Canillas hermanas

Existen en distintos puntos de Buenos Aires canillas unidas. No tienen por qué estar en el mismo edificio, ni siquiera en el mismo barrio. Pero, por más lejanas que sean, tienen una conexión que las relaciona en forma indeleble.
Sólo pueden deducir la condición quienes estén familiarizados con ambas, algo poco probable. Cuando una está abierta, la otra también quiere estarlo. Cuando ambas están cerradas ninguna hace ningún esfuerzo por abrirse. Pero si se abre una y no ocurre lo mismo con la otra, empiezan los problemas.
La relación se nota principalmente cuando una se rompe, porque la otra también deja de funcionar. A veces se arregla sola, y es porque compusieron a la hermana. Muchos plomeros tienen una base de datos de correlaciones y saben qué llamados esperar cuando alguien les pide que arregle una canilla en particular.
Cuando una sola está abierta, la otra gotea. Mientras más tiempo se mantenga la situación, más agua se desperdicia. No vale la pena cambiar el cuerito. A veces parece que eso lo soluciona, pero en realidad lo que pasa es que cerraron la otra.
La que está abierta experimenta como hipos en el chorro de agua mientras la otra se mantenga cerrada. Esto se atribuye muchas veces a defectos en la plomería, pero no es más que un síntoma de canillas separadas al nacer.
Pero cuando coincide que se abren las dos al mismo tiempo, el agua sale mucho más cómoda. Se experimenta un chorro saludable, placentero, que da ganas de mantener la canilla abierta para siempre.

Rebeldía adolescente

Cuando estaba por ser adolescente me contaron más o menos lo que se venía: una transición hacia ser adulto que involucraba rebeldía. Y ser adulto, la verdad, no me hacía mucha gracia. Más curiosidad me daba el tema de la rebeldía. Empecé a esperar a ver cuándo me iba a dar por rebelarme. Pero no llegaba.
Yo tenía actitudes rebeldes, sí, pero no eran muy distintas de las que había tenido siempre. No me interesaba ser rebelde. Veía a los demás, que a veces tenían esa clase de actitudes, y me provocaba cierto rechazo. No me parecía razonable. Y varias veces ni siquiera era rebelión en serio, siempre hubo muchos que seguían a la corriente y pensaban que se estaban rebelando.
Así que se puede decir que me rebelé contra la gente de mi edad, porque me resistí a ser como ellos. En realidad, me resistí a no ser como yo. No tenía ganas de ser distinto, sino de seguir siendo el que era. Por eso trataba de conservarlo.
Con el tiempo me di cuenta de que mi rebeldía consistía en eso: resistir los cambios y el paso del tiempo. Mi rebeldía, en fin, fue contra la adolescencia.

Siempre la misma lluvia

No llovían recuerdos. No llovían signos de admiración, ni papelitos, ni partículas de polen. No llovían ideas, no llovían cuchillos, no llovían dólares. No llovían números, ni tarjetas, ni solicitudes, ni rayos de luz. No llovían destornilladores, no llovían tornillos. No llovían mundos. No llovían segmentos de recta. No llovían patos, ni lápices, ni teléfonos. No llovían vidrios rotos, ni chipás, ni patas de pollo, ni objeciones, ni flechas, ni neumáticos, ni personas, ni discos de oro, ni elogios, ni títulos honoríficos, ni fósforos, ni macetas, ni sinécdoques, ni diéresis, ni crema. No llovían plurales, ni llovían pomelos. No llovían lupas, no llovían miguelitos, no llovían pañuelos. No llovían electrodomésticos. No llovían narices de payaso, ni números digitales, ni reglas de tres, ni paños menores. No llovían menores. No llovían gases, ni películas, ni dientes, ni obstetras. No llovían notas musicales, ni sal, ni sodio. No llovían pterodáctilos. No llovían leños, no llovían biromes. No llovían sordos, ni maquillaje, ni tréboles, ni avestruces, ni locomotoras. No llovían visiones, no llovían sonidos, no llovían sentimientos, no llovían megáfonos. No llovían pechugas de pollo. No llovían bolos alimenticios, no llovían valijas, no llovían zapatos, no llovían botas, no llovían cocodrilos. No llovían legumbres, ni esponsales, ni resortes. No llovían enigmas, ni colores, ni estofado. No llovían brillantes genios dispuestos a dar la vida por el concepto de estar dispuestos a dar la vida por un concepto. No llovían peras. No llovían tijeras. No llovían carteras. No llovían pizzas. No llovían títeres, no llovían titiriteros. No llovían actores, ni guionistas, ni bolos, ni sustratos, ni goles. No llovían meteoritos, ni ósculos, ni trenzas. No llovían bigotes. No llovían quijotes. No llovían lingotes. No llovían orejas, ni bits, ni postales, ni cielos, ni manuales de instrucciones. No llovían tóxicos. No llovían perros. No llovían guillotinas. No llovían simposios. No llovían leguleyos. No llovían caramelos. No llovían calamares. No llovían amigos. No llovían pirañas. No llovían explosivos. No llovían zapatos. No llovían relojes. No llovían amarguras. No llovían maldades. No llovía bondad.
Sólo llovían gotas de agua. No hay caso, siempre que llueve pasa lo mismo. Uno se mata esperando poesía, o al menos un gesto para convencerse de que el mundo puede cambiar, pero nada, siempre la lluvia es igual.

El burbujero

El burbujero estaba en la plaza, como todos los domingos, vendiendo burbujas a los chicos. Cuando un chico convencía a sus padres de comprarle una, el burbujero sacaba una burbuja de su balde, la guardaba en una bolsa de red y se la entregaba con una sonrisa.
Ese domingo era igual a todos. El burbujero recorría los caminos del parque con su balde y se saludaba con el heladero, el calesitero y el barquillero. Además del balde de burbujas, llevaba un paquete de semillas para dar de comer a las palomas. Esto le causaba placer por sí solo, y también le atraía clientes, porque muchos chicos querían ver al hombre que era rodeado por las palomas.
En un momento, un chico lo vio y se entusiasmó tanto que se le acercó corriendo. El burbujero estaba distraído alimentando palomas, por eso no lo vio. El chico, que estaba aprendiendo a correr y todavía no había perfeccionado el arte de frenar, se chocó contra él. Por el impacto, se le cayó la bolsa de semillas adentro del balde de burbujas.
El señor no se enojó, porque sabía que los chicos eran así, no lo hacían a propósito. Pero las palomas sí se mostraron disconformes, porque les faltaba la comida que hasta el momento se les estaba proporcionando. Algunas palomas rodearon el balde, porque podían percibir alimento dentro de él. De repente, como treinta palomas impedían ver el balde.
Entre varias lo agarraron con las patas y volaron con él. Mientras, otras trataban de llegar a las semillas. Para hacerlo, se metían dentro y exploraban entre las burbujas, como si fuera un pelotero. Algunas conseguían semillas, pero siempre quedaban más, porque eran muchas y difíciles de ver. Entonces más palomas se metían en el balde, que estaba cada vez más alto.
Cuando fueron muchas las palomas, el balde se dio vuelta. Quedó con la abertura hacia abajo, y dejó escapar no sólo las semillas, sino las burbujas. Las palomas bajaron a buscar las semillas que se habían caído. Las que llevaban el balde lo soltaron, sin importarles el impacto que segundos después causaría. El lugar se llenó de palomas que buscaban semillas. Mientras tanto, miles de burbujas bajaban lentamente sobre la plaza.

La barba es parte de mí

Mi barba me acompaña cuando estoy solo. Me es fiel. Siempre está ahí, siempre sé dónde la puedo encontrar. Es como una extensión de mi cuerpo. Es lo que soy. Es parte de mí.
Es como mi sombra, pero mejor porque está también cuando no hay luz. Y se la puede tocar, acariciar, peinar. Está siempre cerca de mi cara. Yo la cuido, porque ella me cuida. Cuando hace frío, me protege. Me rodea el cuello y me abriga como una bufanda.
Requiere cuidados para estar saludable. Igual que yo. Tengo que tratarla con suavidad, porque a pesar de ser resistente, es también delicada. Si pasan muchos días sin el aseo correspondiente, se pone tensa, desordenada, pinchuda. En cambio, cuando la trato bien está grácil y sedosa.
Ella define mi apariencia. Mi cara no termina en el mentón. Si no estuviera, parecería otra persona. Como que me faltaría algo. Los niños no podrían agarrarse de ella para estar cerca de mí. No podría atarla a los caños cuando el colectivo está lleno. No podría hacer cosquillas a la gente cuando hago el gesto de negación.
A veces parece tomar vida independiente. La punta se traslada hacia distintos lados. A veces me indica el camino. Otras veces le indica mi camino a los demás, como una luz de giro. Pero en general se mueve junto con mi cabeza, asintiendo cuando mastico, absorbiendo el aire que respiro, filtrando los mosquitos que puedan llegar al cuello.
Ocurre a veces que me la piso, porque soy achaparrado. La barba va al suelo también, se solidariza conmigo, y después se queda cabizbaja, inconspicua, como si le diera vergüenza haberme traicionado. Pero yo la perdono. Sé que no es su intención. Como tampoco se engancha a propósito en las puertas de los ascensores. Y ahí ella sufre más que yo.
A la noche, después de lavarme los dientes y peinarla con dulzura, me acuesto con ella. En realidad, me acuesto en ella. Apoyo la cabeza en mi mullida barba, que es mucho mejor que hacerlo en una almohada. Porque aunque no parezca, la barba es parte de mí.

El beso del Tic Tac

Una caja de Tic Tac de naranja y otra de cherry-mint, ambas a medio llenar. Juntas ocupan el doble de lugar que una sola, sin embargo la mitad de ese lugar queda vacío. Pero no se quieren separar. En ese momento surge la unión.
Las cajas abren sus tapas y se acercan sigilosamente. Es una maniobra delicada. Ambas se arriesgan a perder lo poco que tienen. Pero lo logran. Las dos aberturas se juntan en un instante mágico.
Las dos cajas se quedan paralizadas por un momento. Cada una tiene acceso a las profundidades de la otra. Pueden oler sus distintos sabores. Pueden tocarse con sus tapas. Pronto empiezan a sacudirse juntas.
El sacudón provoca el intercambio de material. Naranja y cherry-mint se juntan, se mezclan, se integran. Lo que antes eran dos sabores separados ahora son uno solo, mixto y capaz de proporcionar sorpresas. Así como una célula se divide en dos para reproducirse, los Tic Tac pasan a ser, de dos, uno.
Sin embargo, cuando se completa el proceso uno de los dos envases queda vacío. El otro está lleno y seguirá en uso, pero el primero está listo para ser descartado. Sin embargo, no se aflige. Sabe que lo importante es lo de adentro.

El Universo en la playa

Una persona, tirada en la arena, mientras contemplaba la inmensidad del mar reflexionaba sobre su insignificancia en el Universo. “Pensar que comparado con el Universo yo no soy más que este granito de arena”, pensaba.
A su alrededor, otras personas se hacían la misma reflexión. Cada uno se daba cuenta de su propia falta de importancia, y se asimilaba a un grano de arena. Pero como nadie decía en voz alta lo que pensaba, no se enteraban de que todos estaban pensando lo mismo. Estaban comulgando entre sí, estaban siendo parte de algo más grande que ellos, estaban dejando su propia individualidad para pasar a ser, entre todos, otra cosa, un ente superior. Cada uno era como un granito de arena, y juntos formaban una enorme playa de reflexión.
Pero no se limitaba a ellos. En las otras playas, aunque estaban aislados, otras personas formaban otras playas de pensamiento. Lo mismo ocurría en los desiertos, en las planicies. La gente observaba la enormidad y se ubicaba en su lugar. Todo el planeta estaba unido sin saberlo. Era como una gran bola envuelta en un mismo sentir. Y ese sentir hacía que todos tomaran conciencia de que el planeta, comparado con el Universo, era insignificante.
Sin embargo, y sin que lo supieran, en otros planetas se compartía el mismo sentimiento. La inmensidad del Universo era percibida en todos sus rincones, no había criatura que no pudiera compararse con el todo y salir perdiendo. Pero nadie tenía ganas de pronunciar su reflexión. Todos tenían miedo al ridículo, a generar un debate inútil, sin saber que el Universo entero tenía ganas de hablar de su insignificancia respecto del Universo.
El Universo, así, también estaba unido sin saberlo. La reflexión sobre la insignificancia trascendía a las galaxias, también insignificantes, y abarcaba cada rincón en el que hubiera alguien capaz de formularla.
Sin darse cuenta, todos juntos, pese a su insignificancia, habían logrado crear algo mucho más grande y trascendente que cualquiera de ellos. La humildad ante el Universo era tan grande como el Universo.

El destructor de burbujas

Oscar no podía ver una burbuja sin explotarla. No le importaba que los otros la pudieran disfrutar. A él le molestaban, entonces hacía esfuerzos para terminar con ellas.
Su existencia lo perturbaba. Creía que cada burbuja escapaba del control humano al flotar libremente por el aire. Encontraba en ellas una metáfora de los sueños vanos del hombre, aquellos con los que la gente prefiere ocupar su cabeza en lugar de luchar por hacerlos realidad. Para Oscar, eso explicaba la fascinación que el resto de la gente tenía por ver o fabricar las burbujas.
El error de los demás, según él, era dejarse tentar por cualquier burbuja. Dejar lo que cada uno estaba haciendo por mirar, aunque fuera un rato, una burbuja que pasaba. Oscar sentía especial repulsión por la cara de enajenados que ponían todos al divisar una. La interpretaba como el rostro de la improductividad.
Por eso, consideraba su explosión de toda burbuja que anduviera cerca como un servicio a la sociedad. Él pensaba que no podía evitar que la gente se enganchara con cualquier cosa, pero por lo menos podía reducir las oportunidades de que eso pasara.
Los demás, sin embargo, no lo veían así. Lo consideraban un aguafiestas, un amargo, alguien sin nada mejor que hacer que molestar a los demás e interrumpirles su alegría. Pero Oscar no hacía caso a las críticas. Seguía con sus explosiones, convencido de que, popular o no, lo que hacía era lo mejor para todos. Y además, disfrutaba enormemente del acto concreto de explotar cada burbuja.

El objeto de su amor

Un pedazo de cinta Scotch revoloteaba a pocos milímetros de la vereda. Una cucaracha lo vio y se sintió atraída. Entonces lo siguió. Luego de una ardua carrera de varios metros logró alcanzarlo y mantenerse cerca de él. La cucaracha trataba de que el pedazo de cinta le prestara atención, pero no lo conseguía. La cinta sólo obedecía al viento.
El insecto movía las antenas en forma seductora. A pesar de sus innegables atractivos y de su espléndido estado físico, no parecía impresionar a la cinta, que seguía transparente a su existencia. El viento lo continuaba llevando a lo largo de la vereda. La cucaracha, no obstante, no pensaba rendirse sin dar pelea.
Cuando el pedazo de cinta cruzó la calle con el semáforo en rojo, la cucaracha tuvo un momento de duda pero lo siguió. Quiso mostrarle su determinación. Tal vez era una prueba, supuso. Pero al llegar a la siguiente vereda, felizmente sin ser alcanzados por ningún auto, la situación continuó igual. Lo único que cambiaba era la posición del pedazo de cinta, que a veces ofrecía al viento su lado de mayor superficie, con lo cual recibía más impulso. Otras veces se colocaba paralelo a la dirección del viento, entonces iba más despacio y el aire fluía a su alrededor. Y en algunos momentos se movía vertiginosamente, como si estuviera bailando. La cucaracha lo admiraba y hacía esfuerzos por regular la velocidad mientras realizaba maniobras para obtener la atención del pedazo de cinta. También maniobraba para evitar ser pisada por los indeseables transeúntes que a esa hora abundaban en la vereda.
Pero el pedazo de cinta no tenía tanto cuidado, y en un momento resultó pisado por uno de ellos. La cucaracha, al principio, no entendía qué había pasado. Pero rápidamente se dio cuenta y se decidió a rescatarla.
Corrió y corrió hasta llegar a la vecindad del pie. Se trataba de una misión peligrosa. Existía el riesgo de recibir un pisotón fatal por parte del mismo pie del que debía rescatar al pedazo de cinta. Debía realizar el acto heroico sin ser pisada y también sin ser vista, porque sabía que en ese caso se exponía a la posibilidad de un pisotón esta vez intencional.
La cucaracha se mantuvo a la sombra del transeúnte durante unos metros, mientras calculaba los pasos a seguir. Cualquier movimiento era peligroso, porque dependía de que se mantuviera el ritmo de los pasos. Un cambio repentino podía estropear los cálculos y acabar con la vida de la cucaracha. Pero sus ganas de salvar al pedazo de cinta pudieron más que el miedo. La cucaracha se lanzó en un salto espectacular hacia el lugar del zapato donde estaba atrapada la cinta, y logró rescatarla. Luego escaparon a toda velocidad.
Desde ese momento, fueron inseparables. El pedazo de cinta ya no prestaba atención al viento, acompañaba a la cucaracha a todos lados. Y continuaron así, pegados uno al otro, por el resto de sus días.

El método de la sortija

Felipe manejaba una calesita. Vendía los boletos, subía a los chicos y la ponía en marcha. Lo que más le gustaba era, durante las vueltas, pararse fuera del contorno giratorio y tentar a los que pasaban con la sortija, y la promesa de una vuelta gratis para quienes pudieran capturarla.
Durante los años que llevaba a cargo de la calesita, había desarrollado una técnica para el manejo de la sortija. El objetivo era que hacerse de ella fuera difícil pero no imposible. Con cierto esfuerzo, cualquier chico la podía agarrar, pero debía dedicarse y hacer méritos para conseguirla. Cuando la obtuviera, además de la vuelta gratis, se quedaría con la satisfacción del logro, y el aprendizaje de que hay que luchar por las cosas que valen la pena.
Entonces, Felipe se paraba al costado de la calesita y acercaba la sortija a las manos de los ávidos niños que iban llegando a su posición. La retiraba con delicadeza en el momento en el que la mano estuviera en condiciones de alcanzarla. La mano de Felipe daba vueltas, con distintos recorridos como para que nadie pudiera predecir el siguiente movimiento. Todo duraba un par de segundos, hasta que el chico pasaba de largo o, excepcionalmente, conseguía la sortija.
Un día, la plaza donde funcionaba la calesita levantó la concesión. Felipe no se desanimó. Resolvió convertirla en calesita ambulante, y vagar por la ciudad ofreciendo diversión giratoria a todos los niños. Entonces consiguió un camión y la montó en la parte de atrás. Luego empezó a llevarla los domingos a los distintos barrios.
Sin embargo, no tuvo mucho éxito. Pocos chicos concurrían a la calesita móvil. Era fácil saber por qué. En la plaza, todos sabían que estaba. Sin embargo, al volverse ambulante, sólo los que pasaban y la veían estaban en condiciones de subirse.
Era un problema que se podía arreglar con una campaña publicitaria. Felipe mandó a imprimir volantes, con la idea de pasar durante la semana por plazas, jardines de infantes y otros lugares donde hubiera muchos chicos para hacerles saber que ese domingo tendrían calesita.
Sin embargo, repartir los volantes le resultó muy difícil. Estar acostumbrado a la sortija hacía que amagara con entregar cada volante y luego se lo quitara de la mano a quien lo iba a recibir. Pero, al contrario de lo que ocurría con la sortija, nadie hacía ningún esfuerzo por arrancarle el volante.
La calesita de Felipe corría peligro. Así que cambió de estrategia. En lugar de repartir volantes, decidió ir directamente con la calesita a las cercanías de las plazas y repartir los volantes ahí. La respuesta fue enorme. Los chicos, ansiosos por saber cuándo y dónde podrían subirse a la calesita, hacían grandes esfuerzos para obtener los volantes. Una vez que conseguían uno, valoraban tanto lo obtenido que presionaban mucho a sus padres para que los llevaran el día que la calesita funcionaba. Entonces Felipe tuvo todos los domingos la calesita colmada de chicos con mucho entusiasmo por girar.