabía cuál era el contenido, y para Epimeteo el misterio era cada vez más tentador.
Epimeteo decidió entonces arrebatarle la caja a Pandora. Ella la retuvo con la fuerza que le había dado Ares y se produjo un forcejeo. Epimeteo estaba resuelto a abrir la caja, Pandora quería protegerlo de su curiosidad. Ninguno daba el brazo a torcer hasta que, en el medio del forcejeo, la caja se le zafó de las manos a Pandora, se cayó al suelo y se rompió, liberándose de ella todos los males del mundo.
Minutos después, Pandora barría los pedazos de la caja rota y le reprochaba su curiosidad. Epimeteo, mientras se lamentaba de que a partir de ahora tendría que soportar la inconformidad de su mujer, pensó “debí haberlo presentido”.
Lanzamiento
Luis entró en el balcón. Apoyó sus brazos sobre la baranda para asomarse. Miró hacia abajo. Vio los techos de los autos, empequeñecidos por la distancia. A los costados, vio varios edificios cercanos al que él ocupaba. A lo lejos, vio otros edificios y una porción del horizonte. Mientras miraba a su alrededor, sintió el viento de la altura sobre su cara.
En el suelo se notaba que caminaba gente, pero se podían distinguir muy pocos detalles sobre cada individuo que transitaba la vereda. Luis vio también la parte superior de las copas de los árboles. Le hicieron acordar a la apariencia de las nubes vistas desde un avión.
Se le cruzó por la cabeza la idea de saltar. Vio que nada se lo impedía, y pensó en lo que le podía ocurrir a sus seres queridos en caso de que lo hiciese. Calculó el tiempo que tardaría en llegar a la vereda, y pensó que era posible planear la trayectoria para que la llegada se produjera cuando no pasaba nadie por ahí. O cuando pasara alguien en particular.
Pero la tentación más grande no era la de saltar al vacío, sino la de escupir. La idea le gustó. Razonó que no estaba tan alto como para que su saliva hiciera daño a nadie. Pensó que era poco probable que diera en alguna persona, y que si llegaba a ocurrir podía esconderse rápidamente, sin ser visto por su víctima.
Entonces Luis tomó la decisión de escupir. Quiso hacerlo con firmeza. Algunas veces había escupido sin convicción y la saliva había quedado colgando de su boca, y manchado su ropa. No quería que esta vez ocurriera lo mismo. Por eso juntó saliva y tomó carrera, para lanzar con la mayor distancia posible.
Pero se ve que tomó demasiada carrera, porque no sólo escupió sino que el impulso hizo que Luis cayera al vacío. Una persona que caminaba por la vereda lo vio y quiso ayudarlo, pero se desorientó cuando le cayó la escupida. Luis, de todos modos, se salvó porque cayó sobre la copa de un árbol. Sin embargo, quedó muy claro que el autor del escupitajo había sido él. De modo que, cuando la policía lo rescató, inmediatamente fue detenido por violar la ordenanza municipal del 21 de abril de 1902, “prohibido escupir en el suelo”.
Ejercicio de relajación
Te apoyás sobre los pies. Flexionás las rodillas. Enderezás la columna. Respirás hondo. Exhalás despacio. Aflojás los brazos. Aflojás el cuello. Aflojás las piernas. Liberás a tus articulaciones de toda responsabilidad. Los brazos cuelgan de tus hombros. Los dedos cuelgan de las manos. Las uñas cuelgan de los dedos.
Respirás hondo. Observás el recorrido del aire. Aflojás el diafragma. Bostezás artificialmente varias veces, hasta que viene un bostezo de verdad. Caés en un estado de total sumisión ante tu propio cuerpo. Observás cómo tu cuerpo se va relajando.
Tenés sueño. Los párpados son cada vez más pesados. Te pesan tanto que los dejás caer, y con ellos cae también la cabeza. Tu cuerpo se encorva hacia adelante. Los párpados siguen pesando, pero ahora la cabeza está invertida y el peso de los párpados te hace abrir los ojos. Podés ver cómo el peso de los párpados te inclina aún más hacia adelante. Los músculos, bien flojos, no son capaces de sostenerte y te vas de cabeza al suelo.
Levadura
Ese día me dio por amasar pan después de muchos años. Aunque me acordaba la receta básica, tuve algunas dudas. La mayor fue cuánta levadura ponerle. Había comprado un cubo en el supermercado, y razoné que probablemente el cubo era una unidad para una cantidad razonable de pan casero.
Pero se ve que me excedí, porque el pan siguió levando después de las dos horas que lo dejé en reposo. Levó en el horno, levó también cuando lo saqué ya cocido y lo serví en el jardín, acompañado con unos mates.
Presumiblemente, levó también cuando lo comí. Comí bastante porque me cayó muy liviano, y con el correr de los minutos me fui sintiendo aún más liviano. Tan liviano que me elevé por el aire.
Floté por encima de la ciudad, vi mi casa desde arriba, vi el barrio, comprobé que los mapas dibujados eran un reflejo fiel de las calles reales. Me dejé llevar por la corriente de aire. Me encontré con algunas palomas que huyeron de mí. Pero me gané la confianza de ellas cuando extendí mis manos y les ofrecí unos pedazos de pan que me habían quedado sin comer cuando comencé a elevarme. Entonces me adoptaron en su grupo.
Revoloteé con las palomas, les seguí la corriente, quise ser como ellas. Llegué a distinguir a diferentes individuos y me hice amigo de algunos. Me enseñaron algunas técnicas de vuelo para usar con más eficiencia las corrientes del aire. Yo volaba con las palomas y deseaba convertirme en una de ellas.
En un momento me sentí cansado. Sentí que la levadura había hecho ya su efecto y en cualquier momento me iba a caer. Hice un gesto a las palomas para que me acompañaran. El grupo decidió hacer base en una plaza y, como muestra de hospitalidad, fui invitado a ocupar la posición de privilegio, sobre la cabeza de la estatua de la plaza.
Como nunca había aterrizado, no tenía la técnica. Las palomas intentaron mostrarme cómo se hacía, pero no llegué a interpretarlas. De todos modos parecía que lo iba a lograr. Me acerqué con lentitud. Quise posarme suavemente con los dos pies sobre la cabeza de la estatua. Pero la escultura no resistió mi peso. La cabeza se cayó para un lado, yo caí de espaldas para el otro. Las palomas que habían aterrizado antes que yo volaron despavoridas.
Cuando me levanté, quise volver a colocar la cabeza en su lugar. Fui hasta la ferretería de en frente de la plaza, compré un pomo de pegatodo, volví al pie de la estatua, recogí la cabeza, me trepé y la pegué sin que nadie se diera cuenta.
Desde entonces la estatua está casi intacta. Las palomas nunca más se posaron sobre ella.
El abedul que quería caminar
Había una vez un abedul que quería caminar. Pero no podía porque tenía las raíces clavadas en la tierra. Pasaba todos los días en el mismo bosque, aburrido de contemplar siempre el mismo paisaje.
Veía cómo distintos animales llegaban a su cercanía. Algunos se trepaban a él, otros se colgaban, otros volaban hacia las ramas y formaban allí su hogar.
El abedul quería conocer el mundo. Sólo podía ver los alrededores desde lo alto de su copa, pero eso le bastaba para darse cuenta de que el mundo no se agotaba en lo que era capaz de apreciar.
Para poder zafarse del lugar donde estaba atrapado, el abedul decidió hacer crecer las raíces hacia arriba. Pensó que así por lo menos no se estancaría más, y tal vez conseguiría ser libre de alguna manera. Con mucha paciencia esperó el crecimiento de las raíces hasta que comenzaron a verse saliendo del suelo alrededor del tronco. Parecían pequeños árboles que lo rodeaban.
Los distintos animales comenzaron a treparse de las raíces, y poco a poco las fueron sacando de la tierra con su fuerza. El abedul pudo ver que su plan estaba funcionando, aunque le costaba más tomar agua. Pero no era problema, porque llovía seguido y las raíces todavía podían obtener lo necesario para que el abedul subsistiera.
Llegó un momento en el que sus raíces estuvieron completamente fuera de la tierra. El abedul se sintió libre y quiso usarlas para alejarse del bosque. Pero no sabía caminar y las raíces no estaban acostumbradas a soportar el peso de todo el árbol.
El abedul, entonces, decidió armarse de paciencia una vez más. Sólo iba a dar pasos cuando estuviera seguro de que podía darlos. Si quería cumplir su sueño de caminar debía aprender a hacerlo y no podía darse el lujo de cometer un error.
En las siguientes semanas pudo por fin alejarse unos centímetros del lugar donde había estado toda su vida. El abedul estaba contento porque su sueño se estaba haciendo realidad, aunque sabía que aún debía aprender mucho para poder llegar a un lugar distinto.
Un día de viento todo cambió. El abedul no sabía qué hacer. Sus intentos de caminar lo desestabilizaron. La confianza que había generado con el éxito de los días anteriores lo traicionó. Dio un paso en falso y cayó al suelo del bosque. Aunque no había nadie para escucharlo, la caída causó un gran estruendo.
El abedul supo que no podría levantarse. Pero no se sentía derrotado, porque se había esforzado para concretar su sueño. Era mejor caer así que morir de pie.
En los meses siguientes, varios hombres entraron al bosque y vieron al abedul caído. Nadie se pudo explicar por qué la base del tronco estaba tan lejos de su huella.
Viento en el ojo
Sopla viento en mi ojo derecho. Una brisa suave acaricia mi retina sin que pueda verla. Pero la puedo sentir, porque mi ojo tiene tacto. El resto de mi cabeza no siente el viento. Sólo el ojo derecho. Aún cuando me muevo, el viento sigue concentrado en ese lugar.
El globo ocular rechaza la mayor parte del aire que se acerca. Una porción se cuela por el lagrimal. Algunas lágrimas se escapan por la mejilla.
Una brisa aún más suave recorre mi cabeza por dentro. Llega a la tráquea y se incorpora a la respiración sin haber sido filtrada. Pero no hay partículas muy grandes en esa brisa, las hubiera visto cuando pasaban por el ojo.
Cuando la brisa del ojo se suma a la respiración me siento más liviano. Hay más oxígeno en mi cuerpo, entonces quiero moverme. Salgo a correr.
Mientras corro, la brisa del ojo se hace más fuerte. Se convierte en un verdadero viento. Cuando dejo de correr vuelve a ser la brisa de antes. Entonces me dan ganas de correr otra vez, y regresa el viento fuerte.
Decido correr con el ojo derecho cerrado. Lo tapo con la mano. Ahora me cuesta ver los posibles obstáculos que hay en el camino. Declaro al ojo izquierdo responsable de detectarlos. Comienzo a correr mientras mi cabeza panea para que el ojo izquierdo pueda ver todo lo que hay alrededor.
Luego de unos minutos, el movimiento de la cabeza me hace perder el balance, me mareo y me caigo al suelo.
Una historia real de tropiezo, caída, perseverancia y triunfo final
Acababa de salir de una charla de educación vial en la que el orador había puesto especial énfasis en que uno debe prestar atención. Eran las ocho de la noche y, como el tiempo estaba agradable, decidí caminar hasta una estación de subte que no quedaba tan cerca en lugar de tomarme el colectivo a pocas cuadras del lugar. Así que caminé por la avenida Córdoba mientras escuchaba música con el reproductor de MP3.
Ese día me había tropezado más de lo habitual, que ya es bastante. Como tenía en la cabeza el tema de la charla, pensé que era más probable que tuviera un accidente por mi manera de caminar que por manejar un auto. No camino muy bien. Podría atribuirlo a las veredas rotas, pero me parece que no presto toda la atención posible a dónde piso en cada paso. Por eso me tropiezo seguido, sin embargo es raro que me caiga. Con el tiempo desarrollé técnicas para mantenerme de pie en caso de tropiezos, y en general no tengo problemas.
Pero al llegar a Córdoba y Paso fue diferente. Mientras cruzaba Paso se terminó el tema que estaba escuchando, y no tenía ganas de escuchar el que empezó. Entonces saqué el MP3 y empecé a pasar temas. Pasé varios, con la idea de encontrar alguno que fuera adecuado para mi estado de ánimo de ese momento. Lo que no vi es que mientras hacía eso la senda peatonal se terminaba y me iba a topar con el cordón de la vereda. Era menester dar un paso hacia arriba. Es una acción fácil que hice millones de veces en mi vida, pero debía saber que lo tenía que hacer.
La cuestión es que me tropecé con el cordón. Comencé a trastabillar mientras daba pasos para evitar caerme. Pero noté que me caía. Atiné a poner las manos hacia adelante para no golpearme demasiado contra el suelo, pero me dí cuenta de que no estaba perdido. Tomé la decisión de no caerme. Entonces aceleré el paso mientras balanceaba mi torso para buscar un punto de equilibrio.
Me costó encontrarlo, y durante unos metros pareció que el esfuerzo era inútil. Sin embargo, iba ganando un poco de estabilidad que me estimulaba para continuar el esfuerzo. Así lo hice hasta que pude enderezarme. Cuando llegó ese momento, supe que ya no me iba a caer como resultado de ese tropiezo. Y ni siquiera tuve que detenerme. Pude seguir caminando sin sobresaltos y disfrutar de la agradable noche.