Tiempos de crisis

“Tiempos de crisis” arranca como cualquier drama político. Desarrolla los personajes a medida que se configuran intrincadas intrigas palaciegas. Elige claramente un lado donde espera que el público también se sitúe. Y lo hace en forma muy efectiva. A través de sutiles caracterizaciones da vida a la administración del presidente Colin Porter, con su jefe de gabinete y sus asesores muy bien logrados. Las magníficas actuaciones de un elenco no muy experimentado es mérito del director Stanley Schall.

Además de la administración, los congresistas opositores también tienen, además de calidad actoral, un realismo que permite apreciar incluso algunos elementos satíricos en la película. A través de ellos Schall propone una crítica al sistema todo. Los “enemigos” explotan las debilidades institucionales y también las de los personajes de la administración, que son los que sostienen al gobierno ficticio que el film construye.

Durante toda la primera mitad, con sutileza la película muestra las grietas institucionales, y cómo el sistema requiere de esas grietas para funcionar. Las fortalezas y debilidades de distintas personas son las que construyen una administración más grande que todos ellos. Ésa es la fortaleza del sistema, y paradójicamente también la debilidad.

Una vez que la película mostró lo bueno y lo malo del sistema, se ocupa de lo que quiere ocuparse. Ni los personajes ni el público están preparados para el ataque de Godzilla que ocurre en la segunda mitad. Toma de sorpresa a todos por igual, y esto tiene el efecto de unir a todos. Los que antes eran oficialismo y oposición ahora tienen algo mayor por lo que trabajar juntos. Los que antes eran personajes y público también.

La ruptura del precario equilibrio del film genera la necesidad de una pronta resolución. Sin embargo, las dificultades para lograr esa resolución han sido hábilmente armadas durante la primera mitad pacífica, en la que se establecían conflictos mundanos no para ser resueltos narrativamente, sino para mostrar el ambiente en el que se iba a producir el ataque devastador.

Sin arruinar el final, cabe decir que el desafío de la película es lograr reducir a Godzilla sin romper el equilibrio institucional. Los distintos actores deben aprender a trabajar juntos, sin tiempo para mezquindades ni negociaciones políticas, que es lo que saben hacer. Deben aprender a hacer un Estado cuando están acostumbrados a hacer política. Y ésa es la lección más grande del film.

Entender de fútbol

El mundial de Italia comenzó cuando estaba en cuarto grado. Mi interés por el fútbol en ese momento era nulo. Tenía vagos recuerdos del mundial anterior, en el que sabía que Argentina había ganado pero también sabía que era porque justo le había tocado jugar la final: no tenía el concepto de clasificación y había igualado “final” con “último partido”. Me preguntaba para qué jugaban todos los otros si sólo dos iban a jugar la final. La respuesta a esa incógnita era simple pero nunca me había molestado siquiera en deducirla.

Grande fue mi sorpresa cuando se interrumpieron las clases para mostrar la inauguración. Me parecía inútil interrumpir las clases para semejante cosa, prefería que me dejaran ir. Como fue cerca del mediodía, volví a casa a comer y aproveché que las clases estaban interrumpidas para no ir a al jornada vespertina y quedarme en mi mundo.

Se hablaba, sin embargo, de poco más que el mundial. Así que absorbí algunas cosas: Argentina había perdido el primer partido y tenía que ganar el siguiente, y siguió haciéndose camino medio a los tumbos. Los siguientes partidos fueron en fin de semana o en horario posterior al escolar, y no entraron en conflicto con la escuela. Estaban ahí presentes, donde fuera, pero no me había interesado lo suficiente como para prestar atención más que a unos pocos momentos. Pero al menos aprendí que había un sistema de clasificación.

Hasta que llegó el partido con Italia, que fue un día de semana a la tarde. Se interrumpió la jornada de inglés para que lo viéramos. No quería, pero no había opciones, así que lo vi junto al resto de la escuela. Tal vez fue la primera vez que presté atención a un partido de fútbol.

Rápidamente algo me llamó la atención. Yo no sabía nada de fútbol pero había un par de cosas básicas que entendía. Por un lado, sabía que Argentina jugaba con una camiseta celeste y blanca, por lo tanto los de azul eran los otros. Por otro, sabía que en el fútbol hay que meter la pelota en el arco del otro, lo que implica que cada equipo quiere llevarla a un lado específico y alejarla del otro. Cómo funcionaba eso, qué métodos se empleaban para lograrlo, qué era un mediocampista eran conceptos que no conocía ni me importaban.

Inmediatamente comenzado el partido, en medio de la excitación general de la escuela, cada vez que la pelota se acercaba a algún área, no importaba cuál, había un grito generalizado y eufórico de gol, hasta que se daban cuenta de que no era así. Les trataba de decir que no sólo no eran goles sino que estaban celebrando acercamientos del rival, pero mi escasa capacidad de liderazgo ya se manifestaba entonces.

Como resultado, a los pocos minutos de empezado el partido, gran parte de la escuela gritó el gol de Italia.

El partido siguió, con Argentina con la necesidad de empatar para tener chance de jugar la final. Extrañamente, en medio de ese entorno, lo que ocurriera con el partido me empezó a importar. Sin entender exactamente qué pasaba, ni analizar por qué ocurrían las cosas, me fui enfervorizando hasta que grité el gol de Caniggia con emoción genuina.

A partir de ahí, se produjo un quiebre y el fútbol me empezó a interesar. Quería verlo, jugarlo, aprenderme historia, estadísticas. Sepulté definitivamente la Billiken para empezar a comprar El Gráfico, que a los pocos meses vino con unos fascículos prácticos de historia del fútbol argentino, a través de los que conocí por primera vez los nombres y la narrativa correspondientes. Empecé a ir a la escuela de Marangoni, que acababa de retirarse. Y también empecé a vincularme más con mis compañeros de escuela, porque encontré que el fútbol me daba algo en común con ellos.

Luego de ese entusiasmo inicial pasé por distintas etapas de interés pendular. Había años en los que ni me acercaba, otros en los que pensaba todo el tiempo en fútbol. Fui esporádicamente a la cancha, y miraba muchos partidos televisados. También me conecté con las órbitas del fútbol, como los canales de televisión, las revistas o las camisetas.

El universo fútbol absorbe mucho. Abarca toda clase de industrias y formas de pensar. Hay toda clase de actividades que no hacen al deporte, pero se siente como si fuera. Saber de fútbol puede querer decir muchas cosas: entender de técnica, táctica, reglamento, historia, política de clubes y asociaciones, relaciones entre hinchadas, estadísticas, agendas periodísticas, relaciones internacionales y un abultado número de etcéteras que nada tienen que ver con el juego.

Como ejemplo, uno puede pasar semanas enteras viendo programas de fútbol por televisión, y en ningún momento oír hablar de fútbol. Se habla de cábalas, de declaraciones de jugadores, de camarillas de vestuario, de incidentes, de candidatos a reemplazar técnicos, de transferencias, de aniversarios, de sanciones. Cuando se habla de algo que pasó en un partido, tiende a estar reducido a jugadas que pueden o no haber sido penal y cosas así.

Esto permite que mucha gente hable y se ocupe del fútbol sin necesariamente entender de fútbol. Porque lo que observé aquel día de 1990 en la primaria con el tiempo comprendí que seguía siendo cierto en todas las edades: los que les importa el fútbol son una minoría muy pequeña. El resto, como hice yo ese día, se engancha en la vorágine de la pertenencia, sin que le importe demasiado a qué exactamente. Es una actividad estimulante, y como todo estimulante, se corre el riesgo de que en exceso sea tóxica.

Hace algunos años decidí que ya había tenido suficiente. Me cansé de los ciclos, de la calesita de reacciones previsibles ante eventualidades limitadas. Las reacciones de todos los actores ante distintas eventualidades que ocurren regularmente son completamente previsibles. Se puede hacer un diario deportivo mediante algoritmos, sólo llenando los detalles (quién ganó, quiénes hicieron goles), el resto se escribe solo. Obviamente personas talentosas pueden leer e iluminar ecos y significados en las ocurrencias más mundanas, pero en el mundo del fútbol no ocurre lo suficientemente tan seguido.

Desde entonces, mis contactos con el fútbol han sido limitados. Sigue existiendo, es imposible no enterarse de ciertas cosas, y tampoco tengo por qué negarme a ver algún partido si me agarran ganas. Pero no ocupa mi pensamiento, ni despejo mi vida de conflictos que me impidan vivir partidos que antes me habrían importado.

Conservo, sin embargo, la alfabetización futbolística. Cuando me encuentro en una situación en la que se habla de fútbol, puede que no conozca a los jugadores, pero rápidamente puedo ser aceptado como par. Puedo estar sin perderme gran cosa cuando amerita, o cuando no hay más remedio, y puedo saber de qué se trata

Tráfico de figuritas

El coleccionismo de figuritas es una costumbre muy popular entre los escolares. Los fabricantes lanzan todos los años nuevos juegos, con sus correspondientes álbumes, con motivos que están de moda entre los niños de edad escolar. De esta manera, se puede conseguir fácilmente imágenes de los temas de interés, y en los recreos se puede comparar las colecciones. Alguien que tiene el álbum muy completo puede mostrar a un neófito cómo quedará cuando logre un nivel semejante.

Sin embargo, los niños no se quedan en eso. Incurren también en la piratería de figuritas. Muestran un nivel de organización muy sofisticado para hacerlo. Hay grandes proveedores que tienen pilas de figuritas redundantes, o incluso pueden no tener álbum propio, y se dedican a intercambiarlas por otras. De esta manera, se puede avanzar en completar el álbum sin necesidad de comprar todas las figuritas directamente.

Los sujetos que se dedican a este menester normalmente se paran con discreción en rincones de los patios donde se realizan los recreos, y ofrecen a los transeúntes sus servicios. Se procede a una examinación del catálogo, y el cliente elige las figuritas que desea obtener. Los traficantes más sofisticados llegan al punto de poner precio a las figuritas más preciadas, las que cambian por dos o más de las comunes.

Esta actividad ilícita redunda en un perjuicio para el fabricante, que se ve así impedido de hacer muchos más álbumes, y sólo puede dedicarse a los que tienen perspectivas de ser más populares. Montones de motivos de interés más limitado nunca encontrarán a su audiencia gracias al intercambio ilegal de figuritas.

Ha de mencionarse que los fabricantes no están exentos de responsabilidad en la situación. Sus prácticas comerciales, que incluyen la venta de figuritas en paquetes cerrados sin posibilidad de elegir, estimulan el tráfico escolar en detrimento de sus ganancias. Si fueran un poco menos avaros, podrían vender las figuritas en forma individual o por catálogo, de manera de impedir la formación del tráfico indebido, al quitarles la fuente del negocio. Incluso podrían vender los álbumes ya llenos, de manera que sus clientes no tengan que tomarse el trabajo de completarlos figurita por figurita, y obtengan la gratificación de un álbum siempre lleno.

Hay muchas formas de mejorar esta realidad. Mientras no se llegue a un punto de equilibrio entre los comerciantes y los consumidores, el mercado negro continuará avanzando y muchos niños inocentes serán, tal vez sin saber, criminales.

Manuelita por adultos

Manuelita era una tortuga que residía en la localidad bonaerense de Pehuajó. Era un reptil de paso audaz, que combinaba decisión con miedo. Ambas características le hacían tomar destinos inesperados.
Un día se enamoró de un tortugo anónimo que pasó cerca de ella. Pero Manuelita no se animó a acercarse. Pensó que su aspecto arrugado le iba a causar rechazo. Ya estaba muy vieja para los juegos amorosos. Sin embargo, continuaba pensando en el tortugo. Decidió que tenía que hacer algo.
La inseguridad sobre su aspecto se extendía a la capacidad de poder mejorarlo en el país. Sabía, no obstante, que en Europa había lugares donde podían, con paciencia, embellecerla. Y entonces partió raudamente hacia Francia.
Atravesó el océano un poquito caminando y otro poquitito a pie, porque era una tortuga de tierra, adaptada a la región pampeana. No sabía nadar como las de agua. Aunque sí conservaba el instinto de orientación, que le permitió ubicar el continente Europeo y más tarde caminar hasta París.
Una vez en la capital francesa, se dirigió hacia una tintorería. Se hizo planchar en francés, en el anverso y en el reverso. También le pusieron botas, y una peluca que se complementaba muy bien con su traje de malaquita. Entonces emprendió el regreso.
El camino era largo. A su velocidad, demoraba muchos años. Sin embargo, Manuelita no se preocupaba. La longevidad de las tortugas le permitía darse esos lujos. Cuando se aburría, se ilusionaba con el tortugo que la esperaba en Pehuajó.
Pero la exposición al agua del mar le jugó una mala pasada. Todo el trabajo que le habían hecho en París resultó en vano, porque el agua la arrugó. Volvía igual que cuando se había ido. Pensó en ir a reclamar, y prefirió quedarse, porque ya estaba demasiado lejos.
Tuvo tiempo de pensar, sin embargo. Y decidió que, después de todo, el tortugo podía quererla así, como era. Y que si no la quería arrugada, a ella no le convenía que la quisiera rejuvenecida.

Paz a la banana

Me gusta la banana. Disfruto saborearla de una punta a la otra. Y hay gente a la que eso le parece gracioso. Son malpensados. O en realidad no. Han sido impregnados por una cultura con idea fija, que no permite disfrutar de la palabra o del concepto banana sin asociaciones innecesarias.
Se entiende el concepto. Es un traslado bastante lineal, que cansa. Sí, la forma de la banana es sugestiva. Fenómeno. También la forma de los pepinos, los lápices, los tornillos, los fusibles, los obeliscos, los cohetes, los enchufes, las velas, los dispositivos USB, los mástiles, los caños, los micrófonos, las salchichas, los ruleros, las tarariras, los trofeos, los trenes que entran en túneles, los ejércitos, las llaves, las antenas, los aviones, los autos, las armas de fuego, las pelotas de fútbol, los parantes, los aparatos políticos, los bastones.
Todo elemento cilíndrico o que pueda ser insertado dentro de otra cosa resulta fálico. Es un fenómeno social o cultural que no se puede evitar. Pero no tendría por qué ser tan automático, al punto que no se puede comer una banana sin que la gente ponga caras o se ría. Lo único que quiero es tomar una banana en mis manos, pelarla y disfrutar de su sabor, bocado por bocado, sin que eso necesariamente implique el deseo de felar a un señor caucásico.
Pero no puedo, porque la gente comenta cosas que no son. Los que tienen la idea fija son los demás, no yo. Revela una gran falta de imaginación por parte de la sociedad, porque atribuyen a los objetos significados prefabricados, y lo consideran una ocurrencia. En cambio, a nadie se le ocurre no atribuir nada, y dejarnos en paz a los que lo único que queremos hacer es comer inocentes bananas.
Menos mal que no toco la flauta.
(publicado previamente en Revista Blog)