Geoestacionario

El satélite geoestacionario es lo que permite comunicarnos instantáneamente entre distintos continentes. Gracias a él, el mundo es más chico. La tecnología que lo impulsa es la misma que permite que un misil alcance cualquier lugar del planeta en pocos minutos.
Existe un tiempo inevitable que demora ligeramente la comunicación. No se puede tener una charla igual que si uno estuviera en presencia de la otra persona. Es porque la señal que se transmite, que va a la velocidad de la luz, tiene que llegar hasta el satélite y volver, y eso demora un tiempo. Ocurre que los satélites geoestacionarios están a 35.000 kilómetros de la superficie terrestre.
Si el satélite estuviera más cerca, ese delay sería menor, tal vez casi imperceptible. El espacio empieza cuando termina la atmósfera. Se establece un límite más o menos arbitrario de 100 kilómetros. Entonces, a 101, el satélite podría recibir y transmitir señales.
Pero no sería tan fácil. Los satélites giran alrededor de la Tierra, por eso se produce un movimiento, y habría que estar todo el tiempo calculando la posición exacta. Además, cuando el satélite está del otro lado, hay que esperar un rato para que vuelva a estar visible.
Los geoestacionarios evitan eso. La órbita de un satélite (o de un planeta alrededor del sol) consiste en que el cuerpo está constantemente cayendo hacia el planeta que orbita. No se cae del todo porque tiene una inercia que cancela el movimiento.
Las leyes gravitatorias hacen que la altura de un satélite determine la velocidad a la que “cae”. Y se da que a esa enorme altura de exactamente 35.786 kilómetros, la velocidad del satélite es igual a la de la rotación terrestre. Entonces, desde el punto de vista nuestro, siempre se queda en el mismo punto. Gracias a eso podemos orientar la antena y no necesitamos volver a tocarla.
Ésa es la vida de un satélite geoestacionario. Se aleja vertiginosamente hasta llegar a 35.000 kilómetros, poco menos que la circunferencia total de la Tierra, y da una vuelta completa por día. Todo ese esfuerzo, semejante viaje y la distancia recorrida permanentemente, tiene como misión que el satélite se quede siempre inmóvil, un punto estático más en el cielo.

Enojo de arriba

Se oyó un gran temblor. El cielo se oscureció. Luego se abrió. Una luz salió de la división entre los dos cielos. La población miró hacia arriba. Algo imposible de ignorar comandaba la atención de todos. En ese momento tronó la gran voz celestial.
Imbéciles.
Las personas se miraron. ¿De quiénes está hablando? Todos estaban de acuerdo en que había mucha gente, entre los demás, que correspondía a ese adjetivo. Hasta que la voz fue más específica.
Todos imbéciles.
La gente se enojó. Algunos miraron hacia abajo, en señal de aceptación. Pero otros desafiaron la conclusión y pidieron, por lo menos, un motivo para decir semejante cosa.
¿No se dan cuenta de que hago todo lo necesario para que vivan sin mí?
“No parece”, gritó una voz perdida en la multitud. Pero el mensaje del Altísimo continuó, ignorándola.
¿Quién los manda a tratar de complacerme? ¿Cuándo les dije que tenían que obedecer mis designios? ¿Por qué les creen a los que dicen que saben lo que pienso?
Se produjo un murmullo. Había opiniones diversas entre las personas. Algunas estaban contentas. “¿Vieron? ¿Vieron?”, exclamaban con soberbia. Otros ensayaban expresiones de justificación. “Y bueno, ¿qué otra cosa íbamos a hacer?” “Es que nunca dices nada.” “Siempre me criaron de esa manera.” “Yo sólo quería hacer tu voluntad.”
Salames. ¿Se piensan que me importa lo que hagan en cada momento de sus miserables vidas? ¿Quién se creen que son? ¿Se les ocurre que voy a dedicar mi tiempo a juzgarlos individualmente? ¿A ver quién es digno de mí y quién no? Qué idea imbécil tienen de mí.
“¿Es que no te importamos?” fue la expresión popular.
Ustedes, imbéciles, ustedes se tienen que importar. Quiéranse, ámense entre sí. Déjenme afuera. Pertenecemos a magnitudes diferentes. No tienen por qué intentar comunicarse conmigo. No hay forma de que me entiendan. Pero yo sí los entiendo, y la verdad, lo que piensan es cualquiera. Pfft.
Dios resopló su fastidio con forma de viento y lluvia. Las personas quisieron refugiarse, temiendo el castigo divino. Pero Dios volvió a increparlos.
¿Ven? Ustedes me temen, pero al mismo tiempo se cubren, pensando que pueden escapar a mis designios. ¿No se dan cuenta de la contradicción? Sí, yo puedo hacer lo que quiera con ustedes, pero no me interesa, son demasiado insignificantes. Sería muy fácil para mí destruir sus sociedades, o curar sus males. Es aburridísimo.
“Pero, ¿qué debemos hacer?” gritó el pueblo a su señor.
Hagan su vida, la puta que los parió. Sigan su camino. No crean en mí: crean en ustedes. Algún día quisiera levantarme y verlos tomar el control. Quisiera que estuvieran a la altura de lo que prometen. Créanme, yo sé que ustedes pueden. Me encargué de eso.
“Dinos cómo”, exclamó un líder espontáneo entre la multitud. “No queremos decepcionarte. Ayúdanos”.
Basta. Olvídense de que pueden decepcionarme. Olvídense de que existo. Hagan como si no estuviera. Vayan, sean felices. Es lo único que me importa. Todo lo demás es secundario. No sé cómo hacer para que me den pelota y empiecen a ignorarme de una buena vez. Ya probé desaparecer durante miles de años, y nada. Lo único que hacen es generar dogmas de mierda.
La humanidad hizo silencio. Casi todos miraban para abajo, avergonzados. Todos sabían que lo que hacían era para complacer a Dios, y ahora se venían a enterar de que era exactamente lo contrario que lo que tenían que hacer. Tenían, igual, el impulso de pensar que la intención era buena. Nadie lo dijo, pero Dios sabe lo que piensan todos.
La intención no importa un carajo. Tienen que pensar. ¿Para qué les di esa capacidad? ¿Para que obedezcan a cualquier mamerto que dice cosas con tonito solemne? ¿Para eso me gasté en darles ese cerebro enorme, en erguirlos para liberarles las manos? ¿Eh? La verdad, veces me parece que me equivoqué de especie.
Un relámpago muy brillante iluminó la atmósfera. La humanidad se atajó ante la próxima aparición de un trueno extraordinario. Pero el trueno nunca se oyó. Y Dios tampoco. Las personas, poco a poco, fueron retomando su vida. Muchos quedaron con miedo a una nueva aparición, a un nuevo castigo divino. Y se dedicaron a averiguar, por todos los medios que tuvieran disponibles, cuál podía ser la mejor manera de hacer su voluntad.

Diálogo con un americano

—¿De dónde sos?
—Soy americano.
—¿Sos de Estados Unidos?
—No, ¿por qué habrías de pensar eso?
—Porque acabás de decir que sos americano.
—¿Y qué tiene que ver? ¿Desde cuándo son los dueños del continente?
—Está bien, pero es un uso corriente. Convengamos en que el país se llama igual que el continente, así que el gentilicio es razonable que sea el mismo.
—¿Cómo es eso?
—Es que a los nativos de los Estados Unidos Mexicanos los llamamos mexicanos, es lógico que a los de Estados Unidos de América los llamemos “americanos”. Y si los llamamos “estadounidenses” también estamos en problemas porque podríamos confundirlos con los mexicanos y, antes, con los brasileños.
—Es lo que pasa cuando los países no tienen nombre.
—Es que sí tiene nombre, se llama igual que el continente. De la misma manera que Sudáfrica queda en el sur de África, por lo que podemos llamar a sus nativos sudafricanos, y podemos hacer lo mismo con los que nacieron en Lesotho.
—OK. Igual hacete la idea de que no sólo los que nacieron en Estados Unidos de América son americanos. ¿Está bien?
—Está bien. Y, seré curioso, ¿de qué parte de América sos?
—Soy de Argentina.
—Ah, qué bien, de las Provincias Unidas. ¿De dónde?
—De Buenos Aires.
—OK, sos porteño entonces.
—¡No! Soy de la provincia de Buenos Aires, no te confundas la ciudad con la provincia. No seas ignorante.
—Bueno, está bien. Lo que pasa es que estamos ante el mismo caso que antes, la ciudad y la provincia tienen el mismo nombre. ¿De qué parte de la provincia sos entonces?
—De una ciudad chica en el partido de Rivadavia.
—¿Y cómo se llama la ciudad?
—América.

Texto doble y texto triple

Todos los textos son dobles. Está el texto escrito y el texto leído, que no son la misma cosa. Cada texto son dos, que pueden ser muy similares y hasta iguales, pero están separados por una capa de tiempo, espacio y mente.
No existe el texto simple. O sí existe en forma inútil. Es el texto sin lector, que podría no existir y sería lo mismo. Es casi un absurdo la noción de texto de una sola capa.
En muchos casos los textos son bañados con las aspiraciones de quien los lee, o quien los escribe, que les hacen decir cosas que no dicen. Les dan otro sabor, distinto de lo que les da la estructura. En muchos casos es ese sabor el que el lector, o el escritor, busca en el texto. Lo demás está para proveer sostén al sabor.
Es que los textos se parecen mucho a los alfajores. Sobre todo los textos buenos, los más redondos. Se pueden leer rápido. Algunos tratan de saborearlos, de hacerlos durar, pero un texto bueno suele agotarse antes de saciar al lector. Leerlo dos veces, sin embargo, equivale a comer dos alfajores iguales, es demasiado, es muy empalagoso. Conviene la variedad.
Además de la variedad, es recomendable la calidad. Los mejores textos son artesanales, aunque se usen materiales modernos en su confección. Un texto que podría ser escupido por una máquina puede ser disfrutable, pero cuando se lee uno realmente bueno se nota la diferencia.
Hay ciudades que tienen gran tradición literaria, y que cuando se las visita es menester volver con una buena selección de libros. Pero hay que tener cuidado, porque en esas ciudades hay también trampas turísticas que venden cualquier cosa, amparados en la tradición de la ciudad. En cualquier lado es necesario saber lo que se compra. Igual, es cada vez más fácil comprar en cualquier parte textos de cualquier otra.
Por eso son necesarias las traducciones. Pero su existencia genera un efecto. Ya no es un texto doble. Está lo que escribió el autor, lo que interpretó el traductor y lo que lee el lector. Es un texto triple por lo menos, y en el medio hay capas de distintas cosas, que varían según el texto y la traducción.
Los textos triples, al igual que los alfajores, proveen un sinnúmero de texturas diferentes y las personas, cuando los prueban, siempre quieren más.

Charlando con el verde

Estaba acá sentado, sin molestar a nadie, cuando se hizo presente una criatura verde, con una antena roja y una amarilla.
“Hola”, me dijo.
No tenía muchas ganas de hacerle caso, entonces lo ignoré. Pero él insistió.
“Hola, soy Segismundo”, me dijo y ya que estaba agregó una pregunta: “¿y vos?”
“Puta, me parece que voy a tener que darle charla”, pensé. Entonces decidí hacer caso y le contesté. “Soy Roberto”.
Pero Segismundo no recibió la respuesta con el entusiasmo que esperaba. “No te sientas obligado a darme charla”, me dijo.
Me llamó la atención su comentario. Era muy parecido a lo que había pensado. ¿Podía leerme el pensamiento?
“Exacto, puedo leerte el pensamiento”, contestó Segismundo sin que se lo preguntara.
“La puta, la puta”, pensé, pero me calmó. “No te preocupes, entiendo perfectamente lo que sentís, en general a los terrícolas les molesta que lea su pensamiento. Lo que pasa es que es la mejor forma de comunicarme, porque la gente miente cuando habla”.
Eso era cierto, y lo acababa de hacer. Sin embargo, hay muchas cosas que no quiero que se entere nadie y por eso no las digo.
“Es lógico que todo eso que estás pensando no quieras que los demás se enteren, pero no tenés por qué alarmarte. Olvido rápido la información irrelevante”.
Pensé entonces qué podía ser relevante para una criatura así, y qué no. También me pregunté qué hacía acá conmigo. Pero no tuvo una respuesta para eso.
“La verdad, estoy acá de casualidad, estaba explorando un poco tu planeta y vine a dar a tu casa. Sos el primero que contacto. ¿Sos un ejemplar típico de tu especie?”
Lo pensé un momento y le contesté “no sé”.
“¿Por qué? ¿Cómo son los ejemplares típicos?” Tampoco sabía eso. Si lo hubiera sabido habría podido enterarme de si yo era uno.
Segismundo entendió. Le pareció razonable, incluso. Me preguntó entonces dónde podía encontrar a alguien típico. Le contesté que fuera a las provincias a buscar algún gaucho, que son los personajes típicos de este país aunque yo nunca me haya topado con uno. Pero antes de eso pensé “en el zoológico”, porque yo a veces tiendo a pensar idioteces antes de contestar algo en serio.
Segismundo se alegró. “Sí, los zoológicos están llenos de gente típica en todo el Universo. Lo único que hay que hacer es mirar fuera de las jaulas”.
Me ofreció acompañarlo, y pensé que podía ser interesante. Sin embargo, antes de contestarle me encontré en un vehículo con él. No era una nave espacial, sino el 118, que iba para el lado de Plaza Italia. Claramente se había metido en mi mente y había pensado cómo ir al zoológico.
“No fue así, sólo consulté la guía de la Tierra que traje acá”. “OK”, pensé, mejor que hiciera eso. Le pregunté si tenía plata para pagar la entrada, pero me dijo que no iba a hacer falta. Así como habíamos entrado en el 118, podíamos entrar al zoológico. Total, no íbamos a ver animales, íbamos a ver humanos.
“Para eso nos podemos parar en la puerta”, pensé y dije a coro. Y me contestó que sí, que podía ser, y de paso veíamos a la gente que no entraba al zoológico. Todavía no lo había decidido. Ya me enteraría.
En ese momento llegamos a Plaza Once y el colectivo se vació para luego llenarse. Segismundo se fascinó, porque entró un montón de gente que le causaba curiosidad. Entonces salió de su asiento y se trepó a las paredes usando sus dedos con ventosa. De inmediato alguien se sentó en su lugar, sin darse cuenta de que estaba lleno de una sustancia verde pegajosa. Por eso yo no me había movido ahí, habitualmente cuando estoy del lado del pasillo y el de la ventanilla se va, yo me corro para dejar pasar más fácilmente a otra persona y también para mirar al exterior. Pero esta vez no lo había hecho precisamente por esa razón, y la persona que se sentó me miró mal primero por haber tenido que esquivarme, y después por no haberle avisado de lo que pasaba. Yo le había avisado con el pensamiento, sin darme cuenta de que no lo iba a poder escuchar. Entonces le puse cara de pedirle disculpas.
Segismundo, en tanto, se me perdió de vista. Cuando llegamos a Plaza Italia no lo vi más, entonces seguí viaje, por las dudas que volviera. Pero en Puente Pacífico llegó un inspector, que comprobó que no tenía boleto y me tuve que bajar.
Así fue que perdí a Segismundo, y también fue así como no pude entrar a casa, porque no se dio cuenta de traer conmigo la llave. Pero cuando me abra, señor cerrajero, podré pagarle. La plata la tengo en casa.

Dos puntos de autoridad

Cuando te mando una carta, o un mail, prefiero seguir tu nombre con una coma. Como se hace en inglés. Pero no porque me interese escribirte o pensar en inglés. Es porque la coma es mucho más amistosa. La coma es como si te codeara ligeramente, para llamar tu atención. Es un signo dicharachero, juguetón, que está al servicio de las palabras que la rodean. Con un mínimo de trazo, se encarga de establecer los sentidos. Y no se hace la importante. No pide, como el punto, que después se use una mayúscula. La coma se adapta a todo.
Los dos puntos, en cambio, son otra cosa. Es cierto que no piden mayúscula, eso lo voy a reconocer. Pero tienen otra manera de darse importancia. Los dos puntos son una especie de grito militar. Una indicación de que se viene una orden. Es necesario prestar atención a lo que sigue, porque está dirigido a la persona que se indica con los dos puntos. Es una marca en la piel que tarda en cicatrizar.
Y yo lo único que quiero es mandarte unas líneas, para establecer un poco de comunicación. No quiero crear esa distancia que crean los dos puntos. No es un mensaje de un superior a un inferior, es un mensaje de igual a igual. Y eso sólo se puede indicar con la coma.

Periodismo Maldito: Los fanáticos

“La objetividad no existe” es una máxima que se enseña en muchas escuelas de medios. Se trata de una frase cierta. Todos tienen un punto de vista, y por más que uno se lo trate de sacar de encima nunca logrará la objetividad. Es como la perfección, o el silencio total.

Lo que muchos no captan es que la inexistencia de la objetividad no implica que haya que dejar de buscarla. Como resultado, muchos periodistas tiran por la ventana toda pretensión de llegar a la verdad y expresan su apoyo incondicional a ciertos personajes, y a través de ellos a ciertas ideas.

Esto produce varios efectos perjudiciales:

1. El personaje que es objeto de adoración se estereotipa. Los periodistas fanáticos difunden una versión necesariamente idealista y simple de su manera de ser y actuar, aun cuando no sea cierto. El personaje, entonces, al seguir siendo como era empieza a entrar en contradicción con la imagen que existe de él mismo. Eso lo perjudica ante la opinión pública, a pesar de los justificativos que los fanáticos invariablemente inventan para salvar las paradojas. También puede ocurrir que el personaje se crea esa imagen y la abrace, perdiendo de esta forma parte de lo que antes era, y convirtiéndose en una caricatura de sí mismo.

2. Se produce una polarización entre los periodistas fanáticos de un personaje y los fanáticos de otro. Los niveles de fanatismo de ambos lados se van realimentando, y se genera una carrera armamentista donde antes había periodismo. En un esfuerzo para ganar adeptos, ambos bandos reclaman para sí a otros personajes, y los alinean detrás del que ellos apoyan. Del mismo modo, adjudican a otros al bando contrario y se dedican a explorar los defectos del grupo en general. No de los individuos, porque para ellos no existen como tales, sino que son sólo “istas” del principal.

3. Se genera una mentalidad conflictiva del tipo “el que no está conmigo está contra mí”. Periodistas (y protagonistas) a los que no les interesa alinearse pueden comprobar que alguien les ahorró el trabajo y los alineó en uno u otro bando. Si no se tiene cuidado, se corre el riesgo de quedar pegado en una disputa en la que casi nadie tiene nada que ver originalmente.

4. Los debates e intercambios de idea se convierten en discusiones a los gritos llenas de ad hominem y descalificaciones varias. Pierden así su esencia, si es que alguna vez la tuvieron, y pasan a ser meros ejercicios de rituales primates.

5. Aparece el fenómeno de la radicalización, según el cual para demostrar una adhesión a ciertos principios básicos hay que sostener que esos principios son los únicos, son universales y el que no los apoya es indigno de vivir.

6. Mucha gente queda con anteojeras ideológicas por mucho tiempo. Algunos directamente aprenden a ver la vida sólo en términos de las disputas entre fanatismos, y creen que eso no sólo es una manera de pensar, sino que es pensar. Es una mentalidad inútilmente partidaria que tiene una operación principal cuyo seudocódigo es el siguiente:

yo:=A
A=bueno
B=malo
Si x=A entonces x es bueno
Si x<>A entonces x=B
Si x=B entonces x es malo
Si x es malo entonces debe ser destruido

Es muy fácil entrar a esa forma de operar. Una vez adentro son pocos los que se dan cuenta de que se hacen daño a sí mismos, a los demás y a su medio.

Son pocos los que salen del fanatismo. Algunos llevan la bandera de su fanatismo particular hasta el último día de sus vidas. Unos cuantos tienen éxito y llegan a formadores de periodistas, de opinión y de medios. Ocurre que las posturas radicalizadas a veces gozan de popularidad, porque suele ser más divertido ver a un periodista exacerbado en defensa de sus ideas (a las que él llama ideales) que a alguien que busca un equilibrio entre dos o más posturas.

Esto último se da porque mucha gente cree que apasionarse por algo es una virtud suprema. Se le da más importancia a esa pasión que a todo lo demás, incluyendo si esa pasión tiene algún sentido o no. Y como no se puede ser un apasionado de la moderación, el público que busca pasión se va a los extremos.

Y la verdad rara vez está cerca de los extremos.