La historia de la cucaracha

A la cucaracha y a mí nos separan cientos de millones de años de evolución. Es medio increíble, pero tenemos antepasados comunes. Durante la mayor parte de la historia de la vida en la Tierra, los antepasados míos y de esta cucaracha eran los mismos. Después, hacia el final del Precámbrico, nuestros linajes divergieron. Por un lado siguieron los que iban a llevar (entre muchísimas otras especies) a las cucarachas, y por otro los que iban a llevar (entre otros) a las personas.

Siempre compartimos el mismo mundo. Respiramos el mismo aire. Nos componemos de los mismos elementos. Tenemos en común el código genético, que nosotros llamamos ADN y las cucarachas ni saben que existe. Incluso ahora, después de tantos milenios de divergencia, es mucho más lo que nos une que lo que nos divide.

Las cucarachas, igual que el ser humano, han ocupado el mundo. A nuestro modo, lo hemos modificado para estar más cómodos en él. Hemos viajado juntos, sin saberlo. Y las cucarachas viven en las mismas casas que nosotros. Cuando decimos “nuestras casas”, ese plural es mucho más amplio que lo que nos imaginamos.

A nosotros no nos gusta saber que tenemos cucarachas cerca. Y a las cucarachas no les gusta toparse con nosotros. Coexistimos en una negación mutua, que se hace difícil en los momentos en los que nos encontramos.

Y eso es lo que nos ha pasado en este momento, en este baño que sin saberlo compartíamos. Pensé todo esto cuando vi a la cucaracha, mientras mi impulso era matarla. Lo sigue siendo, y lamentablemente el asco que me da el encuentro es más poderoso que todo lo que pueda pensar que tenemos en común. Sin embargo, la cucaracha aprovechó mi ponderación para salir corriendo y escapar de mi vista.

Ahora sé que está. Me queda la opción de envenenarla, a ella y a sus presumibles compañeras, provocándoles una muerte lenta y sufrida. O puedo elegir la ignorancia. Dejar que el asco pase a la satisfacción de haberlas dejado vivir, en honor a nuestra historia común.

Bola de sangre

Ya me había acostado. Estaba por dormirme cuando cerca de mis ojos sentí el zumbido negro de un mosquito. La visión me despertó un poco, pero no lo suficiente como para despabilarme. Intenté, sin embargo, matarlo, sin conseguirlo. Como estaba casi dormido, decidí correr el riesgo de que se hiciera un festín.
Amanecí lleno de ronchas. Me picaba todo el cuerpo, incluso las partes que estaban tapadas. Evidentemente el mosquito se había metido entre las sábanas. Al levantarme, aún confundido por la somnolencia y los arañazos que me hice al rascarme, divisé en un rincón un punto rojo. Creí que era mi visión deformada, pero el punto se movía. Era el mosquito, que se había hecho tal banquete que había engordado hasta llegar a como diez veces su tamaño normal.
Se movía con dificultad, sin poder levantar mucho vuelo. Claramente, sus alas no estaban preparadas para sostener tanto peso. En un rápido despabilamiento, supe que tenía que matarlo. Aunque se había alimentado suficiente, se veía que no iba a dejar de comer cuando estuviera satisfecho. Podía seguir picándome, aunque sólo los pies y las pantorrillas. Se trataba de un mosquito glotón.
Entonces me acerqué más o menos sigilosamente. No era necesaria mucha sutileza, porque no tenía agilidad para escaparse. Además, requería muy poca precisión. Por eso lo pude aplastar sin dificultades. Pero debí haberlo pensado mejor, porque ahora en toda la pared hay un enorme manchón rojo.

Célula quiere

En algún momento del Precámbrico, dos células se unieron. Y en lugar de una engullir a la otra, formaron el primer ser pluricelular. Hasta ese momento, toda la vida era unicelular. A ninguna célula se le había ocurrido pensarse como una unidad de un todo más grande que ella misma.
Las células unidas vagaron por el mar primordial mientras eran admiradas por las demás células. Algunas las despreciaban con cierto prejuicio, pero otras se maravillaban ante las posibilidades que veían en la nueva manera de vivir.
De inmediato, las otras células las imitaron. Algunas se unieron con otra célula solitaria. Otras intentaron unirse a la dupla inicial, o a alguna otra. Así, se produjo una escalada pluricelular, que derivó en plantas y animales cada vez más grandes y complejos.
La idea prendió, y se produjo una explosión inmediata de diversidad. Pronto el mundo se cubrió de organismos pluricelulares de cualquier cantidad de formas y tamaños, que competían por los recursos disponibles.
Todos los animales actuales son descendientes de algunos de esos grupos de células que imitaron a las que fortuitamente se habían unido. Todos están compuestos por células que coexisten en más o menos armonía.
Todavía pueden verse las consecuencias de aquella actitud de imitación. Las tendencias heredadas son muy fuertes. Aún hoy, las personas tienden a querer lo que el otro tiene, y a hacer lo que el otro hace. Es un resabio de lo que hizo que todos pudiéramos existir como organismos complejos. Resabio que es explotado, sin conocer el origen, por aquellos que se dan cuenta de su existencia.