Las uñas son mías

Cada vez que me corto las uñas, siento que se va una parte de mí. Que estoy tirando al inodoro algo que me gasté en generar, y que por haber logrado una longitud más grande de la que es aceptable estéticamente tengo que mutilarlo.
Es cierto, la uña sigue ahí y vuelve a crecer. Pero no es lo mismo. Quedan siempre las huellas del alicate, que me recuerdan el contorno del último corte.
Siento que soy indiferente a una sustancia que salió de mis entrañas para luego ser descartada sin piedad. ¿Acaso las uñas son menos mías que la piel, que los ojos, que el corazón? ¿Qué clase de sádico habrá inventado el concepto de cortarlas? ¿Por qué no cortarme también los dedos?
Por eso trato de resistir la llegada del momento del corte. Lo dilato todo lo que puedo, pero siempre se llega a un punto en el que la suciedad se acumula de tal manera que empieza a perjudicar mi vida social. Me queda el consuelo de que, por lo menos, estoy cortando más mugre que uña.
Pero me sigo separando de una parte de mí. Entonces, cuando me corto, antes de tirar la cadena les dedico un minuto de silencio. Es lo menos que puedo hacer.

Margaritas a los chanchos

El chancho Osvaldo, cansado de revolcarse en el barro, fue a dar una vuelta por el chiquero. No pensaba que se fuera a producir ninguna novedad, después de todo él conocía bien ese chiquero. Había estado toda su vida ahí. Pero esta vez fue diferente. En un rincón, encontró un ramo de margaritas que alguien había tirado.
Eran más de diez flores, y algo en ellas lo atrajo. No sabía bien qué exactamente, pero mirarlas le producía placer. Por eso quiso compartirlas con su novia, la chancha Ediberta. Ella estaba en otro sector del chiquero, y entonces el chancho Osvaldo agarró una de las margaritas con la boca para llevársela.
En el camino, se cruzó con el chancho Julio, quien le hizo una expresión de burla por el extraño objeto que llevaba. El chancho Osvaldo sabía que el resto del chiquero no iba a ver las flores igual que él. Por eso no le preocupó la jocosidad del chancho Julio.
Cuando llegó adonde estaba la chancha Ediberta, ella estaba revolcándose en el barro. Al chancho Osvaldo no le gustaba mucho esa costumbre, pero sabía que era necesaria para su subsistencia. Él también la practicaba a pesar del desagrado que le producía, sin embargo creía que la chancha Ediberta la disfrutaba demasiado. Era uno de los desacuerdos que tenía con su novia, y el chancho Osvaldo no le daba importancia. Estaba seguro de que tenían muchas más cosas en común, y también tenía la certeza de que ella iba a apreciar la margarita que le llevaba.
La chancha Ediberta, al ver la margarita, pensó que era una broma y se echó a reír de una manera similar a la del chancho Julio. La reacción deprimió al chancho Osvaldo, que era fácil de deprimir. Y entonces el chancho Osvaldo se fue con la margarita al rincón del chiquero donde la había encontrado.
Las otras margaritas seguían ahí, y a pesar de algunas manchas de barro continuaban exhibiendo lo que el chancho Osvaldo percibía. El chancho Osvaldo se largó a llorar. No entendía por qué él siempre tenía que ser diferente. Pero tampoco quería ser como los demás. Más bien su frustración venía del hecho de que los demás no fueran como él.
Al verlo en ese momento, la chancha Ediberta fue hacia él para tratar de consolarlo. Ella era la que más lo entendía en todo el chiquero. Sabía que el chancho Osvaldo era muy sensible, y aunque estaba un poco cansada de estas situaciones, sentía que era su deber sacarlo del estado lacrimógeno en el que se encontraba.
Cuando llegó, le quiso preguntar por qué era tan infeliz. Pero él no le quiso contestar. No estaba en condiciones de comunicarse, y le dio a entender que quería estar solo. La chancha Ediberta, que ya tenía experiencias en ese tipo de situaciones, lo dejó con su pena.
El chancho Osvaldo se quedó regodeándose en esa pena. Deseaba irse a vivir a otro chiquero, uno donde lo entendieran y aceptaran su manera de ser. Soñaba con un mundo ideal en el que todos los chanchos tuvieran el mismo concepto de belleza que él, y además no necesitaran revolcarse en el barro. Pero sabía que era utópico, eso no iba a ocurrir nunca. Antes que seguir pensando en todo eso, prefirió irse a dormir. Y, sin darse cuenta, se durmió sobre las margaritas.
Cuando se despertó, se dio cuenta de lo que había hecho. Y se deprimió más. Había arruinado las flores. El chancho Osvaldo las agarró para tratar de limpiarlas, pero fue inútil. Las margaritas pasaron a ser grises. Habían perdido su pureza.
Sin embargo, un hecho lo sorprendió. Muy cerca de él estaba el chancho Julio, y no se reía. El chancho Osvaldo creyó que se iba a reír, pero el chancho Julio no lo hizo. Rápidamente se acercaron otros. Vinieron el chancho Arturo, el chancho Saúl, la chancha Etelvina, el chancho Rafael, la chancha Violeta y el chancho Juan Alberto. También estaban sus padres, el chancho Antonio y la chancha Josefina. Junto a todos ellos venía la chancha Ediberta.
El chancho Osvaldo creyó que se acercaban para tratar de consolarlo inútilmente. De repente, todos los chanchos se acercaron al ramo de margaritas manchadas con barro, y cada uno agarró una flor. El chancho Osvaldo creyó que las iban a tirar para que él no pensara en ellas. Pero no fue así. Los chanchos acomodaron las margaritas cerca de sus cabezas, las pegaron con barro y empezaron a caminar por el chiquero, luciéndolas.
Todos hicieron eso menos la chancha Ediberta, que se quedó al lado del chancho Osvaldo y le colocó a él una margarita del mismo modo que habían hecho todos.
En ese momento, el chancho Osvaldo comprendió lo que había pasado. El barro había hecho que los otros chanchos pudieran apreciar la belleza de las margaritas. Sólo había sido necesario adaptarlas a su esquema. El chancho Osvaldo se alegró. Dejó de sentirse un incomprendido para pasar a sentirse un visionario.

Otra vida

Cada niño nace casi como feto. Juan, cuyo hijo está allí, sabe esto. Sexo: nene. Juan está como loco. Mira esos ojos. Mira cómo abre bien cada mano este pibe. ¡Está vivo! Esta hora será rara, como toda gran hora. Juan goza. Baja baba como agua.
Buen plan, gran idea tuvo Mara, supo Juan. “Esto anda”, dijo. “Este amor está bien”. Allí está Mamá Mara. Juan mira cómo Blas toma teta. Ella hace algo para usar cada mama. Juan hace clic. Saca foto tras foto. Todo esto será film.
“Juan, poné allá este moño azul”, dice Mara. Juan hace caso.
Cayó Mimí. Ella está algo mala, ayer hubo vino. Pero todo bien. Este olor dice algo: Blas hizo caca. “Dale Juan, hacé como dije”, pide Mimí. Será raro usar tela, pero todo está caro.
¿Será gran tipo Blas? Juan, dice, será buen papá. Blas hará gran obra, cree Juan. Hará todo bien. Todo será goce.
Todo está bien. Blas está sano. Mara yace. Juan reza. Dios dará.

Sin aire

Tenía mucho calor, entonces quise sentir aire en movimiento sobre mi cuerpo. Entonces me fui a parar delante de un ventilador de pie, para poder recibir de primera mano su exhalación.
Pero el ventilador no estaba contento de verme y, cuando me acerqué, me esquivó. Cambió la dirección hacia la que tiraba el aire. Como quien no quiere la cosa, apuntó para otro lado.
Me acerqué entonces al nuevo lugar. Pero cuando llegué el ventilador volvió a esquivarme, y retomó el camino que lo había llevado hasta ahí. Se dirigió de nuevo al lugar donde acababa de estar.
Fui otra vez hacia ahí. Y no me quedó la menor duda de que el ventilador no quería tirarme aire, porque volvió a evitarme. Claramente no me quería.
Pensé que tal vez era porque no me conocía bien. Me paré en el medio de su recorrido para intentar hablarle un poco sobre mí. Le conté cómo había estado afuera todo el día bajo el sol y ahora quería refrescarme un poco. Le conté que soy más fiel a los ventiladores que al aire acondicionado. Pero mientras le hablaba, el ventilador se movía de un lado a otro, como diciéndome que no.
Yo no quería pelearme con el ventilador. No le había hecho nada. No entendía su actitud. Me resigné a que no me iba a dar aire, pero quise quedar en buenos términos. Por eso lo abracé. Fue difícil porque se movía, no quería que lo abrazara. Pero lo abracé igual. Y con el abrazo toqué algo, no sé si un botón o su alma, que lo hizo cambiar de actitud. Frenó su movimiento negativo y me ofreció su aire.
Desde entonces es mi ventilador favorito y un fiel compañero.

Vamos a desear bien

Demasiada gente se llena la boca hablando de que la inmortalidad no es ninguna ventaja. Que es un deseo de la gente simple, que no entiende nada de la vida. Tal vez lo sea, y eso no significa que no sea respetable.
¿Qué argumento pueden tener en contra de vivir para siempre? Los inteligentes siempre encuentran maneras de sostener sus posturas. La que encontraron en este caso es hablar de la desdicha del inmortal, del hombre abatido que ve morir a todos sus amigos, irse a su tiempo, y queda solo, derrotado, con el íntimo deseo de morir igual que los demás.
Es cierto que nadie quiere ser así. Pero no se desprende de ese argumento que esté mal desear la inmortalidad. Si vamos a desear algo imposible, por lo menos podemos desear bien. Yo quiero ser inmortal, de modo no metafórico, y que todos mis seres queridos también lo sean, si les interesa.
No deseo la inmortalidad para todos. Sería problemático, lo entiendo. Me basta con la mía y la de un pequeño círculo de gente que me gusta más viva que muerta, igual que yo. No sé si pretendo algo exclusivo, tal vez todos puedan tener derecho a algo así, pero posiblemente unos cuantos elijan morir.
¿Por qué eligen morir algunos? Porque les prometen la vida eterna para el instante posterior. No es que quieren morirse. El problema es que es muy difícil de creer la idea de una vida eterna, al menos con la evidencia que hay en este momento. Y está bien, después de morirse uno no se muere más, pero eso no significa que esté vivo sino lo contrario.
Me gustaría, si no la inmortalidad, al menos vivir lo suficiente como para saber que cuando me muero voy a algún lugar mejor. En ese caso no me molestaría tanto la muerte. Pero vamos a convenir que así cualquiera. Es valiente el que se enfrenta a la muerte sabiendo que es el fin definitivo de su existencia.
Claro que no sé si quiero ser valiente, me interesa más no morirme.

El fuego no se apaga

De pronto, se produjo un momento de oscuridad que llevó a todos al silencio. Desde la cocina entró un allegado con la torta. Detrás de él, estaba el encargado de cortarla, con el cuchillo y la espátula preparados.
Los invitados, al darse cuenta de la situación, entonaron espontáneamente la canción del feliz cumpleaños. Algunos, incluso, la cantaron con ganas. Se produjo una duda general cuando llegó el momento de incluir en el tema el nombre del homenajeado, porque los presentes no habían tomado la precaución de ponerse de acuerdo sobre cómo comprimirlo en las tres sílabas disponibles. Entonces algunos usaron un apodo, otros otro apodo, y hubo quienes intentaron decir rápido el nombre para poder pronunciarlo completo.
Al terminar la canción, el homenajeado se dispuso a soplar las velitas. Los familiares y amigos estaban expectantes, dispuestos a aplaudir la consumación del ritual. Un par de allegados le recordaron que antes de soplar pensara tres deseos.
Llegó por fin el momento. El homenajeado tomó aire y luego dirigió su exhalación al lugar donde estaban las velitas. El viento así generado apagó las pequeñas llamas. Los invitados rompieron en aplausos.
Pero en ese momento se produjo un hecho inesperado. Sin que nadie interviniera, las velitas se volvieron a encender. Parecía que el apagado no había sido del todo convincente. El aplauso se interrumpió. Se produjo un rápido debate sobre si el homenajeado debía pedir otros tres deseos, y se llegó a la conclusión de que debía repetir los mismos.
El cumpleañero volvió a soplar. Las velas se apagaron y otra vez se encendieron. Era tal vez un símbolo de la resistencia ante el paso del tiempo. El fuego que se volvía a encender era la llama de la vida que se resiste a extinguirse.
Pero los invitados comenzaron a perder la paciencia. Algunos querían probar la torta. Otros se dispersaron ante el fracaso de la operación. Entonces se produjo un último soplido. Con la ayuda de varios invitados, el cumpleañero sopló con más fuerza. Pero las velas volvieron a encenderse.
Fue entonces cuando la persona encargada de cortar la torta perdió la paciencia, se mojó la yema de dos dedos y presionó sobre cada pabilo hasta extinguir toda posibilidad de que la llama volviera a hacerse presente.
Luego de la drástica intervención, se encendieron las luces y la fiesta continuó.

Los tiempos románticos del coquero

Estamos en la era de lo descartable. Los productos ya no se hacen para durar. Los muebles son de fórmica, los autos no tienen la solidez de otros tiempos, las bebidas vienen en botellas que se tiran luego de un solo uso. Lejos quedó la época en la que todos lavaban y rellenaban recipientes de vidrio, que cuando se rompían era un golpe al bolsillo que duraba el resto del mes. Todo fue reemplazado en aras de la conveniencia.
Se han ido los tiempos de otras comodidades. Hoy hay supermercados en todos los barrios, donde cada uno tiene a su disposición toda clase de productos y puede elegir sin que a nadie le importe. Se trata de una era impersonal, en la que no existe la relación casi familiar que solía haber con los comerciantes.
Hoy viene la moto del delivery con la pizza o las empanadas, se le da una propina y se va, posiblemente para no volver nunca más. No conocemos su nombre, no sabemos qué le interesa, no nos metemos en su vida ni él en la nuestra.
Antes había otra clase de delivery. Todas las mañanas, el coquero del barrio pasaba por la puerta de cada casa y entregaba los sifones de Coca-Cola fresca, recién elaborada. No había fecha de vencimiento, no había botellas de plástico, no había códigos de barras, no había supermercados. El coquero era el nexo directo entre la fábrica y el consumidor, que impedía excesos corporativos porque había verdaderos lazos familiares.
Todos los días, a las siete de la mañana, en la puerta de las casas se podían encontrar los sifones Contour vacíos que el coquero se llevaba, entregando en su reemplazo los llenos. La Coca-Cola era más sabrosa en esa época. No se avejentaba en los depósitos de los supermercados, no perdía gas una vez abierta, y llegaba recién hecha a cada casa. Quienes lo experimentaron saben que es incomparable el sabor de aquella Coca-Cola fresca, impoluta, con la que lleva dos semanas guardada en una lata.
Eran épocas más inocentes. Aún no había competencia. El carro tirado por una mula del coquero no había dado paso a los camiones que luego poblaron las ciudades. Si uno no se levantaba a la hora que pasaba el coquero, se quedaba sin Coca. Y no había competencia, ni era necesaria.
Con el tiempo, la costumbre se fue degenerando. Los camiones reemplazaron a la tracción a sangre, y aparecieron distintas marcas de Coca-Cola (aunque no la llamaban así, eso es lo que eran). Empezaron a variar los horarios, a hacer paradas largas, a ofrecer distintos productos. Ya no era un simple repartidor de sifones, había que hacer complejos pedidos de bebidas de distintos sabores, que obligaban a los camiones a estar mucho tiempo detenidos en la puerta de cada casa.
Llegó un momento en el que los gobiernos tuvieron que tomar cartas en el asunto. El tránsito se veía perjudicado por los coqueros, que no sólo eran muchos sino que pasaban demasiado tiempo detenidos. Hay gente que piensa que la Coca-Cola Company no se resistió a la decisión de prohibir la actividad, porque se había vuelto poco eficiente.
Lo cierto es que sólo se autorizó el transporte a comercios como los supermercados. Así como desaparecieron los tranvías, los coqueros tampoco resistieron el paso del tiempo. Se agilizó el tránsito, no se puede negar, pero el fin del coquero dejó a las ciudades sin uno de los personajes pintorescos de antaño, y clausuró una etapa que nunca volverá.

Mi nuevo amigo

Un mosquito revoloteaba cerca de mí. Mi primer impulso fue matarlo. Junté mis manos para acabar con él, pero no lo conseguí. El aplauso se produjo no donde estaba, sino donde había estado. Entonces continuó el trayecto.
Lo perseguí por toda la casa, mientras intentaba nuevos golpes y manotazos al aire. A veces se refugiaba en el techo sin que yo pudiera hacer nada. Pero nunca duraba mucho ahí, siempre volvía a volar y yo continuaba la persecución.
Finalmente se posó sobre el espejo del baño. Sigilosamente fui hacia ahí, porque era la oportunidad que estaba esperando. Pero cuando extendí mi mano hacia atrás para tomar carrera vi que el mosquito me miraba.
Me acerqué para verlo en más detalle. Había juntado sus dos patas delanteras y me miraba con una expresión que me conmovió. Vi en sus ojos compuestos un pedido de piedad. Estaba a mi merced, y me desafiaba a ejercer esa merced.
Su expresión me llegó. Me sentí mal por haber querido matarlo, entonces decidí dejarlo vivir. Para expresárselo, junté suavemente mis manos y las posé cerca de él, de modo que me pudiera ver. Mi gesto decía, en efecto, “podría matarte pero no lo haré”. El mosquito comprendió y voló para posarse sobre mi hombro.
Ese día nos convertimos en inseparables. Sentí que era adecuado ponerle un nombre. Lo bauticé Víctor. Lo dejo revolotear por mi casa y él me defiende de otros mosquitos. Cuando aparece alguno, puedo ver cómo Víctor se le acerca y lo guía hacia afuera, como diciendo “a él no lo piquen, es un amigo”.
Un día vi que otro mosquito se acercó y Víctor no lo rechazó, sino que ambos se quedaron dando vueltas. Después de un rato comprendí que estaban seduciéndose mutuamente, y que pronto formarían una familia. Llené un florero para que tuvieran cerca agua convenientemente estancada para poner los huevos, y los dejé ser. Después de unos días varias larvas nadaban en el florero.
Ahora cada vez que llego hay cinco mosquitos que se alegran al verme y festejan mi entrada. En mi ausencia me extrañan igual que yo a ellos. Con su presencia, mi casa se convirtió en un verdadero hogar.

El álamo prominente

Era un día de tormenta. El viento soplaba con mucha fuerza, parecía que llovía de todos lados. No había llevado paraguas, pero estaba claro que igual me hubiera mojado. Aunque con el paraguas tal vez no hubiera ocurrido lo más extraño.
En un momento, mientras caminaba rápido para evitar que se me cayera un árbol encima, sentí un golpe justo en el medio de la cabeza. Pensé que probablemente era algo que se había caído y me sorprendió no sentir que luego de rebotar caía en el suelo. El golpe me generó un dolor importante en la cabeza, pero más allá de eso no le dí mucha bolilla.
Al día siguiente, cuando me levanté, vi que tenía algo verde en la cabeza. Cuando me inspeccioné comprobé que era un brote. Deduje que lo que me había caído en la cabeza era una semilla y el agua de la tormenta la había hecho germinar.
No quise sacarme el brote, después de todo no es frecuente que la vda brote de uno. Sí decidí cortarlo para que quedara del mismo largo que mi pelo. Aunque no pude hacerlo durante mucho tiempo, porque pronto apareció un tronco.
El tronco creció y se hizo cada vez más fuerte. Cuando fue capaz de sostenerse por sí mismo retiré el palo guía que había puesto. Para entonces ya estaba acostumbrado a andar con un álamo en la cabeza. Requería una cierta adaptación, mi vida ya no fue igual. Tuve que comprarme una casa más alta y ubicar la cabecera de la cama lejos de la pared. Hice un agujero en el techo del auto para poder andar sin doblarlo. Mientras yo hacía mi vida, casi sin darme cuenta el árbol se hacía cada vez más grande y fuerte.
Me ocupé de darle forma. Visitaba frecuentemente un vivero donde lo podaban y lo dejaban espléndido. En otoño recogía las hojas secas y lo regaba cada vez que dejaba caer una. Y en primavera me enorgullecía al verlo florecer desde abajo, siempre que tomara la precaución de usar un espejito.
Me volví muy apegado a mi álamo. Sentía que era parte de mí y al mismo tiempo era consciente de que se trataba de un ser distinto. No debía coartar su independencia ni limitar su crecimiento. Debía llevarlo siempre por el buen camino, evitar cruzar puentes muy bajos y tener cuidado al hacer movimientos bruscos con la cabeza. En ocasiones tuve que protegerlo de gente que lo quería vandalizar. Mientras yo estuviera cerca no iban a poder.
Tuve que hacer muchos sacrificios para el álamo, pero no me importaba. Me enorgullecía su crecimiento y el hecho de que yo lo había hecho posible.
En un momento empecé a sentir un dolor en el cuello. Fui al médico y me dijo que el álamo se estaba haciendo demasiado grande como para que yo lo pudiera sostener. Yo en el fondo siempre lo había sabido, y más desde que el ancho del tronco se había vuelto mayor que el de mi cabeza. Igual me costaba aceptarlo que ya no había forma de sostenerlo. Había llegado la hora del desarraigo.
Elegí un lugar para trasplantarlo. Busqué un sitio donde pudiera tener espacio para echar raíces y desarrollar todo su potencial. Encontré un terreno en las afueras de la ciudad donde sabía que nadie lo iba a molestar. Lo hice con el dolor que me significaba desprenderme del álamo, y al mismo tiempo con el orgullo de que ya fuera un árbol hecho y derecho.
Contraté a una cuadrilla de empleados de mi vivero de confianza para que hicieran el trasplante. Me lo sacaron de la cabeza con cuidado y lo ubicaron en el sitio que yo había elegido.
Desde ese momento siento que me falta algo. Extraño al álamo. Lo voy a visitar seguido. No tanto como me gustaría, porque sé que él tiene que hacer su vida lejos de mí, independiente, y debe acostumbrarse a no tenerme. Pero me cuesta.
De todos modos, me reconforta el hecho de que puedo verlo cuando quiero, sé que siempre va a estar ahí esperándome. Y me llena de orgullo, cuando voy, ver que tiene ramas nuevas, o nidos de pájaros. Cuando lo veo ahí, fuerte y resplandeciente, siento que hice las cosas bien.

Lágrimas de cocodrilo

El cocodrilo estaba triste. Se sentía solo en el río, nadie se le acercaba. Pasaba toda su vida en el mismo lugar, esperando, saliendo cada tanto del río para volver a sumergirse al poco tiempo. Era así la vida de todos los cocodrilos, pero él no se conformaba. Quería más. Y como no lo tenía, lloraba.
Los que pasaban cerca de él veían sus lágrimas pero no les daban crédito. Creían que eran lágrimas de cocodrilo. Y lo eran, pero eran también de tristeza. Sólo el cocodrilo se daba cuenta, y eso lo hacía sentir aún más solo.
Un día se largó a llover. El cocodrilo miró al cielo pensando que lo entendía. Las gotas de lluvia se mezclaron con sus lágrimas hasta hacerse indistinguibles. El cocodrilo dejó de llorar durante ese momento y su cara sólo fue recorrida por las gotas. Por primera vez, el cocodrilo sintió una profunda conexión con la naturaleza.
Después de un rato dejó de llover y salió el sol. Los rayos de sol iluminaron su piel, y debió sumergirse en el río para que no se le secara. Dentro del río, el cocodrilo reflexionó sobre lo que había pasado y se entristeció al ver que la naturaleza, después de todo, también le era indiferente. Entonces derramó más lágrimas, que no se notaron porque estaba bajo el agua.
En ese momento, una cebra vio su expresión compungida y se acercó a la orilla del río para ver qué le pasaba. La cebra lo miró a los ojos y pudo comprender su tristeza. Pero el cocodrilo no se dio cuenta de la intención de la cebra. La vio sólo como un almuerzo. La cebra notó el cambio en sus ojos y salió corriendo, justo antes de que el cocodrilo saltara hacia ella con la boca abierta.
El cocodrilo volvió a lamentar su suerte. Un rato más tarde, reflexionando sobre lo ocurrido, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Lamentó profundamente su actitud y quiso ir a buscarla. Pero la cebra era mucho más rápida que él. Estaba claro que nunca iba a regresar.
El cocodrilo, entonces, volvió a derramar lágrimas.