La cara acorde

Marisol amaba su nombre, lo consideraba luminoso, brillante, alegre, optimista y dicharachero. El problema era con su cara, que en su opinión no estaba a la altura de Marisol. Era cara de Gertrudis. Ella quería tener cara de Marisol, y se preguntaba por qué no podía.
Veía a sus amigas y las envidiaba. Celia tenía cara de Celia. Rita tenía cara de Rita. La otra Marisol tenía cara de Marisol. Úrsula tenía cara de Úrsula. Mabel no, Mabel tenía cara de Juan Carlos, pero eso iba muy bien con la personalidad de Mabel.
Marisol admiraba profundamente la capacidad de su hermano Ricardo, que podía poner cara de Alberto, Jorge y Horacio según fuera necesario. A veces, incluso, ponía cara de Jesús y se ganaba el respeto de todos.
Cada vez que viajaba en taxi, Marisol se decepcionaba. Los permisos que se exhibían en el asiento trasero siempre traían una foto del conductor y su nombre completo, y siempre la foto correspondía al menos a uno de los dos nombres. Habitualmente viajar en taxi la estresaba.
Marisol se preguntaba por qué ella no podía ser como los demás. Ella sólo tenía su cara de Gertrudis inmodificable. Salvo cuando se sacaba fotos. En las fotos salía con cara de Amelia. Por eso no le gustaba sacarse fotos, sentía que no reflejaban su verdadero ser.
Todo esto provocó en Marisol un problema de identidad. A veces sentía la necesidad de asumir el nombre Gertrudis para que la gente confiara en ella. Para evitar parecer que se hacía pasar por otra, debía hacerse pasar por otra. Entonces se vio haciendo una cantidad de actividades propias no de Marisol sino de Gertrudis, como llamar a las autoridades cuando los vecinos hacían ruido, tomar sólo agua mineral o tejer pulóveres rojos. No le gustaba usar pulóveres, no iban con su concepto de Marisol, pero los usaba cuando asumía el papel de Gertrudis, lo cual ocurría cada vez más seguido.
Sus amigas de siempre la conocían por Marisol, pero cada vez conocía más gente que la llamaba Gertrudis. Llegó un momento en el que se dio cuenta de que sólo usaba su nombre verdadero en ocasiones en las que tenía que mostrar el documento de identidad, por ejemplo cuando pagaba con tarjeta. A veces, algún conocido que estaba cerca y veía la tarjeta con el nombre de Marisol, la ponía en aprietos al preguntarle por qué figuraba eso en lugar de Gertrudis. Habitualmente, por toda respuesta, Marisol salía corriendo.
Marisol estaba cansada de la doble vida en la que cada vez se hundía más. Para evitar estos sobresaltos, se veía forzada a mantener grupos separados, y se sentía dividida. Estaba entre Marisol y Gertrudis, no quería ser dos personas. Quería ser una sola. Prefería ser Marisol, pero estaba llegando al punto de conformarse con ser una tercera.
Por eso se alegró mucho cuando vio el aviso de una clínica que ofrecía un sistema para cambiar la cara. Estaba impresa la foto de un señor de guardapolvo blanco que parecía extranjero. Tenía cara de Gordon, y cuando Marisol se acercó comprobó que, efectivamente, se trataba del doctor Bob Gordon. Entonces le pareció que la clínica tenía gente confiable.
Ella nunca lo supo, pero fue tanta su alegría que por un momento puso cara de Sabrina.

Cambio de cara

―Doctor, quiero tener otra cara.
El médico le preguntó si estaba segura. Marisol contestó que sí, que necesitaba un cambio profundo en su apariencia. Quería cachetes más pronunciados, nariz menos puntiaguda, ojos de otro color, labios que hicieran sentir su presencia, un poco de mentón y dos o tres dedos menos de frente.
Cuando Marisol dio el visto bueno al presupuesto, pasó al quirófano para hacerse la operación en el acto. El médico quería darle turno para la semana siguiente, pero Marisol no quería esperar.
El equipo de cirujanos plásticos del centro médico se encargó de cambiar la cara de Marisol. Cada especialista modeló una parte distinta del rostro. La piel que sobraba de un sector era trasplantada a otro. Realizaron un trabajo impecable en las seis horas que duró el procedimiento.
Cuando Marisol se despertó, su cara estaba cubierta por una venda. Se la sacó luego de recibir la autorización correspondiente. Pidió un espejo para verse. Estaba irreconocible. Por eso no se reconoció. Tardó un rato en acostumbrarse, pero quedó conforme con su nueva cara.
Cuando recibió el alta definitiva, se encaminó hacia la salida. Pero antes tenía que pagar. Fue a la caja y presentó el presupuesto que le había pasado el médico, junto a su tarjeta de crédito. La cajera le pidió una identificación, y Marisol le dio la cédula. Pero la cajera no la reconoció, y sospechó que la tarjeta era robada. Marisol intentó darle otros documentos donde pudiera comprobarse su identidad, pero en ninguno de ellos constaba su cara actual.
La cajera no aceptó la tarjeta y se produjo una fuerte discusión que derivó en un llamado a la policía. Marisol fue detenida por fraude comercial. Llamó entonces a algunos amigos para que la fueran a buscar y le hicieran el favor de pagarle la fianza. Pero uno a uno, cuando llegaban, no la reconocían. Y como su voz todavía estaba tomada por los antibióticos, tampoco podían saber quién era al hablar con ella. Marisol, entonces, quedó tras las rejas, presa de su nueva cara.
Se mantuvo detenida hasta que la policía se tomó el trabajo de comparar sus huellas digitales con las que tenían archivadas. Recién entonces le creyeron la historia del cambio de rostro. La liberaron, pero con la condición de que pagara la deuda con el centro médico.
Marisol, entonces, volvió a la caja con su tarjeta y con el único documento actualizado que acreditaba su identidad: la foto del prontuario.

Me tragó la tarjeta

En general, en los supermercados, trato de evitar las cajas que son operadas por hombres. Por alguna razón, encuentro que las mujeres suelen hacer mejor ese trabajo. Le ponen más ganas, son más prolijas. No sé por qué, pero cuando voy al supermercado no es para conocer el origen de las costumbres. Mi prioridad es hacer rápido.
Ese día me atendió un cajero hombre. A veces no es posible encontrar una mujer. Ocurre seguido que las cajas atendidas por hombres tienen menos cola. Y a veces vale la pena ir a ésas, porque por más que atienda un hombre uno sale del supermercado antes.
Debo admitir que no era un supermercado de los que mejor se preocupan por atender al cliente. Pero era el más barato, entonces algunos de los problemas se le perdonan. De todos modos, es medio exasperante que haya muchas cajas cerradas, que no funcionen las cintas transportadoras, o que no tengan posnet en todas las cajas. Es cierto que hay gente que paga en efectivo, pero no creo que sean muchos los que hacen compras grandes y pagan con parva de billetes.
En este caso, el posnet del sector estaba en otra caja. Cuando le presenté la tarjeta para pagarle, el cajero pegó un grito para que se lo trajeran. Desde otra caja le gritaron que lo estaban usando, entonces me dijo que esperara un momento. Acepté, y me dediqué a guardar las cosas en las bolsas.
En un momento miré al cajero y me encontré con que, mientras esperaba, estaba chupando mi tarjeta. Se la pasaba por los labios y la lengua. No me gustó lo que hacía, pero no sabía cuál era la etiqueta en estos casos. No tenía ganas de ponerme a discutir con el tipo. Se me ocurrió decirle que no era muy sanitario lo que hacia, pero pensé que lo más probable era que lo supiera y no le importara.
Decidí, de todos modos, que era pertinente decirle que me estaba babeando toda la tarjeta. Pero ya era tarde. Cuando me quise acordar, se la había introducido en la boca y se la había tragado.
Esto causó varios inconvenientes. Llamé rápido al personal de control de cajas para decirles lo que había pasado. Tenía miedo de que se asfixiara. En seguida llamaron al departamento médico, pero no se la pudieron hacer escupir. Ya había hecho un trayecto demasiado largo en el aparato digestivo, estaba a merced de los jugos gástricos. Pero iba a sobrevivir. Eso era lo importante.
Pude pasar a lo menos importante, que era pagar la mercadería. El problema era que ya no tenía la tarjeta, por culpa de la acción del cajero. Tampoco tenía efectivo, ni otra tarjeta. Así que, en atención al inconveniente que me habían causado, me dieron un vale para pagar otro día, cuando pudiera. También me dijeron que me iban a devolver el importe de la reposición.
Me fui del supermercado y tuve que llamar al banco para que me la volvieran a emitir. Cuando me preguntaron qué había pasado, les dije “el cajero me tragó la tarjeta”. Pero me entendieron otra cosa, así que les tuve que explicar todo esto.

Contener la risa

“¿Cómo puede Batman, que es un ratón, ser un héroe?” dijo el entrevistador, aparentemente sin darse cuenta del tamaño de la estupidez que había dicho. La cantidad de errores lógicos y fácticos contenidos en tan pocas palabras hizo que reaccionara con una risa que brotó de los más profundos confines de mi cuerpo. Pero no podía exteriorizarla, porque el marco de la entrevista no lo hubiera permitido. Entonces me inquieté, buscando una manera de sacar el impulso de reírme.
Moví la cabeza para todos lados, como para distraerme, pero también con otro objetivo. Quería expresar la risa a través de los ojos. Para eso debía encontrar a alguien que estuviera pensando más o menos lo mismo que yo, y conseguir que nos miráramos durante un instante. Así, la carcajada la exclamaría esa otra persona. Los ojos son la ventana al alma, y la risa es el lenguaje del alma, entonces la única manera de sacarla sin emitir sonidos era a través de ellos.
Pero no había nadie en las cercanías que me mirara. Entonces la risa continuó haciendo presión sobre mi cráneo, concentrándose en los ojos. Mis globos oculares se hincharon. La cara se puso roja. Algunas lágrimas atravesaron las mejillas.
La maquilladora me hizo señas de que en la pausa me iba a arreglar. Intenté mirarla a los ojos, pero no se estaba riendo por dentro. Miré a los otros invitados del programa, que habían escuchado la misma pregunta. Los miré con complicidad, pero también con un implícito pedido de ayuda. Sin embargo, continuaron hablando como antes, sin hacerme caso. Supongo que, como tenían más experiencia que yo, habían podido digerir mejor la frase del conductor sin llenarse de carcajadas internas.
Pero yo no sabía manejarlas. Mi cara estaba cada vez más hinchada, y mis ojos estaban por salirse de sus órbitas. Poco después, llegó el momento de la incontinencia. Mis ojos explotaron y, además de los pedazos de retina, el estudio se vio invadido por una estrepitosa carcajada, que retumbó durante varios minutos.

Pelos en la lengua

Cuando tosí un pelo, no le di importancia. Supuse que venía de lo que estaba comiendo. Muchas veces hay pelos en la sopa, o en cualquier otro plato, y da un poco de asco, pero no pasa nada. En esta ocasión, no me lo había tragado, dado que lo estaba viendo. Y de haberlo tragado, nunca lo hubiera sabido.
Pero más tarde, a la hora del postre, ocurrió algo más alarmante. Cuando empecé a lamer el helado, las partes donde la lengua se arrastraba quedaban con rayas. Como si hubiera pasado un rastrillo. No se producía la habitual reducción lisa del helado.
Ya eso era extraño, pero lo siguiente lo fue más. No sólo el helado quedaba rayado, sino que apareció una extraña partícula en su superficie. Al inspeccionarla, vi que era un pedazo de carne picada, cuya clara proveniencia era la bolognesa que había comido un rato antes.
Ahí me dio asco y tiré el pedazo de carne, pero no me explicaba cómo podía haber llegado al helado. Así que cuando lo terminé fui discretamente al baño para examinarme en el espejo. Y ahí descubrí lo que pasaba: tenía pelos en la lengua.
Eso explicaba la dificultad que venía teniendo para masticar la comida. Y también para hablar. Las palabras que quería decir a veces se veían atrapadas en los pelos, y no llegaban a mi interlocutor. Entonces tenía que decirlas más fuerte, cosa que me cansaba más fácilmente, entonces trataba de decir lo menos posible.
Me pregunté por qué podrían haber salido esos pelos. Tal vez era una respuesta del cuerpo a mi costumbre de respirar por la boca, y no tanto por la nariz. Así, el aire se podría filtrar un poco más. Revisé la lengua para ver si encontraba mocos, pero por suerte no había ninguno. Sólo había algunos restos más de bolognesa y pequeños trozos de granizado.
Me hice unos buches y volví a la mesa. Traté de no mencionar lo que ocurría, aunque era posible que mis interlocutores se dieran cuenta cada vez que abría la boca. Por suerte ese día no estaba hablando mucho, y cuando abría la boca para ingresar algún bocado, la visual se bloqueaba con ese bocado.
Quise ir al médico para tratar esa anormalidad, pero nadie lo reconocía como su jurisdicción. Los dermatólogos me mandaban a los gastroenterólogos, que me derivaban a los nutricionistas, que me recomendaban otorrinolaringólogos, que me volvían a mandar a dermatólogos.
De tanto ir a profesionales, pasé por un estilista, que me ofreció dar forma atractiva a los pelos de la lengua, para que no me diera vergüenza abrir la boca. Tenía la tijera de cortar las uñas preparada para empezar el corte, pero no me gustó la idea y me fui ante las repetidas ofertas de diferentes peinados.
Decidí que, para no estar todo el día pensando en esos pelos, lo mejor era afeitarlos. Incorporé ese sector a mi afeitada matinal. Supe que existía el riesgo de que a la tarde la lengua estuviera un poco más áspera, pero nada me impedía volver a afeitarme si tenía algún compromiso a la noche.
Por suerte, la espuma que ya venía usando era de mentol, así que ahora, cada vez que me afeito, no sólo la lengua queda lampiña sino que me deja un aliento refrescante.

Colocar la voz

El tenor se paró en el escenario con aires de suficiencia. Era sólo una fachada, por dentro estaba nervioso. Sabía que lo que iba a cantar era muy difícil. Sólo unos pocos habían logrado cantar esa aria a la perfección. El rango de notas era más para un coro que para un solista.
Sabía que podía hacerlo, porque en los ensayos le había salido. Pero no siempre. Varias veces había tenido problemas para llegar al si bemol final. No estaba seguro de poder controlar todas las notas durante la función. Si tenía suerte, todo saldría bien.
Por eso trataba de proyectar una imagen de suficiencia. Si el público se daba cuenta de que estaba nervioso, la presión se haría más grande. Y ya tenía suficiente con su incertidumbre como para agregar la de los demás.
El público aplaudió su aparición. Los músicos tocaron, y el tenor comenzó a cantar. Se sintió bien. Los nervios hacían que prestara atención a todas las notas, entonces la representación estaba saliendo muy bien. El público mostraba conformidad en silencio. Pero no había ninguna garantía de que el si bemol final fuera a sonar como debía.
Entonces el tenor se preparó. Sabía que podía. Prestó atención a sus movimientos. Era sobre todo una cuestión de técnica. Necesitaba colocar la voz. A medida que se acercaba el momento, mientras cantaba iba calculando cuánto aire tenía y cuánto faltaba para llegar a la temida nota.
Finalmente, luego de un suspenso marcado por la partitura, el momento llegó. El tenor respiró, abrió la boca y se dispuso a deleitar al público mientras producía su propio alivio. Pero los nervios le jugaron una mala pasada. Al respirar, envió tanto aire al diafragma que cuando quiso colocar la voz, las cuerdas vocales salieron volando y fueron a dar al medio de la platea.

Esperaba un bebé

Las ecografías indicaban que era un varón. Había sido un embarazo incómodo. Se esperaba un parto complicado, por eso ella decidió seguir las indicaciones de los médicos y aceptar todos los anestésicos que le ofrecieron. Rompió bolsa unos días después de la fecha prevista. El bebé que esperaba había tenido un poco más de tiempo para desarrollarse.
Después de un trabajo laborioso, por fin dio a luz. Sin embargo, cuando la criatura salió, todos se llevaron una sorpresa. No era un bebé, como estaba previsto, sino un adulto bien formado.
Era la imagen perfecta del padre. Tenía la misma nariz, la misma frente, la misma barba. De hecho, era difícil diferenciarlos, salvo por el hecho de que el recién nacido estaba sin ropa, como había llegado al mundo, y mostraba dificultades para incorporarse.
La madre se mostraba agotada. Luego de que el padre cortara el cordón umbilical, el nuevo integrante de la familia fue llevado a otra sala para ser limpiado y vacunado. Pesó 68 kilos al nacer, y fue necesario agarrarlo entre cuatro enfermeras para poder darle las vacunas.
Cuando los médicos terminaron las intervenciones pertinentes, fue trasladado junto con su madre a una sala común. Lo depositaron en la cama de al lado, que por suerte estaba libre. Poco después, se produjo el mágico momento: la madre lo amamantó por primera vez. Mientras tanto, el padre se acercó al sector de geriatría para ver si podía conseguir pañales del tamaño apropiado.
Durante los dos días siguientes, los familiares y amigos de la pareja se acercaron al hospital con regalos y buenos deseos. Casi todos comentaron impresionados el tamaño del hijo y su parecido con el padre. La madre no hablaba mucho, tenía un semblante serio. Todos lo adjudicaban al agotamiento por el parto.
Finalmente, la familia fue dada de alta. Los flamantes padres llevaron al fruto de su amor entre los brazos de ambos. Lo sentaron en el asiento de atrás del auto y lo trasladaron hacia su nuevo hogar.
Cuando llegaron, la madre se echó a llorar. Su pareja se sentó a su lado, para acompañarla en el momento de emoción. Pero eran muchas las emociones. Por un lado estaba la felicidad innegable de ser madre. Por otro lado, la conciencia de la responsabilidad que a partir de ahora tendría. Sin embargo, también había una cierta frustración. No lo podía decir sin quedar como alguien insensible, pero su hijo la había decepcionado. Ella esperaba un bebé.

La barba es parte de mí

Mi barba me acompaña cuando estoy solo. Me es fiel. Siempre está ahí, siempre sé dónde la puedo encontrar. Es como una extensión de mi cuerpo. Es lo que soy. Es parte de mí.
Es como mi sombra, pero mejor porque está también cuando no hay luz. Y se la puede tocar, acariciar, peinar. Está siempre cerca de mi cara. Yo la cuido, porque ella me cuida. Cuando hace frío, me protege. Me rodea el cuello y me abriga como una bufanda.
Requiere cuidados para estar saludable. Igual que yo. Tengo que tratarla con suavidad, porque a pesar de ser resistente, es también delicada. Si pasan muchos días sin el aseo correspondiente, se pone tensa, desordenada, pinchuda. En cambio, cuando la trato bien está grácil y sedosa.
Ella define mi apariencia. Mi cara no termina en el mentón. Si no estuviera, parecería otra persona. Como que me faltaría algo. Los niños no podrían agarrarse de ella para estar cerca de mí. No podría atarla a los caños cuando el colectivo está lleno. No podría hacer cosquillas a la gente cuando hago el gesto de negación.
A veces parece tomar vida independiente. La punta se traslada hacia distintos lados. A veces me indica el camino. Otras veces le indica mi camino a los demás, como una luz de giro. Pero en general se mueve junto con mi cabeza, asintiendo cuando mastico, absorbiendo el aire que respiro, filtrando los mosquitos que puedan llegar al cuello.
Ocurre a veces que me la piso, porque soy achaparrado. La barba va al suelo también, se solidariza conmigo, y después se queda cabizbaja, inconspicua, como si le diera vergüenza haberme traicionado. Pero yo la perdono. Sé que no es su intención. Como tampoco se engancha a propósito en las puertas de los ascensores. Y ahí ella sufre más que yo.
A la noche, después de lavarme los dientes y peinarla con dulzura, me acuesto con ella. En realidad, me acuesto en ella. Apoyo la cabeza en mi mullida barba, que es mucho mejor que hacerlo en una almohada. Porque aunque no parezca, la barba es parte de mí.

Viaje al interior

No lo podía probar, pero estaba seguro de que mi nariz albergaba un moco consistente. Lo sentía no sé bien cómo, de alguna manera mi cuerpo estaba al tanto de lo que ocurría en sus confines. Estaba claro que tenía que sacarlo de ahí cuanto antes.
Sonarme la nariz no era suficiente. Decidí pasar la parte transversal del dedo índice de la mano izquierda por la parte inferior de las fosas nasales mientras movía la cabeza para los dos lados. Pero el moco estaba más adentro. Era necesaria una intervención directa.
Así que me aseguré de estar solo, me lavé las manos, las sequé bien y procedí a buscar el moco con el mismo índice, pero ahora colocado en forma paralela al tabique. El índice escarbó, con la ayuda del pulgar, en busca del moco notorio. La operación duró unos segundos. Localicé un candidato y tuve algunos problemas para capturarlo, dada la naturaleza escurridiza de los mocos, además del hecho de que estaba trabajando a ciegas. Finalmente, lo saqué, pero al examinarlo llegué a la conclusión de que ése no podía ser el moco que buscaba, por dos razones: era demasiado chico, y seguía sintiendo la presencia en el interior de la fosa.
Entonces envié al dedo a realizar una búsqueda más profunda. A empujar sin miedo hasta toparse con el moco. El dedo entró en la fosa nasal y me sorprendí al darme cuenta de que entraba completo. Más me sorprendí de que todavía no hubiera encontrado al moco, entonces insistí. El dedo ya estaba completamente adentro de la nariz, y seguí haciendo fuerza, entonces entró también la mano.
Cuando me quise acordar, tenía el codo adentro de la nariz. A esa altura el compromiso era demasiado grande como para desistir de mi búsqueda. Entonces le di para adelante.
De repente, mientras la axila entraba en la nariz y su olor se hacía notorio, sentí una fuerza que me tiraba por la espalda. Antes de poder impedirlo, di una vuelta carnero invertida y caí de lleno dentro de mi nariz.
A pesar de que sabía dónde estaba, me encontré en un lugar desconocido. Aparté los pelos de la fosa nasal y penetré en mi cabeza. No encontré rastros del moco. ¿Me lo habría respirado? Me pareció que, ya que estaba ahí, podía investigar, entonces me deslicé por la faringe como por un tobogán, y fui a parar a la tráquea. Lo supe porque sentí un cuerpo extraño en el cuello. Aunque no era un cuerpo extraño, sino el mío, es lógico que no me reconociera porque nunca me había visto tan por dentro.
Quise avanzar hacia los pulmones, pero el cuerpo ya había dado la alarma. Sentí que todo mi entorno se movía con un ritmo creciente. Nunca había estado en una situación así. Un viento muy fuerte se levantaba a intervalos regulares desde la parte de abajo. Me agarré de donde pude, pero no había demasiadas salientes en la tráquea. Entonces la fuerza del viento me desplazó y me volvió a llevar hacia arriba.
Pero no volví a la nariz. Reconocí la campanilla, que siempre había visto desde el otro lado. Supe así que estaba en la boca. Vi luz al final de ese túnel, estaba abierta. El movimiento frenético continuaba, y el viento me llevó hasta la lengua, desde donde me expulsé con una fuerte tos.
En la confusión, como no sabía qué hacer, no me di cuenta de taparme la boca con la mano mientras me tosía, entonces caí al suelo con la fuerza del escupitajo producido por la tos. Por suerte no soy muy alto.
Me quedé unos momentos en el suelo, calmándome. Respiré profundo para recuperarme de la agitación, y también de todo lo que había tosido. Cuando estuve más calmado me examiné, a ver si estaba todo bien. Miré especialmente el brazo izquierdo, el primero que había entrado en la nariz. Y en ese momento descubrí al moco, que sin que me diera cuenta había quedado enganchado en el reloj.
Liberado del moco y de mi invasión, me paré frente al espejo y miré la nariz, porque pensaba que podía tener algún daño. Pero se la veía normal. Todavía ante el espejo me pasé los dedos índice y pulgar por el borde de las fosas como para chequear que todo estuviera bien, y en ese momento la nariz me empezó a sangrar.
Tuve que levantar la cabeza y ponerme un algodón, y en pocos minutos la hemorragia paró. Sin embargo, en los días siguientes tuve varios episodios en los que me volvió a sangrar. Entonces consulté a un médico. El doctor me examinó con su instrumental especializado, y cuando terminó me preguntó “¿te estuviste metiendo el dedo?”

Hasta las manos

En la administración del subte imperaba la idea de que no era necesario incorporar más formaciones, porque aunque hubiera mucha gente, quedaba lugar. Siempre entraba una persona más. El concepto era una versión inversa del fenómeno de los tubos de dentífrico.
Como resultado, en las horas pico, la gente se abalanzaba sobre los vagones. Los más ágiles conseguían asiento, los demás debían conformarse con estar dentro del vagón y ser trasladados con la velocidad del subte.
Los que se quedaban parados no se podían mover durante el trayecto. En consecuencia, no tenían ninguna necesidad de usar los brazos. Incluso resultaban molestos. Había que apartarlos cuando alguien intentaba hacerse paso para acercarse a la puerta, y siempre se corría el riesgo engancharlos en alguna parte. Los únicos que usaban los brazos eran los carteristas, que aprovechaban los tumultos para sustraer billeteras y otros objetos de valor sin que los dueños se percataran.
La administración del subte, al darse cuenta de los problemas de acarrear brazos en los trenes, decidió implementar la obligatoriedad de despacharlos antes de iniciar el viaje en las horas pico. Calcularon que se obtenía un incremento del 20% en la capacidad de cada coche al distribuir mejor los cuerpos.
Los guardas apostados en cada puerta recibían los brazos y los colocaban en los espacios para guardar bolsos, que antes nadie los usaba por temor a ser víctimas de hurto, de modo que hasta ese momento resultaba espacio desperdiciado. Con la nueva modalidad, era imposible el robo de brazos porque nadie tenía manos para agarrarlos. Al final del viaje, cada pasajero pedía su brazo al guarda. Los empleados distribuidos en el andén le colocaban uno de los brazos, de modo que el pasajero pudiera restituir el otro sin ayuda.
Los pasajeros al principio objetaron, pero luego decidieron resignarse. Era cierto que se viajaba un poco mejor sin brazos. También las condiciones de seguridad habían mejorado, porque ya no había carteristas. El trámite de despachar los brazos y volverlos a obtener al final del viaje era algo engorroso, pero de todos modos el subte seguía siendo el transporte más rápido, y el público lo siguió eligiendo para hacer sus viajes diarios.
Algunos pasajeros, inevitablemente, se olvidaban los brazos o tomaban por error brazos ajenos, así que debió implementarse en la cabecera de una línea el Salón de los Brazos Perdidos, donde se podían efectuar reclamos durante treinta días. Pasado ese tiempo, los brazos no reclamados eran donados al Hospital de Miembros, donde los pacientes que sufrían amputaciones los recibían como reemplazo.