Basura creciente

Un día hice pan. Compré un cubo de levadura, y sólo usé un pedazo. Sabía que me iba a sobrar, pero no se vendía en tamaños más chicos. Me figuré que me iba a servir para alguna otra ocasión. Entonces la dejé en la heladera.
Y pasaron los meses. La levadura quedó en la puerta de la heladera, olvidada, con el envase original doblado para cubrir la parte abierta. Hasta que un día la vi y me acordé la vez que había hecho pan. Se me ocurrió hacer de nuevo, entonces la abrí. Pero no me gustó lo que vi. Había tomado un color duro. No me daba confianza como para ponerla en mi nuevo pan. Así que abandoné esa intención, y tiré el resto del cubo a la basura.
A la noche, saqué la basura. Había sido un día de mucho calor, y todavía se sentía. A pesar de que saqué la bolsa en el horario estipulado, el camión tardó bastante en llegar. Y para cuando se acercó, ya era tarde.
Durante ese tiempo, desde la ventana había visto cómo la bolsa de basura se expandía, sin dudas por acción de la levadura. En diez minutos tuvo la mitad del tamaño del árbol donde la había dejado. No era un árbol muy grande, pero igual. Consideré volver a entrarla a casa, porque no era muy adecuado tenerla en la calle. Pero decidí que era peor tener dentro de la casa a una bolsa de tamaño cada vez mayor. Por suerte había comprado esas bolsas extra resistentes.
Pero incluso las mejores bolsas de basura tienen un límite. A medida que el tamaño aumentaba, iba viendo cómo se debilitaba el polietileno. Se hacía cada vez más fino. Era cuestión de tiempo para que se produjeran pérdidas.
Temí que la bolsa explotara. Que se repartieran por la vía pública enormes desperdicios. Cáscaras de banana del ancho de la calle. Envases de yogur capaces de encerrar un auto. Carozos de aceituna que rodaran hacia la gente como en Indiana Jones. Era un escenario aterrador.
Pensé en llamar a las autoridades, y me pregunté qué autoridades serían. ¿Defensa civil? ¿Recolección de residuos? ¿Bomberos? Por suerte la administración municipal había unificado todos los trámites en un mismo número, así que sabía dónde llamar.
Pero mientras estaba al teléfono, viendo qué opciones elegir del menú que se me presentó, sentí el ruido inconfundible del camión de la basura, mezcla de motor y arengas. Los vi detenerse ante mi casa, y dudar cuando vieron la tremenda bolsa que era más alta que el camión. Diligentes, entre dos la subieron al camión. Sentí un gran alivio al oír el chirrido de la compactadora.

Todos para el mismo lado

Está bien que somos todos individuos distintos, pero no vamos a llegar a nada si no vamos todos para el mismo lado. Es necesario que la humanidad tenga una sola dirección, no siete mil millones de direcciones distintas. Tenemos que estar todos juntos, sabiendo qué es lo que nos conviene y actuando en consecuencia, para poder, en el futuro y en el presente, vivir mejor.
Los desacuerdos son inevitables, por eso es necesario un liderazgo que nos lleve, que nos convenza de lo que tenemos que hacer. No hay que forzar a nadie, eso está claro. El liderazgo tiene que ser tan bueno que todas las personas decidan espontáneamente seguirlo. Así podremos estar unidos, de una vez por todas.
Claro que es difícil. Pero podemos. Tenemos que mirar la naturaleza. Los animales no hacen grandes debates. Migran en masa, todos juntos, recorren continentes enteros, cruzan mares. Llegan juntos a su destino, y mientras tanto van resolviendo los conflictos individuales, sin perder por eso la dirección general.
Tenemos que seguir el ejemplo de los lemmings. Ellos van todos para el mismo lado, con gran entusiasmo. No les importa el precipicio que viene adelante. Saben que para el bienestar de todos es necesario ir ahí. Entonces, cuando se produce el momento, todos corren hacia donde van todos los demás. Algunos llegan antes que otros. Y después su sociedad queda más saludable.

El adulto que llevo dentro

El niño que llevo dentro lleva dentro al adulto que tenía dentro cuando era niño.
La transición a la adultez no fue instantánea. Empezó muy temprano y terminó muy tarde. O tal vez no terminó. La historia de mis pensamientos es una continuidad que tuvo muchos cambios. Hubo varias evoluciones, en las que pasé por distintos pensamientos a medida que los recibía o se me ocurrían.
Mi ser infantil procesaba la información en forma similar al adulto de ahora. Me hacía preguntas e intentaba contestarlas. Formaba modelos para entender el mundo. Contaba con menos elementos de comparación, y menos cosas que llegaban a mi campo, pero eso no significa que no los tomara en serio.
Siempre fui analítico. Miraba el mundo que me rodeaba y trataba de ver cómo funcionaba. Qué estaban pensando los demás. Qué quería decir lo que no entendía, y cómo una vez que entendía algo, muchas otras cosas pasaban a ser entendibles también. Aprender era maravilloso, y mucho más fácil cuando había aprendido muy poco.
No sé si miraba al mundo como un adulto. No sé qué es eso. Muchos adultos que conozco tienen miradas que podríamos llamar infantiles. Aunque tal vez sea un insulto a las mentes infantiles. Es mejor decir que muchos adultos que conozco tienen miradas que son muy similares a la que muchos adultos, incluso algunos de los mismos, esperan de los niños.
Después crecí. O mejor dicho, ya entonces crecía. Dejé atrás muchas cosas. Atravesé etapas sociales y corporales que dejaron huellas. Muchas teorías que había formulado para explicar el mundo fueron refutadas por la experiencia posterior. Otras continúan vigentes. Algunas que durante la infancia descarté por creerlas infantiles resultaron verdaderas. Ese proceso continúa. A veces vuelvo a ideas que había rechazado, otras veces rechazo dolorosamente ideas que duraron décadas.
Todo sin un punto en el que pudiera decir “hoy soy adulto, ayer no”, excepto desde un punto de vista legal y arbitrario. Entiendo ciertas restricciones, como la idea de que a cierta edad no se está lo suficientemente desarrollado como para votar. Sé que cumplir la edad requerida no garantiza que el desarrollo se haya producido, ni se vaya a producir. También sé que no hay una buena manera de medirlo, y por eso se usa un límite de edad más o menos arbitrario.
El asunto es que este adulto sigue pensando de formas similares a la de este niño. Es como si fuéramos la misma persona. Lo llevo dentro, como los anillos que indican la edad de los árboles. Y trato de valorar su opinión. De comparar lo que pienso con lo que hubiera pensado a otra edad. Ver qué puedo extraer. Después va a decidir el actual, como siempre ocurrió. Pero trato de buscar consenso en las decisiones importantes. De que todos los que fui estén contentos con lo que soy.

Cambiar el mundo

De adolescente, Milton era bastante conservador. No entendía a sus amigos que querían cambiar el orden establecido. En realidad sí lo entendía, sabía que era una de las características de la adolescencia. A él le habían prevenido que iba a tener esos impulsos, y se había preparado para que no lo agarraran por sorpresa. Entonces, cuando sentía ganas de cambiar algo de su entorno, pensaba que era necesario rectificar a sus amigos, que tenían esa idea loca de cambiar el mundo.
El mundo estaba bien como estaba. Milton sabía que no era perfecto. Pero él, dentro de sus limitados conocimientos, podía ver una tendencia histórica a mejorar la calidad de vida y las libertades cívicas de las personas. Tal vez había momentos y lugares en los que se daba lo contrario, pero en líneas generales la cosa más o menos marchaba.
Le parecía, además, que las ideas de sus amigos eran bastante inoportunas. Ellos veían las mismas injusticias que él, pero las usaban como argumento para mostrar que era indispensable la aplicación de la idea que tenía cada uno de la sociedad. Algunos querían imponer distintos sabores de comunismo. Había quienes estaban convencidos de la necesidad de reforzar la aplicación de la religión católica y su respeto por parte de la ciudadanía. Otra idea que encontraba con frecuencia era la de expulsar del país a todo lo que fuera extranjero, porque resultaba en el saqueo de los recursos propios.
A Milton no le gustaba ninguna de estas cosas. Él estaba convencido de que lo que hacía falta hacer era pequeños ajustes, para aplacar problemas puntuales, pero no había que hacer cambios radicales. Y lo que Milton creía que debía pasar se parecía bastante a lo que estaba pasando. Entonces él acompañaba el rumbo y no tenía necesidad de rebeldías sociales.
Sus amigos trataban de convencerlo de que estaba en un error. Pero él rechazaba sus argumentos. “¿Qué podés saber de la vida? Sos demasiado joven”. Él veía que los adultos no tenían el apuro por revolucionar la sociedad, y pensaba que era por algo. A esto, sus amigos decían que los adultos no tenían la energía de los jóvenes, que tenían familias que mantener, que ya habían sido atrapados en el juego perverso de la sociedad. Era responsabilidad de ellos lograr que no siguiera pasando.
Milton pensaba que ninguno de sus amigos había llegado a sus conclusiones en forma independiente, sino que habían comprado alguna idea que habían visto en algún lado y estaban siguiendo recetas. Eso a él no le gustaba. Prefería hacer su camino. Y su camino estaba más cerca del de los adultos.
Pronto Milton creció, y fue uno más de los adultos. Estaba contento de haber terminado la adolescencia. Le había resultado un período bastante molesto. Y también recibía en su mente de adulto a muchos de sus amigos, que habían empezado a llegar a las mismas conclusiones que él. Lo veía como una reivindicación.
Cuando terminó la facultad, Milton empezó a buscar trabajo. Y se encontró con que muy seguido le pedían experiencia previa, aunque no era posible que la tuviera. No sólo eso, también había un límite de edad que hacía muy difícil que mucha gente pudiera tener esa experiencia. Tampoco esos trabajos pagaban como a él le hubiera gustado. Pero decidió que su remuneración iba a crecer a medida que su carrera avanzara.
Poco a poco fue descubriendo el mundo laboral, y el mundo externo a su escuela y su barrio. Se fue integrando a la sociedad. Conoció gente de diversos ámbitos. Y empezó a notar que muchas personas aceptaban situaciones que para él serían impensables. Él se negaría a trabajar en las condiciones que muchos de sus compañeros consideraban normales. Pretendía tener asientos razonablemente cómodos, o que no hicieran mal a la espalda. Le molestaban los controles de disciplina, la rigurosidad, tener que macar tarjeta. Le hacía pensar que no confiaban en él. Pero rápidamente descubrió que eso tenía una razón de ser. Estaba claro que unos cuantos no tenían ganas de estar ahí ni de hacer lo que hacían. Entonces procuraban trabajar lo menos posible, y para eso apelaban a toda clase de argucias.
Se encontró también con que, a pesar de los controles previos, mucha gente no estaba preparada para hacer su trabajo. Esto ocurría en todos los lugares donde trabajaba. Y se daba un fenómeno curioso. En muchos casos, los que sabían trabajar resultaban imprescindibles en su puesto, porque no podían ser reemplazados por los que no sabían nada. Y esa capacidad les impedía crecer en los escalafones. A la hora de promover a alguien, se optaba por aquellos cuya ausencia en el puesto anterior era menos problemática. Y entonces los que sabían debían reportar a los que no sabían.
Observó Milton que esas cosas pasaban muy seguido en distintos ámbitos de la sociedad. La gente, por alguna razón, estaba contenta con sobrevivir. No tenían ambiciones más allá de mantener su lugar, aun si ese lugar implicaba injusticias para ellos y para otros.
Pasaba lo mismo al elegir autoridades. Mayoritariamente se elegía no a los que ofrecían alguna posibilidad de arreglar o mejorar los problemas de la sociedad, sino que una y otra vez eran favorecidos los que prometían que nadie iba a perder nada. Ocurría, incluso, cuando los funcionarios eran notoriamente corruptos. La sociedad en su conjunto prefería no enfrentar sus problemas.
Milton se preguntaba por qué la gente toleraría corrupción en sus gobernantes, y después de un tiempo dio con la respuesta: demasiada gente toleraba corrupción en sí misma. Eran muchísimos los que intentaban sacar ventajas ilegítimas, los que trataban de poner a los demás en posición de poder extorsionarlos, los que no tenían en cuenta a los demás.
La sociedad funcionaba mal. Todos lo sabían, nadie quería hacer nada, porque eran todos adultos y tenían familias que mantener. Lentamente, Milton se fue dando cuenta de que a él no le gustaba esa manera de vivir. Quería que fuera mejor, y sabía que era posible. Era cuestión de convencer a la gente, de hacer el esfuerzo de lograr que vieran que todos podían estar mejor. Había que cambiar la mentalidad de las personas, para poder tener una sociedad mejor.
Milton no quería cambiar el mundo, hasta que el mundo lo cambió a él.