Curso de espectador

Hasta ahora, las escuelas de teatro ignoraban al segmento más grande del mercado: la gente que quiere ir al teatro, pero no dedicarse a las tablas. Los espectadores no tenían más remedio que ir sin conocer los códigos del teatro, ni las razones por las que esos códigos fueron establecidos. Los únicos espectadores que cumplían con todos los protocolos eran los que además se dedicaban a alguna tarea relacionada con el teatro.
Pero ya no será más así, gracias al nuevo curso de espectador que arranca este lunes.
Los alumnos aprenderán:

  • Las mejores técnicas para elegir butaca.
  • Interpretación de los horarios anunciados según el teatro.
  • Cuándo es correcto toser.
  • El significado del oscurecimiento inicial.
  • Cuándo está permitido hablar y cuándo no.
  • De qué manera hacer comentarios a la persona de al lado durante las representaciones.
  • Qué hacer cuando uno de los actores es un conocido al que se quiere saludar.
  • Por qué en las obras infantiles los actores usan voces extrañas.
  • Cuándo es correcto aplaudir y cuándo no.
  • Qué significa ser un “gran público”, y qué responsabilidades acarrea.
  • Protocolos para casos de confusión en las entradas.
  • Etiqueta del tomatazo.
  • Técnicas para no olvidarse de apagar el teléfono.

Luego de los dos meses del curso, el egresado podrá rendir un examen y convertirse en espectador diplomado. Con los estudios completos, se hará acreedor a descuentos y funciones exclusivas para públicos recibidos en los mejores teatros de la ciudad.

El silencio de la bandera

Hay dos clases de banderas: la bandera y la bandera de ceremonia. Una se iza todos los días, al comenzar la jornada escolar. La otra se usa sólo en los actos patrios. Es una bandera más gruesa, pesada, que requiere ser transportada por un abanderado y dos escoltas.
La bandera normal está en la puerta, o en el patio, y como es parte del paisaje es fácil de ignorar. Flamea sin que la miren. Sólo es observada en el momento de ser izada, por los que llegan suficientemente temprano. El ritual es recibido con beneplácito porque implica una demora de unos minutos en el inicio de las clases.
A nadie le molesta la bandera. Pero pocos se darían cuenta si faltara. La vida en la escuela seguiría igual, con sólo la indignación del personal directivo y algunos padres como reemplazo del pabellón.
La bandera de ceremonia es otra cosa. Todos quieren acercarse a ella. Ser el abanderado es considerado un honor. Hay distintos métodos para elegir quién será la persona afortunada que llevará el peso de la insignia patria. En algunos casos es la maestra quien elige al mejor alumno. Se vale de herramientas numéricas como las notas, y subjetivas como el concepto o la conducta.
En las escuelas donde cunde la democracia, el abanderado es elegido por voto popular. En estos casos, se designa a un curso como “grado abanderado”, y se organizan comicios entre sus alumnos. Quien sale elegido será el representante de sus compañeros ante la bandera, y la portará en el siguiente acto escolar.
El acto empieza con el murmullo de los asistentes. Es un día especial. Un horario que habitualmente está destinado a clases ese día se dedica a recordar algún suceso patrio. Están presentes los alumnos de todos los cursos, y también los familiares de los alumnos que participan del programa. Todos hablan a la hora señalada. Les gusta compartir la jornada cívica. Los organizadores del acto, directivos y docentes, piden silencio en forma sutil. Pero nadie obedece. Es el pueblo el que determina la hora exacta del comienzo del acto.
En un momento dado, el público se decide a hacer silencio y la celebración puede comenzar. Arranca con palabras alusivas de la señora directora, y tal vez alguna otra autoridad. Pronto llega el momento esperado: se anuncia la entrada de la bandera de ceremonias. La bandera que no se ve todos los días. La elegante. La del honor.
La bandera entra junto al abanderado, los escoltas y el grado abanderado todo, en medio de un estruendoso aplauso que se mantiene durante todo el recorrido. Cuando todos están en sus puestos, suenan los acordes del himno nacional. Aquellas personas que están sentadas saben que es hora de pararse, y los que tienen sombreros saben que deben quitárselos.
La larga introducción del himno es escuchada con entusiasmo. Pero para cuando termina, todos están cansados, y ese cansancio se nota en la manera desganada en la que se canta. El grito sagrado de “libertad libertad libertad” no recibe el honor correspondiente en la entonación. Más bien parece un canto obligatorio, de un pueblo tan acostumbrado a la libertad que no tiene la necesidad de proclamarla. Y para cuando se llega a la parte en la que los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud, el gran pueblo argentino está cansado de la cantidad de repeticiones de esa frase, y ante cada una se va oyendo el hartazgo.
Después de una pausa instrumental, viene el estribillo, que sí entusiasma a los presentes. Coronados de fervor patriótico, la escuela toda pide que sean eternos los laureles que supimos conseguir. Un pequeño bajón posterior en la melodía no impide que el final sea enérgico, y que todo el coro se proponga jurar con gloria morir, jurar con gloria morir, jurar con gloria morir. Antes de que terminen los acordes finales se oye un gran aplauso. Todos aplauden a todos, orgullosos de compartir patria, himno y escuela con los presentes.
En ese momento, la persona encargada del protocolo anuncia que se retira en silencio la bandera de ceremonia. Pero, luego del estribillo del himno, el fervor patriótico es demasiado como para permitirlo. El pueblo quiere demasiado a la patria como para obedecer los designios de las autoridades. La bandera, entonces, se retira en medio de una ruidosa ovación.

Formato no válido

Está bien, a los hijos hay que educarlos, tienen que poder manejarse en la sociedad. ¿Pero cómo hago para que no me los formateen? No quiero que me los devuelvan en paquete, con un diploma que dice “listo, ya puede realizar esta tarea”. No quiero que piense lo mismo que piensan sus compañeros.
Pero, al mismo tiempo, quiero que se entienda. Quiero que pueda relacionarse, entenderse, intercambiar información. Y no quiero que absorba información. Quiero que aprenda, que se tome el trabajo de aprender. No que le enseñen. Que lo guíen, en todo caso. Y sé que eso no es posible. En la escuela no hay tiempo para que cada uno aprenda. Por eso prefieren formatearlos a todos.
¿Cómo lo prevengo? Tengo que vacunarlo contra el formateo. Enseñarle que no tiene que confiar en las autoridades sólo porque son autoridades. Enseñarle a aprender, que se irrite cuando le sirven en bandeja, que objete cuando le quieren meter caca en la cabeza. Para eso la tiene que saber reconocer.
Tiene que ir sabiendo algunas cosas. Tengo que llevarlo preformateado, con algunas ideas fuertes de las que se pueda aferrar. Y esas ideas hacerlas de sólo lectura, al menos hasta que salga de la escuela y esté en condiciones de ver si las quiere conservar. Pero antes hay que protegerlas, porque si no se las van a tratar de borrar.
También puedo mandarlo a una de esas escuelas diferentes, de las que le dan importancia al desarrollo intelectual y emocional de cada uno. Pero no sé. Tengo miedo de que ahí también me lo formateen, y encima me lo hagan de un formato incompatible con el del resto de los chicos. Después se va a tener que desenvolver en la misma sociedad.
No. Lo que tengo que hacer es un formato de bajo nivel. Y pasarle un scandisk periódico, para ver si tiene sectores defectuosos y neutralizarlos si están. Tengo que instalarle un buen firewall y un buen antivirus, que no sean invasivos. Que dejen pasar las ideas pero generen una advertencia de “idea sospechosa”, así después se puede revisar bien.
Con eso más o menos lo dejo equipado. Después voy a ver cómo funciona. Si tiene notas malas, voy a saber que algo está fallando. Y si tiene notas buenas, es una alarma. Voy a tener que saber diferenciar si está conformando a las autoridades o si está aprendiendo de verdad. Tendré que hacerle mis propios exámenes, integrales, a ver cómo anda de la cabeza.
Y, mientras, tengo que apoyarlo, hacerle saber que la vida no es como la escuela. Es sólo un obstáculo que hay que pasar para después formar parte de la sociedad sin hacer ruido. Sólo que hay que tener cuidado, y no dejar que la preparación para la sociedad le saque toda la libertad antes de que tenga la opción de ejercerla.

La época colonial

En la época de la colonia, las calles eran de tierra y no había locales a la calle. Los negocios se hacían en la calle. En la Plaza que todavía no era de Mayo, los vendedores proclamaban sus productos. Vendían velas, porque no había luz eléctrica. También vendían mazamorra, y empanadas calientes para viejas sin dientes (también para otras personas, se trataba de un slogan). Algunos de los vendedores eran negritos.
Era una vida bastante plácida, sin preocupaciones, pero con la conciencia de que se encontraban bajo el yugo de España, que había conquistado este territorio algunos siglos antes. Sin embargo, ellos eran descendientes de españoles, y algunos en parte lo eran de indios (menos los negritos, que venían de África, donde la gente es negra, y hay jirafas y leones).
Éramos una colonia española, pero no éramos España. En una ocasión, unos ingleses invadieron el territorio, y lo defendimos como si fuera nuestro. Les tiramos aceite hirviendo, y los ingleses se subieron a sus barcos y no volvieron más.
Con el tiempo, nos dimos cuenta de que así como habíamos podido repeler al invasor, también podíamos hacernos cargo nosotros de nuestros asuntos. No necesitábamos a los virreyes que mandaba el rey de España, que encima nos enteramos de que había sido depuesto por Napoleón. Entonces un grupo de patriotas se reunió en el cabildo, que estaba abierto, y decidió que había que hacer algo.
Los patriotas no eran negros. Eran bien blancos. Sabían lo que estaban haciendo. Pero el pueblo no. Y durante una de las reuniones el pueblo se agolpó en la plaza frente al Cabildo. Los vendedores dejaron de proclamar sus productos, y se unieron al pueblo, que quería saber de qué se trataba.
Los patriotas, al ver el clamor del pueblo, se dieron cuenta de que se estaban reuniendo muy en secreto, y difundieron sus planes mientras tres de ellos (French, Juncal y Beruti) repartían cintas celestes y blancas, porque había nacido una nueva nación. Poco después, Manuel Belgrano crearía con los mismos colores la bandera de esta patria, y la nación, flamante y flameante, marcharía hacia el futuro.

Esperanza de liberación

Las celebraciones de los cumpleaños incluyen una ceremonia en la que se apaga la luz, se acerca una torta con velas encendidas, se canta una canción específica y se insta al homenajeado a que las apague mediante el soplo, luego de pedir exactamente tres deseos sin decirlos en voz alta. Se trata de un ritual repetitivo, que si no fuera por su obligatoriedad animaría a muchas personas que no celebran sus cumpleaños a hacerlo.
Nadie quiere, en realidad, cumplir con la ceremonia. Pero todos piensan que los demás se van a decepcionar si no ocurre. Entonces lo hacen, total dura poco, y no perjudica directamente a nadie salvo por quitarles unos instantes de la reunión y de la vida para cantar la misma canción de siempre.
Como nadie tiene ganas de pensar en el ritual, no se ponen de acuerdo en cómo insertar el nombre en el clímax de la canción. Se genera un agujero sensible, que muestra con claridad las ganas que tienen todos de estar cantando eso. Pocos nombres entran en la métrica. Algunos usan diminutivos para alargarlo, otros estiran vocales, otros apocopan, otros cambian la acentuación. Queda una desprolijidad indigna, que nadie comenta porque queda oculta por el aplauso, también obligatorio, que sigue a la interpretación y marca el fin del ritual. En ese momento se puede cortar la torta y repartir las porciones entre todos los que están esperando el premio de haber participado en esa rutina humillante.
¿Por qué se sigue haciendo? En parte porque es parte del concepto de un cumpleaños. En parte porque todos piensan que los demás lo desean fervientemente. Y, en muchas ocasiones, porque hay niños presentes.
Ocurre que mucha gente tiene el concepto de que a los niños hay que crearles ilusiones, y jamás deben ser rotas. Piensan que los niños no pueden crearse ilusiones propias y personalizadas. Entonces les venden algunas ilusiones temporales, como que en Navidad un señor gordo entrará por la chimenea y les dejará un regalo, o que un ratón les comprará los dientes a medida que se les vayan cayendo.
Con el tiempo, estos dos personajes se revelan como imaginarios, porque no es posible sostener el engaño a medida que los niños adquieren raciocinio. Pero la ilusión de las velas de cumpleaños persiste. A ellos tampoco les gusta, pero la cumplen, del mismo modo que van a la escuela y cantan el himno nacional.
Justamente por eso es preciso abandonar la oscura costumbre de apagar las velas. Los niños no necesitan ilusiones falsas. Necesitan esperanza. Y no hay mejor manera de darles esperanza que comunicarles que esa ceremonia no siempre será necesaria, y que cuando sean adultos tendrán la posibilidad de elegir si quieren hacerla o no.
Nunca es temprano para liberar a las nuevas generaciones.

El último diploma

En los actos de fin de año, toda la escuela observa orgullosa a los egresados. Es su último acto. Atraviesan un momento que vieron ocurrir varias veces, pero nunca lo vivieron en persona. Están vestidos formalmente, con sus familias entre el público, esperando el momento en el que subirán al escenario a recibir los diplomas que conmemoran la finalización del camino escolar.
Muchos están nerviosos. Algunos se comportan como si no lo tomaran en serio, pero son arrastrados por la marea de los que sí. No es momento para andar con rebeldías: es el final del ciclo escolar. El momento previo al comienzo de lo que la escuela los ha preparado para enfrentar: “la vida”.
Tratan de escuchar con atención el himno nacional y los discursos de los directivos. Tal vez también el de algún representante de los docentes o padres. El ceremonial sólo incrementa los nervios. A veces hay algún número musical en el medio. Es la última espera antes de terminar la escuela.
Tarde o temprano arranca la entrega alfabética. El mismo alumno que era nombrado primero cuando se tomaba lista pasa al escenario a recibir su diploma. Es entregado por uno o dos docentes de su elección. El momento recibe un estruendoso aplauso. Todos los presentes muestran su orgullo por el logro obtenido. El tiempo para sacar una foto arriba del escenario, y es momento de bajar, a unirse a los compañeros, con el diploma enrollado.
Al mismo tiempo sube el segundo egresado, que recibe un aplauso similar. Y luego el tercero, y el cuarto. La escena se hace algo repetitiva. El público empieza a mostrar arrepentimiento por haber aplaudido tan efusivamente al primero. Ahora, piensan, tendrán que aplaudir igual a todos. Son decenas. Es posible estar media hora aplaudiendo.
Entonces, algunos integrantes del público desisten, o reducen la fuerza de sus manos. Sólo volverán a aplaudir con ganas cuando le toque el turno a quien fueron a ver, o a alguien que les caiga bien. El acto de egresados se convierte en un concurso involuntario de popularidad.
Mientras, tras bambalinas, algunos de los que reciben el diploma ceden a la tentación de abrir el rollo, aun sabiendo que luego no lo podrán volver a enrollar tal como estaba. Y ven el contenido del diploma. Grande es su sorpresa al darse cuenta de que ése no es el diploma oficial. Es un papel que emite la escuela, felicitando al alumno por haber completado el último año. Todos tienen claro que el diploma oficial es emitido por el ministerio de educación.
Es lógico, dice alguien, todavía hay varios que tienen que rendir materias e igual están recibiendo el diploma como si hubieran egresado. La ceremonia, antes de terminar, se revela como una farsa. Los diplomas no valen nada. En algún momento tendrán que ir a buscar el diploma verdadero. Será entregado en un acto administrativo, sin glamour, por un burócrata.
La escuela no se deja terminar tan fácilmente.

Cursos de ascensor

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Fin de desarrollo

Bueno, ya está. Ya me desarrollé como persona. El largo camino ha terminado. Llegué. Acá estoy. Se siente bien. Es un alivio, pensaba que no iba a terminar nunca. Ahora ya soy sabio. Sé todo lo que tengo que saber. Soy una persona completa.
A partir de ahora, ya no me voy a desarrollar más. Es hora de usar mi desarrollo. Debo cumplir mi cometido como persona, ahora que ya soy una. Ya no vale la pena que intenten desarrollarme. En su lugar, voy a desarrollar a otros. Yo sí que sé qué es lo que tienen que hacer.
No voy a dudar en informárselo en todo momento. Lo haré con tacto, con toda la sabiduría que supe acumular, para que aprendan. Quiero compartir mi sabiduría. Sé que es bueno hacerlo. No voy a dejar de tenerla porque otros accedan a ella. Pensaría que eso puede hacerme aún más sabio, pero está claro que no es posible. Todo lo que tenía para aprender ya lo aprendí.
Eso no me impide querer un mundo con más sabiduría. O con más gente sabia. Quiero que todos puedan ser como yo. Si yo pude, los demás también. Aspiro a un mundo lleno de sabios. Quiero moverme entre pares.