Otra realidad

No me gusta tener miedo. Trato, entonces, de evitar las actividades que me lo traen. No sé por qué alguien querría ver una película cuyo propósito es tener miedo. Nunca lo entendí. Pueden ser excelentes, no me importa. Si intento tener una emoción mediante el consumo de alguna obra artística, la que más busco es la risa.

Está claro que suficientes personas piensan distinto, porque el género de terror se sostiene. No estoy en contra de que exista, ni de que haya gente que le guste. Simplemente no entiendo por qué querrían hacer eso, pero por mí que sean felices.

Mi consumo de ese género ha sido muy esporádico, y generalmente accidental. Vi The Shining, por ejemplo, para entender la parodia de los Simpsons. Fue en una ocasión en la que me había quedado solo en casa durante unos días. No fue la mejor idea.

Tampoco leí Socorro de Elsa Bornemann, ni fui al tren fantasma del Italpark. Había quienes me decían que esas cosas no me iban a dar miedo, pero se presentaban como partícipes del terror, y tenía mejores cosas que hacer.

Con esos antecedentes, es lógico que no haya querido mirar Los locos Addams, sin embargo mi cabeza la clasificó como comedia, y la resistencia que pudiera tener fue vencida por la expectativa de risas. Así que alguna vez que pasaron la serie, la miré.

Hice bien, porque no es una serie de terror ni de dar miedo. Es sobre la libertad. Busca el humor en la idea de gente con gustos exóticos, de aficiones que darían miedo a gente como yo. Pero no lo hacen para asustarse. Ellos lo disfrutan, y está claro que lo que siempre buscan es disfrutar la vida al máximo.

La serie está manejada con la elegancia que viene de tener claro lo que se está haciendo. Parte de esta elegancia se pierde en la versión doblada, donde no es “la familia Addams”, sino que nos cuentan desde el título que son locos. También, irónicamente, se pierden muchos rasgos españoles del personaje principal, Gomez, al que eligieron llamar Homero. Pero bueno, así son los doblajes, no tienen más remedio que cambiar muchas cosas, y por eso hace muchos años he prescindido de ellos.

Los personajes viven su vida sin saber que están en una comedia ni que lo que hacen es gracioso. Para ellos jugar con dinamita o cortar las flores para hacer lucir los tallos es lo más natural del mundo. Hacen lo suyo sin hacer gestos de espera de risas, ni poner cara de que hicieron algo gracioso. Y eso lo hace más gracioso.

Los actores están comprometidos con este principio, que hace que la serie funcione. Todo el tiempo muestran ganas de vivir. El lugar puede ser lúgubre, pero hay mucha alegría y armonía familiar. La relación muy cargada de erotismo de la pareja principal es parte de esto, está muy claro que disfrutan su compañía.

Dentro del marco parco, las actuaciones se permiten ser muy expresivas. Carolyn Jones y John Astin son maestros de la cara justa, generando complicidad entre ellos y con el público. En particular, Astin muestra un rango de emociones y una jovialidad en la que se apoya toda la serie. Si no fuera por su actitud alegre, se perdería mucho. Su sonrisa es la de alguien que entiende y saborea la vida.

El humor de la serie suele venir del contraste con gente externa que se encuentra con los gustos extraños de esta familia. Quienes los visitan suelen tener demasiada amabilidad para decir lo que piensan, y los anfitriones los invitan a compartir sus placeres. Cuando se van horrorizados, la familia piensa que tienen una actitud extraña.

Cuando hay libertad, no tiene por qué ser raro que haya gente con gustos muy fuera de la norma. Incluso podría ser más extraña la existencia de una “norma”. Uno pensaría que lo raro no es que haya gente con costumbres muy exóticas, sino que haya muchísima gente con actitudes y gustos similares. Es porque es más fácil seguir a los demás que hacer un camino propio. Mucha gente está perfectamente conforme con transitar por donde ya está trazado, y nunca se le ocurre que podría haber otras formas de llegar a donde quiere, y otros lugares donde podría querer llegar.

Esta gente, cuando ve a otros que no siguen los mismos principios, se asusta. Probablemente porque los caminos muy transitados otorgan algo de seguridad, y mucha gente la compra aun si el precio es su individualidad. Esto lleva a que muchas veces los distintos sean marginados, por miedo a versiones imaginarias de esos distintos.

Pero los Addams no están fuera de la sociedad. Tienen conexiones comerciales, los chicos van a la escuela, participan de actividades cívicas. No son excluidos, ni se cortan solos. Sin querer, muchas veces generan miedo en los que se acercan, pero ellos, dentro de su visión del mundo, siempre buscan ser amables. No están interesados en hacer daño a nadie (que no lo quiera), y se dedican a tomar luna en el jardín de su casa ubicada al lado del cementerio. Ejercen la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

No sé si es del todo consistente, pero la serie no abunda en elementos sobrenaturales que perfectamente podría tener. Lo más parecido es la mano que sale de una caja, que nunca queda claro si es una mano descorporizada o alguien que no muestra el resto de su cuerpo. Fuera de eso, hay muchas instancias en las que los personajes ponen en riesgo su integridad física, pero no tienen nada parecido a superpoderes. Funciona mejor si son una familia de humanos con gustos inusuales.

Esta serie, estrenada en 1964, es una respuesta a las comedias pacatas de la época, como Father Knows Best, que retratan la vida idealizada que se vendía en Estados Unidos en los ’50. Familias blancas que viven en los suburbios, van a la iglesia y los días de semana esperan que el padre vuelva de la oficina para repartir sabiduría entre los hijos y el perro, para luego ir a dormir con su mujer, cada uno en su cama.

Vivir de esa manera no tiene nada de malo. Lo que no está bien es pensar que ese modo de vida es más legítimo que otros. Los valores morales de los Addams no son distintos de los de estas otras series. Las diferencias son mayormente estéticas. Cuando, por ejemplo, quien en castellano se llama el Tío Cosa tiene problemas sentimentales o de trabajo, lo tratan con respeto y comprensión. Siempre buscan solucionar sus problemas de integración en la sociedad sin pedirle que se corte el pelo, deje ver su cara o hable en forma comprensible. No están interesados en que nadie deje de ser quien es.

Los Addams son más genuinos que esas familias de cartón, porque se puede percibir que hay más que lo que se ve. No están cumpliendo el mandato de nadie, no quieren ser un ejemplo. Pero justamente eso hace que lo sean, porque viven fieles a sí mismos, otorgándose suficiente libertad para explorar lo que les gusta sin que sea relevante si esos gustos son compartidos por la mayoría.

Como tal, la serie es refrescante. Es un efecto similar al provocado por los Simpsons a fines de los ’80, después de otra época de comedias con familias idealizadas de acuerdo a los valores del partido republicano. Como método para esto, en lugar de exagerar costumbres extrañas, eligieron el contraste entre la ficción y la vida real, ubicando (inicialmente) en el lugar de una familia televisiva a algo más parecido a como son las familias de verdad.

En ambos casos, lo que hace que las series funcionen son los vínculos genuinos entre los personajes. Sin ellos, serían sólo una serie de gags. Se puede comprar a ambas como familias. Y a través de ellas, se puede percibir un mundo distinto del idealizado al que responden. Son vistazos de otra realidad, de la que otras series tratan de protegernos para que no tengamos miedo.

Forma de papa

La papa es, obviamente, la mejor comida que existe. En Sudamérica somos privilegiados por haberla tenido siempre. Otros la conocieron hace pocos siglos. Sin embargo, la globalización ha hecho maravillas con la versatilidad de la papa. Distintas culturas le dan su impronta y la comparten con los demás. El resultado es que tenemos platos muy distintos, todos a partir de la misma base.

Tal vez la forma más popular de la papa sean las papas fritas. Esta delicia proviene de Europa, lo que habla muy mal de los Incas, pues no se les ocurrió cortarla en bastones (o en cualquier otra forma) y freírlas. Es por eso que hubo que esperar a que llegaran los europeos para que se dieran cuenta y obraran en consecuencia. Los europeos llegaron con la actitud de que ellos eran mucho más avanzados que los nativos, y la experiencia de las papas fritas es un argumento a favor de esa idea.

Las papas fritas son muy respetables, pero no son la mejor forma de la papa. Son tal vez la más fácil de conseguir. Hay al menos tres formas mejores que las fritas. Eso es uno de los mejores elogios que se le pueden hacer a la papa.

La forma número uno es, sin lugar a dudas, el puré. Sólo es necesario hervir las papas, pisarlas bien y agregar un poco de leche, manteca y alguna especia para disfrutar de una masa que se puede comer directamente, o untar sobre las otras comidas para poder compartir con ellas el sabor de la papa.

De hecho, algunas variedades de papas fritas no son más que puré disfrazado. Es el caso de las noisette, que bajo su superficie crocante permiten disfrutar de una pequeña bola de pura papa. Son como bombones de puré, y hay pocos pensamientos más placenteras que esa combinación.

Los ñoquis son otra forma notable. A partir de papa pisada y un poco de harina, se consigue no sólo una de las mejores presentaciones de la papa, sino una de las mejores pastas que existen. Al punto que es una decepción cuando hay ñoquis de verdura, o de ricotta. Los verdaderos ñoquis son de papa, y son combinables con cualquier salsa, lo que muestra una vez más la versatilidad de estos magníficos vegetales.

Las formas de hacer papa son prácticamente infinitas. Sólo dependen de la imaginación de quien cocina. No sólo se usa el interior de la papa: también es comestible la cáscara, que algunos dejan en las papas fritas por una cuestión de costos que se transforma en elección estética cuando resulta que gusta. Hay una sola función que las papas no cumplen bien: como relleno de empanada. Quienes cometen esta aberración no saben que pueden hacer cosas mucho mejores con la papa y con las empanadas.

Fuera de eso, las papas benefician cualquier plato que uno quiera preparar (salvo, por supuesto, si se hace un milhojas, que es un plato del demonio). Están ahí, esperando el momento en el que uno desentierre su poder nutritivo y de sabor, sin una forma natural específica. No existe la “forma de papa”. Está en nosotros darles su forma final.

Sin aplauso

Existen algunos lugares chicos que se usan como espacios artísticos. Organizan espectáculos de distintas vertientes, que no suelen tener gran convocatoria de público. Son lugares informales, casas que se abren a los artistas. No tienen las comodidades de un auditorio. Es difícil que haya un escenario diferenciado. El público se sienta donde puede, en sillas, sillones o banquitos dispuestos para ese fin. Desde ellas, puede disfrutar del espectáculo que se monta en el mismo suelo, en una situación de igual a igual con los artistas.
Muchos de estos lugares tienen la limitación de no estar acustizados, y es por eso que reciben quejas de los vecinos. Sin embargo, las quejas no son tanto por el contenido artístico, que suele ser música amplificada, sino por su consecuencia inmediata: el aplauso. El ruido del aplauso encanta a los artistas, pero interrumpe el sueño de los vecinos, que lo único que quieren es vivir una vida plácida en su casa.
Sin embargo, no se puede hacer una función artística sin aplausos. Se genera un vacío incómodo, que es inmediatamente llenado por aplausos clandestinos, porque el público entusiasmado no se deja prohibir. Por eso, y para evitar problemas, se ha arribado a una solución creativa: reemplazar el aplauso por el chasquido de dedos. Esto genera un ruido mucho más leve, pero presente y sostenido, que ocupa el lugar del aplauso y permite la convivencia saludable entre artistas y vecinos.
Pero los mayores beneficiarios de esta costumbre no son ellos, sino los mosquitos. Los insectos saben que en estos lugares encuentran abundancia de humanos, y disfrutan de la prohibición del aplauso. Entonces concurren masivamente, como si fueran atraídos por la cultura.
Las personas que concurren a los espectáculos se encuentran con grandes nubes de mosquitos y con el hecho de que están desarmados y no los pueden enfrentar. Además, están más interesados en el espectáculo que en concebir estrategias para librarse de los mosquitos. Sólo atinan a sacudir los brazos cuando ven que alguno se les acerca.
Los mosquitos permanecen en vuelo, amenazantes, durante todo el espectáculo. Los artistas y el público los miran con miedo. Y los vecinos no entienden qué es lo que produce ese zumbido ensordecedor.

La complicidad de los buenos

Los malos tienen la misma apariencia que los buenos. Si fuera distinto, serían malos malos. Los podríamos identificar fácilmente, y entonces quedarían neutralizados. Cualquier malo debe mimetizarse con los buenos. El mundo, entonces, es habitado por buenos y malos, que a simple vista no se pueden diferenciar.
Los malos se aprovechan de los buenos. Abusan cualquier ventaja que los buenos puedan darles. Y eso va en detrimento de los buenos, que deben defenderse. No quieren ser agresivos, pero sí deben esconder su bondad, porque si caen en manos de un malo, su bondad será una debilidad. Por lo tanto, los buenos, en cierta medida, tienen que mimetizarse con los malos para protegerse de ellos.
Los buenos no saben si se cruzan con buenos o malos, y por las dudas toman las precauciones necesarias por si hay malos cerca. Los malos tampoco saben, y están atentos para ver si encuentran alguna debilidad que identifique a un bueno. Pero los buenos quieren ser buenos, y buscan identificar a otros buenos como ellos.
Lo hacen a través de gestos. Los mismos gestos que los malos buscan. Los buenos, ocasionalmente, muestran su debilidad a propósito. Y cuando se cruzan con otro bueno que no la aprovecha, ambos se reconocen. Y mediante un gesto y una mirada se dan aliento para las luchas contra los malos que están por venir.

Dónde está el palito

Una vez, a mediados de los ’80, me llevaron a un corso que se hacía en la avenida 9 de Julio. No sé bien si era en la avenida en sí, en una de las calles que hacen de colectoras, o en la parte de la avenida que en esa época se usaba como estacionamiento. Sí sé que fue a la altura del monumento al Quijote, porque tengo esa imagen grabada.
No estoy seguro de que el corso me haya entusiasmado mucho. Es probable que no, porque nunca me interesaron esas cosas. Lo que sí me interesó fue la calesita que habían instalado como parte de la celebración del carnaval. Era una calesita algo precaria, porque estaba clavada en el medio de uno de los boulevares de la 9 de Julio, pero funcionaba. Estaba lo suficientemente bien hecha. Estoy seguro de que anduve unas cuantas vueltas ahí.
Siempre me habían interesado las calesitas. Conocía las de distintas plazas, y estaba al tanto de las diferencias. En general tenían un surtido similar de caballos y vehículos fijados en la superficie giratoria. Me gustaba subirme a los autos, y girar el volante en la dirección que la calesita estaba girando. Me daba una ilusión de control.
Una alternativa audaz era no subirse a ningún vehículo, sino permanecer parado en la plataforma giratoria. Con el tiempo me animé a hacerlo, e incluso lo hacía para cambiar de vehículo durante una vuelta. No sabía si era contra las normas. Tal vez había regulaciones de seguridad que impedían que hiciera eso, pero nadie me llamó la atención, así que lo seguí haciendo. Tenía claro que tampoco la calesita andaba tan rápido.
También observaba el funcionamiento. Había un motor en algún lado que hacía girar a la calesita entera. Pero no tenía ruedas visibles, sino que estaba colgada de un palo, ubicado en el medio. Ese palo era crucial para que la calesita fuera tal, y también existía en las pequeñas calesitas manuales que estaban ubicadas en las áreas de juegos.
Algunas calesitas escondían el palo. Todas tenían paneles con personajes de dibujos animados. En algunas esos paneles llegaban al piso, y la calesita funcionaba alrededor. Eran las mejores, porque durante la vuelta se podía ver a todos los personajes. Las otras, más rudimentarias a mi gusto, tenían los paneles unidos al piso giratorio, y a cada sector le correspondía un personaje. El funcionamiento, de todos modos, era el mismo.
Más rudimentaria, sin embargo, era la calesita del corso en la 9 de Julio. Sin embargo, cumplía los principios básicos. Se habían tomado el trabajo de clavar un palo en la tierra, para que la calesita se sostuviera. Y yo sabía que su duración era temporal. Me pareció notable que, donde fuera que se instalaba esa calesita, siempre quedaba un palo clavado en la tierra, marcando la ubicación. El mundo estaba cubierto de palos, huellas de calesitas del pasado.
Después comprendí que no era así. El palo se puede sacar, y se transporta junto al resto de la calesita a donde sea necesario. Sin embargo, todavía cuando veo el monumento al Quijote, busco en los alrededores el palo, a ver si encuentro el lugar donde estaba ubicada esa calesita.

La hoja llena

La hoja vacía invita a escribir. Puede ser difícil saber qué escribir, porque todas las direcciones están disponibles. A veces la cantidad de opciones intimida un poco. Pero es un problema menor. La hoja vacía se soluciona escribiendo, pensando, formulando problemas y resolviéndolos. Es un ejercicio sano.
El problema está cuando la hoja está llena. Ahí es difícil escribir. Ya hay una dirección establecida. Lo que hay que decidir es si continuarla o desviarse. No hay más alternativas. Lo que escribamos está condicionado por lo que ya está escrito. Será también leído. Es necesario tener conciencia de lo que está escrito, por nosotros o por ajenos. De cualquier modo, aunque lo ignoremos, seremos consecuentes.
La hoja llena presenta una gran responsabilidad. Puede percibirse como una restricción a la libertad de escribir, pero esa restricción es muy menor. Se restringe un poco la forma y un poco los temas. La libertad para escribir nos la damos nosotros mismos. La hoja llena nos condiciona. Nos hace cuestionar nuestra propia libertad. Nos fuerza a elegir algo que tal vez no habríamos elegido.
Pero también nos permite continuar un diálogo. Participar en la comunicación entre generaciones. Continuar el trabajo hecho por los demás.
El mundo ya está empezado. No lo vamos a empezar otra vez. Lo vamos a continuar de acuerdo a cómo es. Podemos retocarlo, transformarlo o destruirlo. Ésa es nuestra elección, hasta que entreguemos esa hoja llena a los que nos sucedan.

Genérico

Ese viernes, Jorgito se levantó al sonar su despertador. Fue al baño y se afeitó, luego de cambiar el repuesto de su máquina de afeitar. También se lavó los dientes y se peinó, utilizando el gel capilar que acostumbraba a ponerse.
Una vez vestido, fue a desayunar. Desayunó avena arrollada, y la acompañó con jugo en polvo que había preparado la noche anterior. También comió un par de tostadas con queso crema. Luego volvió a lavarse los dientes, y estuvo listo para ir a trabajar.
Minutos después, lo pasó a buscar la combi que lo llevaba a su trabajo. Al subirse, se golpeó la cabeza con el borde de la puerta y se cortó. El conductor de la combi le curó la herida y le colocó un apósito protector. Durante el viaje, Jorgito se limpió la sangre de la cara con un pañuelo descartable. El golpe había sido bastante fuerte y le había producido un dolor de cabeza, así que cuando llegó a su trabajo lo primero que hizo fue preguntar a sus compañeros si alguien tenía una tableta de ácido acetilsalicílico.
En el trabajo, la pluma fuente que solía usar empezó a perder tinta y se le produjo una mancha en la hoja. La cubrió con líquido corrector y dejó de lado la pluma para pasar a usar un bolígrafo.
En el descanso de media mañana Jorgito se tomó una sopa instantánea, usando el agua caliente del dispensador que había en la oficina.
Cuando volvía de la pausa pasó por el departamento de diseño, donde un amigo estaba usando un software de retoque fotográfico. Estaba modificando una foto que había sacado con su cámara de revelado instantáneo y luego había escaneado.
Luego fue al sector de mantenimiento, para ver si alguien podía arreglarle la pluma fuente. Había una sola persona, que estaba tratando de hacer girar un tornillo con cabeza en cruz usando una navaja suiza porque, según explicaba, no tenía el destornillador adecuado. Jorgito resolvió volver más tarde.
Cuando fue hora de comer, Jorgito se dio cuenta de que se había olvidado la vianda. Había guardado las sobras de la noche anterior en un recipiente plástico hermético para comerla en ese momento, pero lo había dejado en la heladera. Debió entonces salir a comer, y fue a un restaurante de comida rápida que había muy cerca de su trabajo. Comió una hamburguesa que, según la descripción del cartel explicativo, pesaba un cuarto de libra y venía con queso. Jorgito acompañó el sándwich con un vaso de gaseosa cola, mientras se preguntaba cuánto sería eso en kilos.
Cuando terminó de almorzar, vio que le quedaba tiempo de su descanso del mediodía, y aprovechó para jugar con un compañero unos partidos de tenis de mesa en el bar de al lado.
Al volver al trabajo, volvió a pasar por Mantenimiento buscando una solución para el problema de su pluma fuente. Se encontró a dos operarios tratando de pegar planchas de poliestireno usando cola vinílica. Le explicaron que habían intentado con cinta adhesiva transparente, pero no tenía la resistencia requerida. Jorgito les sugirió usar pegamento de contacto.
Cuando terminó su día de trabajo, Jorgito estaba muy estresado por las tareas de la semana. Y eligió volver a su casa caminando, mientras escuchaba música en su reproductor portátil. Durante el trayecto pasó por una heladería y se llevó un kilo de crema helada. Como todavía le quedaba un trecho por recorrer hasta su casa, Jorgito pidió que le incluyeran dióxido de carbono en estado sólido para evitar producir derrames innecesarios.
Para sacarse el estrés, al día siguiente Jorgito se fue al campo a pasar el fin de semana. Tenía un terreno no muy lejos de la ciudad, el cual había heredado, junto a sus ocho hermanos, de su tía María. Cuando abrió la tranquera saludó a don Vicente, el cocinero, que a pesar de ser carioca estaba lleno de nobleza gaucha. Era un campo frío, pero a Jorgito no le importaba. Cuando estaba en ese lugar se sentía siempre libre.