Dónde leer

Quiero sentarme a leer un buen libro. Debería poder. La casa es grande y hay muchos rincones para conseguir la quietud que quiero disfrutar. Pero por alguna razón en todos lados surgen dificultades.
Primero fui a la biblioteca. Las paredes, cubiertas de volúmenes, me invitaban a elegir uno, y después de unos minutos eso hice. Pero justo en ese momento entró el mayordomo con la aspiradora. Y era cierto que los libros que vi estaban bastante polvorientos. Así que lo dejé y me fui a otra parte.
Decidí que el jardín era un buen lugar para leer en un día de verano como ése. Abrí la puerta y me encontré frente al césped, las flores, la piscina y las pérgolas. Escogí un lugar con sombra, donde me pude acomodar y empezar la lectura, hasta que me invadió el ruido de la cortadora de pasto. Era el jardinero, que estaba haciendo su trabajo. Mi primer impulso fue ordenarle que se ocupara de otras cosas, como recortar las flores. Pero a la misma hora también arrancó la máquina de los vecinos, que si bien están bastante lejos es muy potente y ruidosa. Tuve que entrar y cerrar las puertas.
Me senté en mi estudio, donde recibí una llamada de mi criado, anunciando que el ama de llaves quería verme. La hice pasar, y me planteó su renuncia, que con el correr de mis insistencias se convirtió en indeclinable. Le pedí que se quedara unos días, aunque después recapacité. No podía confiarle las llaves de mi casa a alguien que había renunciado. Tuve entonces que dedicarme a buscar una nueva ama de llaves. Si no, ¿quién abriría las puertas a mis invitados?
La búsqueda me suspendió la lectura durante un rato, pero después de concertar varias entrevistas para la tarde volví a sentarme en mi estudio. Fue en ese momento cuando sonó el teléfono de nuevo. Era la cocinera, que me llamaba a comer.

La casa de sus sueños

El edificio era pionero, se destacaba en un barrio de casas bajas. Desde sus doce pisos se podía ver la ciudad entera, y de noche las luces ofrecían un espectáculo vistoso. Pero al edificio no le interesaba el resto de la ciudad. Tenía su mirada puesta en la casa de al lado.
Desde que el edificio había alcanzado cierta altura, la casa lo había impactado. Esas tejas rojas, de un rojo que no se veía en ninguna otra parte de la ciudad. Ese tanque de agua. Esa medianera que lo rozaba permanentemente.
El edificio suspiraba por la casa, pero no podía hacer nada. Estaba enraizado en sus cimientos, que se incrustaban en el suelo para hacerlo inmóvil. La casa no miraba al edificio. Miraba hacia la calle, como esperando a alguien que le prestara atención. El edificio no sabía cómo hacer para que la casa se diera cuenta de lo que tenía al lado.
A veces, desde las ventanas del edificio, sus ocupantes tiraban cosas que daban a parar al patio. La casa se sentía agredida, y al edificio le daba vergüenza. Sus copropietarios no eran de su agrado. Prefería ser habitado por la casa. Tenía lugar para ella. El edificio era grande. Pero la casa no estaba a su altura. Se quedaba en una visión corta, sin dimensión de los verdaderos sentimientos del edificio.
Un día, el edificio percibió movimientos. La casa vibraba. Lo sentía en la medianera. Desde arriba vio que la casa había sido rodeada por unas maderas. Varios hombres la recorrían. Algunos se subieron a la terraza. La casa empezó a cambiar de color. El edificio no entendía bien, hasta que en un momento se dio cuenta de que se trataba de una demolición.
El edificio, desconsolado, hizo todo lo que pudo. Pero no podía hacer nada. Cada ruido que sentía, cada golpe de martillo, cada partícula de humo lo dañaba. En pocos días, la casa no estaba más. En su lugar había un gran agujero.
Y pronto el agujero se llenó. Lentamente se fue erigiendo un edificio muy similar a él. No paró hasta llegar a su altura. Cuando estuvo terminado, se notó que eran edificios gemelos. El primer edificio no quiso saber de nada. Empezó a quejarse, a funcionar mal. Las paredes se llenaron de humedad, los ascensores dejaron de funcionar, algunos balcones se cayeron.
Los arquitectos creían que se trataba de un caso de celos del primogénito, pero no era así. El edificio extrañaba a la casa. No le gustaba que la hubieran reemplazado con algo igual a lo que era él, pero tampoco le habría gustado que la reemplazaran con otra cosa. Se iba a poner en contra de lo que fuera que estaba ahí.
El primer edificio entró en depresión. Los departamentos se incendiaban sin ningún motivo. La instalación eléctrica hacía cortos. El agua salía marrón por las hornallas. Pronto, el edificio debió ser evacuado para que los arquitectos e ingenieros pudieran averiguar qué era lo que estaba pasando.
Pero no les dio tiempo. Una vez que no hubo nadie, el edificio se dejó vencer por su depresión. Se apoyó en su gemelo, y se dejó caer hacia él. Ambos se destruyeron, y hoy los restos de ambos descansan junto a los de la casa.