Noche de Brujas

Cuando bajé a hacer mi último viaje en los coches de madera de la línea A, pensé que iba a encontrar gente triste protestando. En su lugar, el clima era de fiesta. Todos sabíamos que después de noventa y nueve años de servicio era lógico jubilarlos. Muchos fuimos especialmente a despedirnos.

Me dirigí al primer coche, donde iba siempre para ubicarme en el asiento que permitía mirar hacia adelante. Desde ahí disfrutaba los recovecos de la línea. Las huellas de las estaciones cerradas. Las curvas bajo la plaza Congreso. El lugar tras Once donde las vías se dividen para que pueda pasar por abajo el túnel del ferrocarril oeste. El funcionamiento del sistema de señales, con el palito que se extendía cuando el semáforo estaba rojo y accionaba mecánicamente los frenos.

Disfrutaba el encanto de lo analógico. Como pasa con los discos de vinilo. Ya no son la única manera de escuchar música, ni la más práctica. Pero permiten tener una relación que lo digital esconde. Se puede cambiar el sonido manipulando elementos que están cerca. Alguna vez leí que lo mejor del vinilo es su tremenda inconveniencia. Es cierto en forma irónica y también literal.

Estos coches tenían luces que se alimentaban directamente de la catenaria, y cuando había algún hueco parpadeaban. Es lo que emparcharon en algún momento para reemplazar la iluminación original con velas. También, al mirar con detenimiento, se podía descubrir que el farol de adelante resultaba ser un agujero por donde se veía la primera luz interior.

Para mí el mayor encanto estaba en la apertura manual de las puertas, que era donde podía tener una participación. Momentos antes de que la formación se detuviera por completo las puertas eran destrabadas. Solía apurarme para ser yo quien hacía fuerza para abrirlas. Me gustaba sentir la inercia al bajarme del tren no del todo frenado.

Otros signos de edad estaban en el anuncio con silbato al arrancar, y en el frenado, para el que se presionaba unas zapatas de madera contra las ruedas. El olor a madera quemada era característico de la línea, y notable en las estaciones más distantes de la anterior, como Castro Barros o Acoyte.

Ese día era obvio que en la parte de adelante no iba a haber lugar. Ahí iban a estar los aficionados. En el resto de la formación capaz que había pasajeros legítimos que usaban el servicio para trasladarse. Tal vez no entendían por qué cada vez que salía el tren de una estación sonaban aplausos.

Fui hasta Plaza de Mayo para hacer un recorrido completo. Mucha gente fue a marcar la ocasión. Naturalmente hablaban de los coches y sus detalles. Pocas veces tenía la oportunidad de hablar con gente a la que le interesara el tema. En general, cuando contaba en mi círculo curiosidades del subte, se tomaban el trabajo de tolerarlo.

Habitualmente, al viajar solo, me gustaba mirar el número del coche, saber si era de los más antiguos o de los que llegaron después de la primera guerra, o alguno de los dos construidos décadas después con repuestos. Me fijaba si me había tocado uno con alguna particularidad, como reformas inconclusas.

Estos trenes tenían que haber sido retirados cincuenta años antes, cuando no eran históricos sino meramente viejos. Hay registros de planes para renovar la flota en los ’40. Ya en los ’60 intentaron disfrazarlos de modernos con un cambio de carrocería, que terminó rompiendo la estructura del único coche en el que se lo intentó. En los ’80 modernizaron tres formaciones, les pusieron cuerpo de metal pintado de gris, asientos de plástico y puertas automáticas, pero internamente seguían siendo los mismos.

La compañía Anglo Argentina no construyó un subte sino un tranvía subterráneo. Replicó las estaciones que había en el centro, y luego de Primera Junta los coches subían la rampa de Rivadavia y seguían hasta Lacarra convertidos en tranvías. Hoy la línea extendida termina quince cuadras antes.

Compraron coches belgas, de la ciudad de Brujas, que es el apodo que les quedó a los coches. La capacidad de andar en superficie, con tensiones tranviarias, es todavía aprovechada. Son estos coches los que remolcan a los modernos de cualquier línea que usan la misma rampa para ir por la calle hasta el taller, porque aún no hay conexión subterránea.

La estructura de madera era normal para la época. En el museo del subte de New York hay coches similares, con carteles que cuentan que fueron retirados en los años ’20 debido al riesgo de incendio. Los de Buenos Aires, al menos más tarde, tenían tratamiento ignífugo y las tragedias que hubo fueron producto de atentados. Aunque alguna vez viajé en una formación que no cerraba las puertas, y todos nos mantuvimos lo más lejos posible.

Sin embargo, cuando oía a gente hablar de que estaban destartalados, explicaba a quien quisiera escuchar que no era así. Los coches vibraban por diseño, como forma de adaptarse en velocidad a las curvas cerradas del túnel. De esa manera la estructura absorbía las vibraciones. Los modernos compensan la rigidez siendo más angostos.

En ese último día, la alegría era compartida por todos. Los empleados del subte se mezclaban con los entusiastas. La motorwoman de mi formación, con el tren detenido en la terminal, nos permitió entrar en la cabina de conducción y sacarnos fotos. Tengo la mía, con los mandos de acero de fondo y la vía hacia el infinito.

La desidia y el olvido convirtieron a estos trenes en reliquias y atracciones turísticas. Sucesivas administraciones consideraron demasiado caro renovar la flota. Se desarrolló inevitablemente una cultura de mantenimiento. Los técnicos del taller Polvorín aprendieron a fabricar repuestos. Los servicios periódicos los dejaban en condiciones de funcionar como nuevos, lo que habla de la capacidad de los operarios y también de la nobleza de los coches originales.

Lo que hizo que esta vez sí fueran renovados fue una necesidad técnica. La expansión de la línea había tornado insuficientes las formaciones. Se había traído algunas retiradas de otras líneas. Viajar en estos coches era una decepción. Cuando tenía tiempo, los dejaba pasar. Por más que también eran antiguos, no tenían el encanto de los belgas de madera.

Los trenes modernos que hay en el mercado son de otra tensión. Tal vez fue un motivo que demoró la renovación. Al sumar trenes era preciso reformar la parte eléctrica para que pudieran convivir, y no valía la pena hacer eso con un cero kilómetro.

Cuando era inminente la apertura de las dos estaciones más nuevas iban a ser necesarios más trenes, y eso motivó que se comprara los chinos actuales. Que, por esa incompatibilidad, no pudieron ser incorporados en forma gradual. De ahí que hubo que cerrar la línea. Aprovecharon para hacerle un lavado de cara y eliminar los grafitis que se habían acumulado en los últimos años de administración nacional, cuando se habían recortado los fondos de operación y vigilancia.

Dos meses después volví a la línea A, ya renovada, esperando decepcionarme con lo moderno. Pero no. Los trenes chinos nuevos son lindos, funcionales, silenciosos y despiden un olorcito a limón. Ya no me ocupo de ir al primer coche, no es necesario. Puedo pasearme por los vagones conectados y, de ser necesario, eludir a los músicos. No está el encanto de los coches de madera, pero la vida sigue.