La salida del bigote

Sergio quería que los que lo vieran percibieran que tenía personalidad, entonces decidió cultivar un bigote. Dejó de afeitarse esa zona y, de a poco, el bigote fue creciendo. Era la primera vez que Sergio dejaba que le creciera un bigote. Por más esfuerzos que hiciera, no se podía imaginar cómo quedaría su cara una vez que estuviera bien crecido.

Los primeros días fueron los más difíciles. El bigote se insinuaba, pero no se terminaba de formar. Su cara no parecía la de alguien que dominara su vello, sino la de una persona que no sabía afeitarse. Pero Sergio tuvo paciencia. Sabía que era cuestión de días, y así fue. Con el correr de las semanas su embrión de bigote fue tomando forma.

Todavía no estaba crecido del todo. Sergio, sin embargo, supo que tenía que ser él quien controlara qué forma tomaba el bigote. Quería que reflejara su personalidad, no que creciera como le daba la gana. Y sabía exactamente qué deseaba: un bigote estilo francés, como el que usaba Carlos Pellegrini.

Aprendió la técnica acerca de dónde debía afeitarse y cómo debía tratarlo una vez crecido. A medida que el bigote se formaba, Sergio podía acomodarlo. Sergio y el bigote se iban conociendo, y sus esfuerzos se combinaron para lograr un bigote bien desarrollado, que llamaba la atención de quienes lo veían.

Sergio era otra persona. Estaba muy contento con su bigote. Todas las mañanas lo lavaba y peinaba con dedicación. Luego lo lucía orgulloso. El bigote era una parte de él que había brotado y le daba a su cara una expresión distinta.

Una mañana, Sergio despertó y fue a retocar su bigote en el espejo. Pero cuando llegó, el bigote no estaba más. No entendía qué estaba pasado, y volvió confundido a la cama. Allí lo encontró: no sobre la cama, sino apoyado sobre la pared. No estaba caído, sino que se apoyaba con sus vértices, como si fueran patas.

Extrañado, fue a agarrarlo para ver cómo podía hacer para volverlo a pegar a la cara. Pero cuando se acercó, el bigote se corrió. Intentó una vez más, y se volvió a correr. La siguiente vez Sergio fue con mucho cuidado, usando las dos manos para que no se le volviera a escapar. Y el bigote, en lugar de dejarse atrapar, salió volando. Batía sus lados como una gaviota, y se fue por la ventana.

Ya bien crecido, liberado de su cara de origen, el bigote se dedicó a recorrer la ciudad. Su vuelo no llamaba la atención de los transeúntes porque nadie se detenía a ver que no se trataba de un pájaro. Entonces podía escabullirse y aparecer en lugares inesperados.

Empezó a posarse en rostros que carecían de bigote. Las personas que adoptaba no siempre se daban cuenta, pero quienes estaban alrededor sí, y lo señalaban. Para cuando la persona se miraba en el espejo, sin embargo, el bigote ya había vuelto a partir.

En algunos casos, no se posaba sobre un espacio vacío, sino que se relacionaba con otro bigote. Invariablemente, conseguía que se fuera con él. Pronto, bandadas de bigotes volaban por la ciudad. Se podía ver un gran bigote en el aire, pero si se lo miraba con atención, se trataba de muchos bigotes individuales en formación.

Las bandadas eran cada vez más, porque muchos de los que perdían sus bigotes generaban nuevos, que tarde o temprano emprendían vuelo. Sergio crió como cuatro, pero no pudo quedarse con ninguno.

Lo mismo ocurrió con todos los hombres. Ya no se dejaron crecer los bigotes, porque de cualquier manera no iban a durar. Pero no los perdieron. Los bigotes a veces aparecían, incluso volvían a sus antiguos dueños, que en ocasiones se encontraban bigotados. La gente los señalaba, y las abuelas les decían a sus nietos: “mirá el bigote. Trae suerte”.

El artificio

Las fiestas de cumpleaños pueden ser una oportunidad para encontrarse con gente, hacer nuevos amigos, o simplemente pasar un rato agradable en compañía de un grupo de personas a las que se puede conocer mucho o poco. No es otra cosa que una reunión social, con todo lo bueno y malo que eso tiene. Excepto que en los cumpleaños aparece inevitablemente un momento terrible: el de cantar la canción del feliz cumpleaños.

Todos deben cantar la canción, o hacer como que la cantan, sin importar si tienen la voluntad. Se considera que los cumpleaños no están completos si este ritual no se lleva a cabo. En caso de que alguien no quiera cantar y haga movimientos para apartarse un poco, aunque se haya ocupado de estar presente en la fiesta es acusado de que no le importa la persona que cumple años.

Aquellos que no quieren formar parte del ritual, por el tedio causado por la interminable repetición, porque no les gusta sentirse obligados o por la razón que sea, saben que es requerido. Están resignados a formar parte sin protestar. Fingen un entusiasmo que llega a su punto cúlmine cuando el homenajeado apaga las velitas y los presentes inician un fervoroso aplauso.

Mientras cantan, algunos son mejores para fingir entusiasmo que otros. No se sabe cuántos realmente quieren que ese ritual se produzca. Está claro que hay algunos que se entusiasman. Pero es fácil sospechar que son los menos. Es muy posible que la mayoría de las personas no sean amantes de cantar esta canción, pero piensen que abolir el ritual sería más problemático que aguantarlo durante un minuto.

Hay cumpleañeros que no quieren que se les cante esta canción, y muchas veces los demás no lo pueden entender. En muchos casos la canción se canta de prepo, y es el propio homenajeado el que se ve en la situación de tener que fingir entusiasmo por su propio homenaje de cumpleaños, para no quedar como un desagradecido.

Puede ser entonces, que se dé la situación de que gente que no tiene ganas de realizar un ritual obliga a otra gente que tampoco tiene ganas por temor a que la gente sí tenga ganas y se ofenda. Puede que la costumbre haya perdurado de esa manera, y desde hace décadas casi todos participen en el ritual de cantar el feliz cumpleaños sólo por ser amable.

San Fermín vía satélite

Desde hace algunos años he desarrollado una fascinación por los encierros de San Fermín. No es que sea un entusiasta taurino: esas cosas me parecen bastante horrorosas. Todo lo referido a las corridas de toros es una cultura de la que sé poco y nada. Sin embargo, me encuentro con que durante la semana del 7 al 14 de julio me hago un momento para ver, a las 3 de la mañana, cómo en el centro de Pamplona un montón de personas se largan a correr con los toros.

Lo pasan por TVE, transmisión que habitualmente levantaba Crónica (que en los últimos años vendió ese espacio para infomerciales). Prácticamente todo lo que sé sobre esta fiesta es lo que aprendí o deduje al mirar este evento por televisión. Aprendí algunas de las costumbres, y algo del léxico.

La transmisión es igual todos los años. Está estructurada como un evento deportivo. Hay dos conductores: una mujer y un hombre. Este último, por lo menos, es siempre el mismo, y se nota que es un periodista especializado en temas taurinos. Una especie de Macaya Márquez de los toros. Hace comentarios sobre las costumbres y cómo han cambiado en el tiempo. Conoce a muchos de los que corren. Hace predicciones sobre cómo puede ser el encierro, de acuerdo a factores climáticos, de calendario o de las características de la ganadería que puso los toros (es una distinta cada día).

Antes y después hay reportajes a distintos protagonistas. En la previa, es habitual escuchar el testimonio del dueño de la ganadería de turno. El año pasado hicieron una nota a un proveedor de material antideslizante que colocan en el suelo para evitar que toros y personas se resbalen, aunque no es infalible. Después, tratan de conseguir que hablen algunos de los corredores, que cuentan algún pormenor.

La transmisión en sí es de gran nivel, digno de un juego olímpico. Las cámaras cubren el recorrido en forma integral, y consiguen planos muy certeros de distintos episodios. Se nota un nivel profesional muy alto. Refleja la mismo tiempo el respeto por la tradición y el valor de innovar. A medida que pasan los años se pueden notar mejoras, planos que en otras épocas no eran posibles.

Poco antes de la hora de soltar a los toros (8 de la mañana), los corredores realizan tres cánticos a San Fermín, el patrono de Pamplona. Piden (en castellano y en vasco) que el santo los guíe en el encierro. Lo que me lleva a pensar que la carrera en sí es una especie de prueba de fe: “como el santo me protege, me voy a exponer al peligro de correr con los toros y no me va a pasar nada”.

Durante esos cánticos, el director muestra a la multitud, todos cantando mientras enarbolan diarios enrollados. Cada tanto, se produce un contraplano a la figura del santo. Que a pesar de ser un objeto inanimado, el director considera que es su deber mostrar cómo escucha. Es una prueba de fe aún más grande.

Luego de tres cánticos, se anuncia mediante una cañita voladora que se ha abierto la puerta de los corrales. Los conductores se llaman a silencio como en los partidos de tenis. Los toros salen corriendo, guiados por otros toros llamados “cabestros” (Wikipedia me informa que son toros mansos que se usan para indicar el camino a los otros).

A los pocos metros se encuentran con la multitud. Algunos corren a la par de los toros. Otros se ponen delante de los toros y tratan de ganarles la carrera. Las personas se chocan entre sí. Los toros se resbalan. Rara vez un toro ataca a una persona directamente, pero las cornadas no distinguen intención o accidente.

Las personas (casi todos hombres, pero se ven algunas mujeres) corren en todas las direcciones. Si se caen, se quedan en el suelo porque los puede agarrar un toro en carrera. Desde los balcones, decenas de turistas que han pagado mucho dinero miran fascinados los acontecimientos. El circuito está cerrado (sospecho que por eso se llama “encierro”) y conduce a la plaza de toros de Pamplona, donde los toros serán matados en las funciones de la tarde (aunque sospecho que “funciones” no es el término correcto). Entran a la plaza, atraviesan la arena y se van para el corral. A veces los toros llegan todos juntos. Otras veces las manadas se dispersan y quedan algunos rezagados, que llegan más tarde.

Todo el trayecto suele durar alrededor de tres minutos. Cuando el último toro entra en el corral suena otra cañita voladora, que indica que el encierro ha terminado, y la plaza de toros llena irrumpe en un aplauso.

Durante el encierro, los conductores mantienen el silencio total. Un cronómetro en pantalla indica la duración. Luego del final, el Macaya Márquez taurino hace los comentarios pertinentes, mientras se exhiben las repeticiones, que muestran la envergadura de la puesta de cámaras. Se observan episodios que ocurrieron a toda velocidad en la carrera inicial, y también algunos que quedaron afuera, porque la transmisión en directo no puede mostrar todo lo que ocurre en el circuito de alrededor de 700 metros.

Los comentarios muchas veces resultan risueños para alguien que, como yo, no está acostumbrado al mundo de los toros. Llama “bonitos” a algunos episodios en los que se ve a alguien que corre y la cornamenta no llega a destriparlo. Y en ocasiones, cuando hay personas (“mozos”) que hacen cosas como provocar a los toros, el comentarista se enoja ante la irresponsabilidad que muestra ese individuo en el medio del evento en el que se suelta a los toros para que corran entre la gente.

Este comentarista siempre tiene algo para decir y para rescatar de todo encierro. La única vez que lo vi sorprenderse mucho fue en 2015, cuando uno de los toros (llamado Curioso) salió del corral con los otros, y cuando vio la escena que se desarrollaba en las calles de Pamplona, dio media vuelta y se volvió al corral. Ese día el encierro técnicamente no terminó, y el comentarista dijo que nunca había visto algo así. Al año siguiente volvió a pasar que un toro quiso volverse, pero se ve que actualizaron el protocolo, y no lo dejaron entrar en el corral. Lo hicieron asistir al encierro como cualquiera.

Pocos minutos después del final del encierro, la periodista de “campo de juego” acerca el micrófono a un representante de la Cruz Roja, que da el primer parte de heridos. Informa la cantidad de personas que debieron ser trasladadas a hospitales por distintos motivos: el más habitual es la contusión. Se pone especial énfasis en informar si hay heridos por asta de toro, que no suele ocurrir.

Siempre me sorprende la aparición del parte de heridos. Todos tienen claro que va a haber heridos, y expresan el deseo de que sean pocos. La Cruz Roja tiene varios puestos para atender rápidamente a quienes lo necesiten, y ambulancias para llevarlos. Hay despliegue de recursos muy grande al servicio de que el episodio en el que la gente corre a toda velocidad con seis toros sea organizado y previsible.

Y eso es significativo. Es fácil cargar a los que corren con los toros, porque desde nuestro punto de vista no puede ser más absurdo. Ni hablar de las corridas, donde con valor, belleza y elegancia asesinan lentamente a un toro. Sin embargo, está claro que para esta gente es muy natural. No hay en la transmisión ni un atisbo de la idea de que el encierro pueda ser objetable.

Es posible pensar que tarde o temprano el encierro y las corridas dejarán de hacerse, por razones de crueldad hacia los animales, o las que sean. Claramente implicaría un cambio cultural, pero hemos visto muchos cambios culturales.

Mientras tanto, el Estado usa sus recursos, incluyendo la televisión pública, no para promover una opinión, sino para que esta costumbre de tiempos inmemoriales de correr por las calles de una ciudad junto a los toros se realice de la manera más civilizada posible.

Playa de marzo

En marzo es todavía verano. Pero el período de vacaciones termina en febrero. Por eso en marzo los balnearios de la costa atlántica se llenan de gente que está en condiciones de esperar hasta ese mes para veranear. Ellos pueden disfrutar de todo lo que pueden ofrecer las ciudades costeras con un poco más de tranquilidad.
Para poder veranear en marzo, se requiere tener la paciencia adecuada para esperar los dos meses anteriores en el lugar de residencia. También no tener hijos a los que enviar a la escuela. Hay muchas personas que cumplen estas condiciones. Pero los que más suelen aprovechar esta oportunidad son los jubilados. Grandes contingentes de ellos llegan todos los marzos a las costas.
Las playas, entonces, ofrecen un espectáculo sin igual. Tienen la misma vitalidad que en enero y febrero, aunque no el mismo desenfreno.
Las playas están llenas de jubiladas en bikini, tomando sol y coqueteando con jubilados solteros que les aplican protector solar, de factor no menor que su edad. Más cerca de la orilla, algunos pequeños grupos juegan al tejo, y casi se superponen con los que decidieron jugar con las bochas de verdad.
Los jubilados que se aventuran en el mar disfrutan de la acción terapéutica de las olas. Algunos las navegan con sus tablas de surf. Otros tocan guitarras y bandoneones. Se arman espléndidas milongas, bailongos impromptu en los que las jubiladas en bikini muestran toda su destreza. Parece una escena de una película de los Beach Boys, y en efecto, gran parte de los jubilados eran las mismas personas que tenían 20 años durante su auge.
Ya no hay aviones que invadan con publicidad la paz de la playa. Hay algunos vendedores. No tantos como en la temporada alta. Los que quedan venden frutas frescas, frascos de vitaminas y barquillos con una ruleta que determina cuántos se entregan.
Para los bañeros todo es más fácil, porque los jubilados respetan sin excepción los carteles de advertencia. Nadie se adentra en el mar cuando está peligroso, y si se ve venir tormenta todos huyen hacia sus respectivos hoteles con pensión completa.
Tampoco hay niños que se pierdan. La playa en marzo es para los adultos, que la disfrutan sin preocuparse por el paradero de nadie.
Cada tanto, sin embargo, algún niño desubicado aparece por la playa. Los jubilados no se preguntan cómo llegó ahí, ni qué hace fuera de la escuela. Todos lo rodean, como una curiosidad. Quieren acariciarlo, emprolijarlo, darle consejos, regalarle cosas. El niño responde con sorpresa. Queda encantado por el súbito amor de decenas de abuelos.

San Telmo nostálgico

San Telmo no siempre fue un barrio de lo antiguo. En una época era un barrio más, igual a cualquier otro. Estaba algo venido a menos, y nada lo distinguía especialmente de otros barrios cercanos, como Constitución. Se trataba de un barrio más. Hasta que a alguien se le ocurrió que lo viejo que todavía se conservaba podía ser explotado como una forma de identidad. San Telmo podía convertirse, a partir de un par de manzanas coloniales y decaimiento, en un barrio donde lo antiguo fuera el punto saliente.
El plan dio resultados. Con el tiempo, el barrio se pobló de casas de antigüedades, y de turistas que venían de todas partes de la ciudad, el país y el mundo en busca de ellas. La economía y composición social del barrio cambiaron. Ya no fue el barrio que era. Ahora era el barrio de lo antiguo.
Pero algunos nostálgicos extrañaban el San Telmo antiguo. Aquel barrio tranquilo, sin turistas ni bares para atraerlos. Con casas de calculadoras y sin comercios de antigüedades. Con asfalto, antes de que lo quitaran para dar lugar al empedrado desparejo que hoy simula la precariedad colonial.
Ese San Telmo ya no existe. Ha cambiado, y ese cambio le ha traído muchos beneficios. Casi todos lo admiran y lo alientan. Pero los históricos del barrio no. Resienten todo en lo que se ha convertido el lugar de sus infancias, y les gustaría volver a experimentarlo alguna vez.
Por eso formaron la sociedad Antiguo San Telmo. Cuenta en la actualidad con más de 50.000 miembros. Sin embargo, la gran mayoría de ellos son turistas confundidos que piensan que el Antiguo San Telmo es una sociedad dedicada a la preservación del estado actual. Y es todo lo contrario.
La sociedad Antiguo San Telmo busca la modernización. Quieren que San Telmo vuelva a ser el barrio moderno que alguna vez fue. Rechazan la antigüedadización forzosa por parte de los comerciantes que cada domingo lucran en la calle Defensa con sus antigüedades, algunas de ellas de reciente creación. Por eso abrazan todo lo que luzca moderno, que juzgan que su barrio ha perdido la oportunidad de disfrutar gracias a que abrazó lo viejo.
Comprenden que el barrio nunca va a volver a ser lo que fue. Su misión es otra: recuperar lo que podría haber sido ahora. Quieren imponer todas las comodidades del nuevo siglo, sin importar su impacto en el look & feel anticuado. Quieren luces de LED, tiendas de dispositivos ultramodernos, paradas de colectivos con información actualizada, redes de fibra óptica, edificios inteligentes con paredes de vidrio.
Ya no quieren ser un barrio antiguo. Quieren que sea un barrio que acompaña el crecimiento y la modernización de la ciudad. Como era antes.

Cucharada de Nutella

Una buena cucharada de Nutella no es fácil de manejar. Hay que tener oficio para mantener toda la sustancia dentro de la zona de influencia, sin que ninguna partícula se caiga. Es necesario prestarle mucha atención. Vigilar que no aparezcan puntas desde las que el Nutella empieza a caer. Es parecido a la vigilancia de un helado para lamer las partes que se van derritiendo y mantener así la estabilidad.
Pero en la cucharada de Nutella es más delicado. El Nutella sale de la cuchara ya derretido, a menos que uno haya tomado la precaución de mantenerlo en la heladera (pero en ese caso es difícil de sacar). No tiene la consistencia de líquido sólido del dulce de leche. Es más bien un sólido líquido.
Una opción es comer toda la cucharada inmediatamente. Pero el Nutella hay que saborearlo. Hay que mirarlo un poco, dejarse tentar, disfrutar el antes. Por eso es importante no arruinar el antes con una porción de Nutella en el piso. Es un desperdicio, y un Nutella que nunca comeremos.
La técnica más apropiada para mantener el Nutella en la cuchara es girarla. No muy rápido, no muy despacio, con la velocidad justa como para mantener el Nutella en órbita alrededor de la cuchara. Este giro no tiene por qué ser continuo. Sólo hay que mantenerlo vigilado, y dar vueltas con la cuchara a medida que es necesario. Después de algunas, la masa de Nutella quedará algo enrollada, pero eso no afecta al sabor. Sólo a la experiencia, que será mejor, y cada vez más fácil a medida que vayamos reduciendo la porción de Nutella que queda en la cuchara.

El silencio de la bandera

Hay dos clases de banderas: la bandera y la bandera de ceremonia. Una se iza todos los días, al comenzar la jornada escolar. La otra se usa sólo en los actos patrios. Es una bandera más gruesa, pesada, que requiere ser transportada por un abanderado y dos escoltas.
La bandera normal está en la puerta, o en el patio, y como es parte del paisaje es fácil de ignorar. Flamea sin que la miren. Sólo es observada en el momento de ser izada, por los que llegan suficientemente temprano. El ritual es recibido con beneplácito porque implica una demora de unos minutos en el inicio de las clases.
A nadie le molesta la bandera. Pero pocos se darían cuenta si faltara. La vida en la escuela seguiría igual, con sólo la indignación del personal directivo y algunos padres como reemplazo del pabellón.
La bandera de ceremonia es otra cosa. Todos quieren acercarse a ella. Ser el abanderado es considerado un honor. Hay distintos métodos para elegir quién será la persona afortunada que llevará el peso de la insignia patria. En algunos casos es la maestra quien elige al mejor alumno. Se vale de herramientas numéricas como las notas, y subjetivas como el concepto o la conducta.
En las escuelas donde cunde la democracia, el abanderado es elegido por voto popular. En estos casos, se designa a un curso como “grado abanderado”, y se organizan comicios entre sus alumnos. Quien sale elegido será el representante de sus compañeros ante la bandera, y la portará en el siguiente acto escolar.
El acto empieza con el murmullo de los asistentes. Es un día especial. Un horario que habitualmente está destinado a clases ese día se dedica a recordar algún suceso patrio. Están presentes los alumnos de todos los cursos, y también los familiares de los alumnos que participan del programa. Todos hablan a la hora señalada. Les gusta compartir la jornada cívica. Los organizadores del acto, directivos y docentes, piden silencio en forma sutil. Pero nadie obedece. Es el pueblo el que determina la hora exacta del comienzo del acto.
En un momento dado, el público se decide a hacer silencio y la celebración puede comenzar. Arranca con palabras alusivas de la señora directora, y tal vez alguna otra autoridad. Pronto llega el momento esperado: se anuncia la entrada de la bandera de ceremonias. La bandera que no se ve todos los días. La elegante. La del honor.
La bandera entra junto al abanderado, los escoltas y el grado abanderado todo, en medio de un estruendoso aplauso que se mantiene durante todo el recorrido. Cuando todos están en sus puestos, suenan los acordes del himno nacional. Aquellas personas que están sentadas saben que es hora de pararse, y los que tienen sombreros saben que deben quitárselos.
La larga introducción del himno es escuchada con entusiasmo. Pero para cuando termina, todos están cansados, y ese cansancio se nota en la manera desganada en la que se canta. El grito sagrado de “libertad libertad libertad” no recibe el honor correspondiente en la entonación. Más bien parece un canto obligatorio, de un pueblo tan acostumbrado a la libertad que no tiene la necesidad de proclamarla. Y para cuando se llega a la parte en la que los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud, el gran pueblo argentino está cansado de la cantidad de repeticiones de esa frase, y ante cada una se va oyendo el hartazgo.
Después de una pausa instrumental, viene el estribillo, que sí entusiasma a los presentes. Coronados de fervor patriótico, la escuela toda pide que sean eternos los laureles que supimos conseguir. Un pequeño bajón posterior en la melodía no impide que el final sea enérgico, y que todo el coro se proponga jurar con gloria morir, jurar con gloria morir, jurar con gloria morir. Antes de que terminen los acordes finales se oye un gran aplauso. Todos aplauden a todos, orgullosos de compartir patria, himno y escuela con los presentes.
En ese momento, la persona encargada del protocolo anuncia que se retira en silencio la bandera de ceremonia. Pero, luego del estribillo del himno, el fervor patriótico es demasiado como para permitirlo. El pueblo quiere demasiado a la patria como para obedecer los designios de las autoridades. La bandera, entonces, se retira en medio de una ruidosa ovación.

Increpemos todos juntos

Cuando me increpan, increpo, porque no me voy a ver increpado sin increpar a nadie a cambio. Si fuera por mí, no increparíamos, pero el mundo tiene la costumbre de increpar. La gente increpa para conseguir algo. Increpan por las dudas, para que quede claro que su intención es conseguir lo que sea que increpan para conseguir. Increpan a quien sea, no importa que sea la persona adecuada para que, al increparla, las puertas se abran.
Pero a nadie le gusta que lo increpen. Algunos reaccionan tímidamente, con sumisión, y la parte increpante se ve recompensada. Otros, en cambio, reincrepan. Se producen duelos de increpación, que retumban en las ciudades. Los gritos se oyen por todos lados, y personas que no estaban siendo increpadas se sienten increpadas, entonces increpan a los que están cerca, para avisarles que no deben molestarlas con su increpación.
Toda la ciudad es un gran increpe, un concierto de gritos y gestos, que desarrolla códigos propios para poder diferenciar las increpaciones importantes, las que se producen sólo por increpar, las respuestas a increpaciones ajenas, los entrenamientos de increpación y las increpaciones sin dueño, que deambulan perdidas por las calles.
Y tarde o temprano increpar se convierte en un lenguaje, que todos usan porque es lo que aprendieron a hablar. Para los extranjeros, los habitantes del país de la increpación parecen agresivos, pero todos saben que la cultura es así. Salvo cuando de verdad quieren transmitir una solicitud con fuerza, entonces levantan el tono y se muestran a punto de enojarse.

Medio dormido

Estoy medio dormido. Más exactamente, estoy dormido en un 45%. Mi cuerpo se va durmiendo de a poco. No puedo sentir el brazo izquierdo, ni la pierna derecha. Pero sí siento el muslo derecho. El estómago hace tiempo que no da noticias, lo mismo que los tres dedos de menos uso de ambas manos.
Estoy lúcido, pero me doy cuenta de que mi creatividad duerme. Lo mismo pasa con parte de mi capacidad analítica. No puedo dividir por dos dígitos. Tengo una canción atascada como fondo de mis pensamientos, y por más que trato no puedo sacarla.
También se me durmió una axila, junto a la cuerda vocal izquierda y el arco del pie izquierdo. Lo siento como si tuviera pie plano, además de dormido. Con la mano izquierda pasa algo parecido, me da dificultad cerrarla, y noto como si tuviera mano plana, que no sabía que se podía tener.
Las nalgas están cada vez más dormidas, y es porque estoy sentado sobre ellas. Pero no puedo pararme sin despertar a la pierna derecha, ni al talón izquierdo. Es una carrera contrarreloj hacia la cama. Quiero llegar hasta ahí antes de dormirme completamente.
Trato de mantenerme mínimamente despierto, en piloto, como para desarrollar una estrategia. Me arrastro, de a poco, hacia la cama. Pero fracaso. La pierna derecha se despierta. El talón no, nunca se entera. Pero la pierna sí, y queda despabilada. La puedo usar para treparme a la cama. Me acuesto, con alrededor de la mitad del trabajo de dormirme cumplido.
Mientras me duermo, me pregunto cuándo voy a darme cuenta de que estoy durmiendo. Me contesto que, primero, darme cuenta va contra la definición de dormir, y segundo que estar atento es contraproducente. Sé que debo relajarme, y practico algunos de los ejercicios de yoga que siempre hago. Pero esta vez la pierna derecha no obedece. Está como loca. Salta, patea, deshace las sábanas. Me concentro en dominar a la pierna, y al hacerlo dejo de prestar atención a cuándo me voy a dormir. Entonces me duermo, todo menos la pierna. Y quedo toda la noche pataleando, haciendo ejercicios físicos mientras duermo.
El único problema es que después la pierna queda exhausta, y duerme todo el día.

Esperanza de liberación

Las celebraciones de los cumpleaños incluyen una ceremonia en la que se apaga la luz, se acerca una torta con velas encendidas, se canta una canción específica y se insta al homenajeado a que las apague mediante el soplo, luego de pedir exactamente tres deseos sin decirlos en voz alta. Se trata de un ritual repetitivo, que si no fuera por su obligatoriedad animaría a muchas personas que no celebran sus cumpleaños a hacerlo.
Nadie quiere, en realidad, cumplir con la ceremonia. Pero todos piensan que los demás se van a decepcionar si no ocurre. Entonces lo hacen, total dura poco, y no perjudica directamente a nadie salvo por quitarles unos instantes de la reunión y de la vida para cantar la misma canción de siempre.
Como nadie tiene ganas de pensar en el ritual, no se ponen de acuerdo en cómo insertar el nombre en el clímax de la canción. Se genera un agujero sensible, que muestra con claridad las ganas que tienen todos de estar cantando eso. Pocos nombres entran en la métrica. Algunos usan diminutivos para alargarlo, otros estiran vocales, otros apocopan, otros cambian la acentuación. Queda una desprolijidad indigna, que nadie comenta porque queda oculta por el aplauso, también obligatorio, que sigue a la interpretación y marca el fin del ritual. En ese momento se puede cortar la torta y repartir las porciones entre todos los que están esperando el premio de haber participado en esa rutina humillante.
¿Por qué se sigue haciendo? En parte porque es parte del concepto de un cumpleaños. En parte porque todos piensan que los demás lo desean fervientemente. Y, en muchas ocasiones, porque hay niños presentes.
Ocurre que mucha gente tiene el concepto de que a los niños hay que crearles ilusiones, y jamás deben ser rotas. Piensan que los niños no pueden crearse ilusiones propias y personalizadas. Entonces les venden algunas ilusiones temporales, como que en Navidad un señor gordo entrará por la chimenea y les dejará un regalo, o que un ratón les comprará los dientes a medida que se les vayan cayendo.
Con el tiempo, estos dos personajes se revelan como imaginarios, porque no es posible sostener el engaño a medida que los niños adquieren raciocinio. Pero la ilusión de las velas de cumpleaños persiste. A ellos tampoco les gusta, pero la cumplen, del mismo modo que van a la escuela y cantan el himno nacional.
Justamente por eso es preciso abandonar la oscura costumbre de apagar las velas. Los niños no necesitan ilusiones falsas. Necesitan esperanza. Y no hay mejor manera de darles esperanza que comunicarles que esa ceremonia no siempre será necesaria, y que cuando sean adultos tendrán la posibilidad de elegir si quieren hacerla o no.
Nunca es temprano para liberar a las nuevas generaciones.