Penal

El árbitro sancionó la pena máxima. Los jugadores del equipo perjudicado lo rodearon y le imploraron que reconsiderara. Los integrantes del equipo beneficiado se abrazaron. Los hinchas protestaron o celebraron cautelosamente, según su afición. La transmisión televisiva analizó la jugada en busca de señales de injusticia.
Gradualmente, los jugadores fueron calmándose y tomaron posición. El árbitro colocó la pelota en el punto del penal. El ejecutante la tomó con las dos manos y la volvió a acomodar. El árbitro se acercó a los jugadores que aguardaban afuera del área, y les recordó que debían mantenerse en ese lugar. Luego fue hacia el ejecutante y le pidió que esperara a que él diera la orden para patear. Finalmente se acercó al arquero, le dijo que tenía reputación de adelantador y le advirtió que aplicaría estrictamente el reglamento, por lo tanto haría repetir la jugada en caso de que atajara la pelota habiéndose adelantado. El guardavallas asintió sumisamente.
El árbitro miró al juez de línea, quien le señaló que estaba listo. Miró cómo el arquero apoyaba ambos pies sobre la línea de gol. Hizo contacto visual con el ejecutante. Se colocó en la posición reglamentaria. Tomó su silbato y lo hizo sonar.
El arquero, pese a las advertencias, corrió hacia la pelota. El ejecutante hizo lo mismo, con menos velocidad. El árbitro dejó seguir. El guardametas iba a llegar a la pelota antes que el ejecutante. El árbitro volvió a llevarse el silbato a la boca. El arquero pasó por encima de la pelota, sin tocarla, y salió del área. En forma calma, el ejecutante fue hacia el punto del penal y tocó la pelota hacia el arco vacío. El árbitro convalidó el tanto.
El equipo que había recibido el gol protestó. Algunos dirigieron sus quejas al árbitro. Otros al golero. El juez dijo no hacer más que aplicar el reglamento. El portero volvió a su posición. El partido se reanudó. El arquero, luego de ese partido, nunca más jugó.

Viene la pelota

Me movía para poder recuperar la pelota para mi equipo. Elegía a un contrario y trataba de disminuir las posibilidades de que le pasaran la pelota, y en caso de que intentaran hacerlo mi idea era interponerme en el trayecto del balón para así poder hacerme de él.
No sé si dio resultado, porque pasaron la pelota para otro sector, pero un compañero logró cortar el pase y arrancó el contraataque. Yo, entonces, me moví para buscar un hueco en el que pudiera serle útil al equipo. Podía arrastrar alguna marca para que entrara alguien con claridad, o podía mostrarme desmarcado para recibir la pelota y avanzar en el terreno contrario. Elegí esta última opción.
Levanté los brazos para que mi compañero me viera, y me vio. Como estaba desmarcado, me pasó la pelota. Al recibirla la paré, y en ese momento entré en pánico. Venían a marcarme dos contrarios. Debía pensar con rapidez y claridad para no perder la pelota. En lo posible debía dársela a un compañero que estuviera ubicado más adelante. Pero no tenía tiempo para mirar dónde estaban mis compañeros. Como era un partido informal, no me ayudaba el color de las camisetas porque eran todas distintas.
Mientras trataba de ver qué podía hacer con la pelota (otra opción era salir gambeteando) los contrarios se seguían acercando a mi posición. Uno de ellos estaba a punto de llegar a mi vecindad. Era imperativo que tomara una decisión. Entonces decidí devolvérsela al que me la había dado, quien no esperaba el pase tan pronto y tiró un pelotazo que se fue al lateral.
En la jugada siguiente me volví a mover para que me pasaran la pelota, pero eligieron se la dieron a otro.

Gente como uno

Hugo salió de su casa con destino a la cancha de River. Tenía que tomar el 65 en Avenida La Plata y Garay, y agradeció que no estuviera más en la zona la cancha de San Lorenzo. De lo contrario, el tránsito podría estar desviado, tal como estaba en los alrededores de River ese día. El plan era ir hasta Barrancas de Belgrano y caminar las diez cuadras restantes.
Cuando llegó a la parada, había una sola persona esperando el transporte. Hugo se dio cuenta de que la otra persona era él, y se sorprendió al verse. El otro Hugo también se reconoció en el Hugo recién llegado, y lo saludó. Se dieron la mano, y el apretón se vio favorecido por el cumplimiento de la expectativa de cada Hugo en cuanto a la firmeza y duración de la sacudida. Hugo y Hugo entablaron una conversación, en la que se dieron cuenta de que tenían visiones similares sobre los temas que tocaron. También vio Hugo que el otro Hugo estaba yendo, como él, a la cancha de River a ver el partido que se jugaba ese día. Después de unos minutos vieron que se acercaba el colectivo.
Uno de los Hugos paró el colectivo, y mientras se detenía pudieron ver que estaba bastante lleno. No se sorprendieron, tal cantidad de gente era habitual a esa altura del recorrido, y más un día de cancha. Ambos Hugos subieron al colectivo, y el primero de ellos se sorprendió al ver que el chofer era Hugo.
Hugo (el que se había subido primero) se dio vuelta y miró al Hugo que se estaba subiendo. Luego miró al Hugo chofer, le sonrió, lo saludó y le marcó el importe del boleto. Tenía ganas de hablar un poco más, pero estaba prohibido conversar con el conductor. El otro Hugo hizo lo mismo.
Hugo, mientras la máquina procesaba sus monedas, empezó a pispear el lugar más adecuado para pararse a la pesca de un asiento, cuando un detalle captó su atención. Todos los que estaban parados, y también los que estaban sentados, eran Hugo. Hugo, al comprobarlo, quiso señalarle ese hecho al Hugo que había subido detrás de él, pero no lo pudo identificar. El colectivo estaba bastante lleno y Hugo se había perdido en un mar de Hugos. Igual no era grave, ambos tenían el mismo destino y se podían volver a encontrar cuando llegaran.
A medida que el colectivo se acercaba a su destino los Hugos empezaron a cantar canciones de cancha y golpear la carrocería de la unidad. En algunas paradas subieron otros Hugos que se fueron incorporando al coro.
En un momento subió el inspector, que era también Hugo. Hugo pidió a los otros Hugos el boleto, y utilizando un aparato diseñado para ese menester, cortó un pedazo del comprobante de pago que cada Hugo había recibido al subir. Algunos Hugos lo saludaban al reconocerlo, otros seguían con el canto entusiasmados.
Llegaron a Barrancas y, como Hugo suponía, todos iban para River. Se formó una caravana de Hugos cantores que caminaban por Libertador mientras al grupo se iban uniendo otros conjuntos de Hugos que venían de otras partes de la ciudad.
Algunas cuadras antes del estadio había un cordón policial donde se controlaba que cada espectador tuviera su entrada y se lo palpaba por si llevaba armas. Los oficiales a cargo de la inspección eran también Hugo, y ellos, por estar revisando a ellos mismos, no los hicieron demorar mucho.
En la puerta del estadio fueron bienvenidos por los Hugos del control de entradas, quienes cortaron la mitad de la localidad de cada Hugo, y los remitieron a los Hugos acomodadores, quienes los llevaron a sus lugares.
La cancha se llenó. Había 80.000 Hugos en el lugar, dispuestos a ver el partido. Varios habían llevado banderas que decían “Hugo presente”. Un Hugo cocacolero pasó dificultosamente entre los Hugos espectadores ofreciendo vasos de una bebida fabricada con una mezcla de gaseosa cola y agua, y algunos de los Hugos compraron. Se anunció por altoparlantes la formación de River, que era la siguiente: Hugo; Hugo, Hugo, Hugo, Hugo; Hugo, Hugo, Hugo; Hugo; Hugo, Hugo. El técnico era Hugo y el árbitro era Hugo. Se lo reconocía porque estaba vestido de un color distinto al de los jugadores.
Arrancó el partido y pasados unos minutos hubo un gol del equipo visitante, marcado por Hugo. Hugo (el que había hecho el gol) gritó con motivo de la conversión y fue hostigado por los Hugos espectadores. Decían que no tenía respeto por el equipo que lo había visto crecer. Y era porque Hugo había jugado en River, aunque ahora defendía otros colores.
Mientras tanto, en su casa, Hugo miraba el partido por televisión. Lo hacía con relatos de Hugo y comentarios de Hugo, pero al no soportar el estilo de esos periodistas decidió apagar el sonido del televisor y encender la radio, donde relataba Hugo.
River pudo empatar y pasó a ganar con un penal dudoso. Las malas lenguas decían que Hugo había cobrado el penal por influencia del presidente de la AFA, que tenía con Hugo una relación muy especial: eran la misma persona. Igual relación tenía el árbitro Hugo con el tesorero de River, y ese dato no hacía más que alimentar las sospechas.
Pero a los Hugos que miraban el partido no les importaban esos datos. Festejaron el triunfo y al terminar el encuentro salieron, contentos, a festejar con los Hugos que estaban afuera. Hugo volvió a tomarse el 65 y se fue a su casa. En el colectivo seguían festejando. Pensaba Hugo que por eso le gustaba el fútbol, por momentos así. Disfrutaba cuando el equipo ganaba, pero más disfrutaba cuando iba a la cancha, porque podía sentirse parte.

El tenis y el tiempo

Algo extraordinario sucede en cada partido de tenis.
Es sabido que cuando se da un golpe a la pelota, la raqueta no debe detenerse luego del contacto con el esférico. Debe acompañar el movimiento de la pelota hasta que la mano del jugador termine apoyada en su hombro opuesto.
Puede comprobarse que la pelota sale con más potencia si se realiza el movimiento recomendado, mientras que si se hace el que se recomienda evitar la pelota tendrá menos fuerza. Esto sucede incluso cuando la fuerza de la raqueta en el momento del contacto con la pelota es idéntica a la que tendría si el brazo fuera a seguir el movimiento. Por lo tanto, lo que ocurre con la pelota es independiente del contacto que se tenga.
Es lógico, entonces, pensar que la acción del jugador luego del golpe tiene influencia sobre la estructura del espacio-tiempo, y opera directamente sobre el pasado inmediato, corrigiendo la potencia y trayectoria de la pelota. Esto ocurre con una velocidad tal que nadie puede detectarlo con la vista. Sólo mediante la paciente deducción es posible darse cuenta de que se trata de un fenómeno no explicado por la física.

El partido de las tribunas

Cuando los jugadores salieron a la cancha, las tribunas explotaban. El colorido de las banderas, las personas y la pirotecnia era imponente.
Empezó el partido. Desde ambas tribunas emanaban cantos de todo tipo. Del mismo modo que los jugadores se disputaban la pelota, las tribunas de ambos equipos se disputaban el protagonismo del entorno. Se generó una competencia de consignas cada vez más intensa.
Como era un partido importante, los jugadores se cuidaban de recibir goles. Ambos equipos estaban decididos a no perder, y si para lograrlo era necesario no ganar, sería así. En cambio, de las tribunas bajaban gritos que contradecían esa resignación. “Esta noche tenemos que ganar” era una consigna frecuente.
A pesar de que el partido no ofrecía muchos estímulos, el público consideraba que era su deber estimular a los jugadores y no al revés. Por lo tanto, se redoblaron los esfuerzos para encender el fuego sagrado de los deportistas.
Miles y miles de personas agitaban los brazos al unísono, hacían olas, cantaban cada vez más fuerte y saltaban para hacer temblar el estadio. El espectáculo era tan intenso que los jugadores de ambos equipos comenzaron a prestar más atención al entorno que al partido, que no ofrecía grandes atractivos.
Cuando a un jugador le llegaba la pelota, se la sacaba de encima lo más rápido posible para continuar mirando el gran espectáculo que se daba en las tribunas. Así, ambos equipos se repartían la posesión del balón y el juego resultó de baja calidad. Pero, como se ha dicho, al público no le importaba.
Hasta que en un momento, casi por casualidad, una pelota quedó cerca del área de uno de los dos equipos, y un jugador del contrario, ya que estaba, pateó al arco. Como el arquero estaba mirando a la tribuna, esa pelota se convirtió en gol.
El espectáculo de la tribuna cambió. Se volvió mucho más intenso en la parcialidad del equipo que estaba ganando, que había sido estimulada por la ventaja. En cambio, la otra hinchada acusó el resultado en contra y resolvió hacer lo que podía: alentar cada vez más. De esta manera el gol hizo que el espectáculo que los jugadores estaban mirando se volviera aún más atractivo.
Al darse cuenta de este hecho, los jugadores de ambos equipos se dividieron. Algunos querían seguir mirando las tribunas, otros preferían buscar más goles para hacer que el espectáculo fuera aún más vistoso. Entonces los del grupo que quería jugar empezaron a sentirse saboteados por los otros.
Hasta que el director técnico de uno de los equipos se avivó. Miró a los jugadores que lo acompañaban en el banco de suplentes y detectó cuáles estaban concentrados en el partido y cuáles miraban las tribunas. Eligió tres de los primeros y los mandó a la cancha, reemplazando a tres del grupo de los espectadores.
De esta manera el equipo, al tener más jugadores concentrados, consiguió una ventaja sobre el otro y logró ganar el partido. Al finalizar, los protagonistas coincidían en sus declaraciones: “este triunfo se lo debemos a la gente”.

La camiseta del placard

El día que Aldo nació, su padre lo hizo socio de Boca. Para él era importante inculcarle a su hijo el amor a la camiseta de Boca, como su propio padre había hecho con él décadas atrás.
Desde muy temprana edad le empezó a regalar camisetas, banderines, revipósters y todo tipo de artículos referidos a Boca. Cuando Aldo empezó la escuela, su cartuchera y su mochila tenían el escudo del club.
Aldo respondía a los estímulos del padre. Iban juntos a la cancha y gritaban los goles del equipo. Cuando Boca perdía ambos se amargaban.
Ser tan hinchas de Boca necesitaba que odiaran a más no poder a River, el archirival del equipo xeneize. Aldo y su padre festejaban cuando River perdía y disfrutaban especialmente cuando esa derrota se producía en los clásicos con Boca.
Cuando Aldo entró en la adolescencia empezó a tener otros intereses. Seguía siendo hincha de Boca, pero ya no le entusiasmaba tanto lo que ocurría con el equipo. Los horizontes de Aldo empezaron a expandirse, y Aldo comenzó a buscar nuevas experiencias.
Llegó un momento en el que dejó de alegrarse cuando perdía River. Lo consideraba una pérdida de tiempo. Sí miraba los partidos de Boca y seguía gritando los goles, pero por televisión. Le dejó de interesar ir a ver a Boca, prefería usar su tiempo en otras actividades.
Un día jugaban Boca y River y se sorprendió cuando no se amargó con un gol del equipo antes odiado. El partido continuó y Boca terminó empatando. Sin embargo, ese resultado le dejó a Aldo un vacío que no entendía muy bien.
A medida que fue pasando el tiempo, Aldo empezó a mirar por televisión otros partidos. Miraba también los de River. Al principio admiraba el juego del cuadro millonario, que en esa época tenía buenos jugadores. Empezó a querer que ganara por identificación con el juego del equipo. Pero contra Boca quería que perdiera.
Aldo no hablaba de eso con su padre, porque sabía que se iba a decepcionar si descubría que su hijo admiraba algo de River. Él se seguía considerando hincha de Boca, y razonaba que nada le impedía mirar otros equipos ni admirar el juego ajeno. Aldo quería que Boca jugara así, pero el que lo hacía era River.
En otro Boca-River Aldo se sorprendió al gritar un gol de River. El padre estaba en la cancha y no lo escuchó. De lo contrario, hubiera habido problemas. Aldo se preguntó por qué había gritado el gol de River y, luego de una varios días de introspección, se dio cuenta de que era hincha de River. También tomó conciencia de que siempre lo había sido.
El descubrimiento de Aldo era muy conflictivo. Iba en contra de los principios de su familia, y se iba a poner en situaciones incómodas si lo contaba a su entorno. Aldo, especialmente, no quería causarle disgustos a su padre, que muy seguido afirmaba que los de River eran “todos putos” e iba a verse profundamente decepcionado si se enteraba.
Decidió entonces ser hincha de River en secreto, para evitar problemas. Ante sus conocidos seguía diciendo ser hincha de Boca, y cuando miraba un partido con el padre gritaba los goles para no despertar sospechas.
Sin embargo, una vez liberado, su sentimiento por River se fue haciendo cada vez más grande. Ya no importaba cómo jugara el equipo, Aldo empezó a querer que River ganara siempre. Incluso, y especialmente, cuando jugaba contra Boca. A medida que asumía el cambio, le empezó a doler no poder hacer público que era hincha de River.
Luego de un tiempo, Aldo tomó el hábito de ir a la cancha a ver a River. En cada ocasión inventaba alguna excusa para justificar su ausencia. El padre no sospechaba que fuera a la cancha de River, no se le cruzaba por la cabeza esa posibilidad.
Hasta que, un día, el padre estaba buscando una camisa y quiso fijarse si la tenía Aldo en su cuarto. A veces se producían errores en el reparto de la ropa recién lavada. Abrió el placard, y encontró una camiseta y un gorro de River. El padre no lo podía creer y esperó que Aldo llegara de la escuela para preguntarle qué significaba eso. Aldo no se esperaba tal confrontación y, dentro del pánico que le agarró, balbuceó que le habían regalado eso como chiste. El padre confiscó la camiseta y el gorro, y los quemó.
Este episodio amplió el conflicto de Aldo. Decidió ir a hablar de la situación con el profesor de educación física de su escuela, que era alguien en quien podía confiar. El profesor habló durante largas horas con Aldo, escuchó sus inquietudes y le dejó clara la idea de que era necesario asumirse como hincha de River para dejar de sufrir. El padre, dijo el profesor, iba a tener que entenderlo aunque al principio le pudiera doler. Y si a sus amigos les molestaba el cambio, Aldo sabría qué clase de amigos eran y cuánto podía contar con ellos. En todo caso, con el tiempo podía rodearse de un círculo nuevo, donde todos aceptaran que fuera de River, e incluso los demás también lo fueran.
Algunos días después, Aldo fue ver a su padre y le contó la situación. El padre quedó estupefacto. Empezó a los gritos, diciendo que un hijo suyo no podía ser de River y que antes lo prefería muerto. Maldijo a Aldo en nombre de sus antepasados genoveses. Y le pidió que saliera de su vista. Aldo fue a su cuarto, cerró la puerta y lloró durante toda la noche.
A medida que pasaron los días, el padre de Aldo se fue calmando. Y se empezó a sentir mal por haber reaccionado así. Entonces fue a verlo, y tuvieron una conversación conciliadora en la cual resurgió el amor que había entre ambos. El padre aceptó que el cuadro del cual ser hincha era una decisión personal de su hijo y no era incumbencia de nadie más. Y ambos se comprometieron, en honor a su relación, a no cargarse cuando jugaran Boca y River.
Aldo y su padre se fundieron en un abrazo y festejaron la reconciliación. Y por muchos años mantuvieron una relación cordial, a pesar de que cada uno era hincha de un cuadro distinto. El amor entre ambos pudo vencer a las diferencias futbolísticas, y su relación se convirtió en un ejemplo para todos.

Tiro libre

La final del mundo estaba empatada. Se jugaba el último minuto de descuento. Un delantero fue derribado en la medialuna del área. El árbitro hizo sonar su silbato marcando la falta. Los defensores protestaron en vano. El arquero ordenó la barrera. El número 9 se paró frente a la pelota. Tomó carrera.
Los integrantes de la barrera, para evitar un pelotazo dañino,  cubrían sus caras. El arquero del equipo atacante no quería mirar, se había dado vuelta enfrentando al público. Uno de los técnicos jugaba nerviosamente con su corbata. El otro contenía la respiración. En el palco de honor, el presidente de la FIFA ensayaba un aplauso. Los hinchas del equipo con tiro libre a favor juntaban sus manos en plegaria. Los del otro equipo cruzaban los dedos o hacían cuernos para provocar el desvío del remate. Un vendedor de gaseosas perdió el equilibrio y se cayó de la tribuna. A un parrillero se le pasaron los chorizos. Un relator de una importante cadena televisiva perdió la voz por los nervios. El operador del cartel electrónico apoyó nerviosamente la mano sobre el interruptor que cambiaba el marcador. Los cuidadores del estacionamiento del estadio dejaron de prestar atención a su trabajo. Los delincuentes que esperaban un descuido de los cuidadores estaban contemplando la jugada y no se dieron cuenta. Las muchedumbres que estaban en puntos céntricos de las capitales de los países involucrados agitaban sus banderas, hacían sonar sus cornetas y se ajustaban sus gorros arlequines. En las plazas públicas se demoraba la ejecución de los condenados. Los arbolitos dejaban de cambiar. En los casinos los jugadores de tragamonedas interrumpían su actividad. Un tragasables dejaba de lado su acto en el momento menos oportuno. Las golondrinas suspendían momentáneamente su migración. El Papa hacía una pausa en su urbi et orbi. En las canchas de básquet de todo el mundo los técnicos pedían minuto. El hambre mundial detenía su avance. Las placas tectónicas interrumpían su recorrido. Los talleres de los diarios paraban las rotativas. En los juzgados se pasaba a cuarto intermedio. En los call centers no atendían las llamadas entrantes. Los dictadores dejaban por un momento de oprimir. Tántalo lograba tomar un sorbo de agua. Las torres de control no respondían los llamados desde los aviones. La meiosis se detenía. Los mozos no hacían caso a los clientes que los llamaban. El Voyager 1 dejaba de estudiar la heliopausa. Los niños del mundo perdían por un momento su inocencia.
El 9 pateó. La pelota sorteó la barrera y pareció que el tiempo se detenía. La pelota no llegaba más al arco. El arquero se estiraba con todas sus fuerzas. De repente la pelota pegó en el palo y entró mansamente en el arco. El 9 festejó junto a sus compañeros y compatriotas. El festejo fue detenido por el silbato del árbitro, que no había dado la orden e hizo repetir la ejecución.