Cuántos lectores

Todos sabemos que es muy poca la gente que lee libros. Y todos pensamos que sería mejor que más gente los leyera. Sobre todo los que escribimos libros. Nos parece que debería haber más demanda de nuestros productos. Eso beneficiaría también a la sociedad.

Ahora, no sé si es tan así. En primer lugar, recién en los últimos cien o doscientos años se ha alcanzado un nivel de alfabetización que permite aspirar a que la lectura sea masiva. Antes, leer era algo que no estaba al alcance de cualquiera, y seguro que no todos los que estaban en condiciones leían.

No sé si la gente lee ahora menos que lo que leía hace cincuenta años. Ahora con la televisión, los twitters, todo eso, la gente se dedica más a leer eso que lo que debería leer, que son libros. Pero no sé si eso reemplazó la lectura de libros. No sé si la gente dejó de leer libros para ver cine, o televisión o twítteres. Capaz que en otra época esa misma gente habría pasado las mismas circunstancias mirando fotonovelas. A lo que voy es que no necesariamente el tiempo que no se usa para leer se usaría para leer si no fuera por las tecnologías correspondientes.

Por otro lado, hay muchas formas de lectura. Es algo que se ejerce sobre lo que uno percibe: un libro, una película, un partido de fútbol, el tránsito de una esquina, el movimiento de las estrellas. Leer es una actividad creativa en la que uno trata de descifrar qué es lo que pasa en lo que ve. Está lleno de gente que lee libros sin leerlos, y ellos cuentan como lectores en los censos imaginarios al respecto.

Tenemos, entonces, cuatro categorías: 1) los no lectores, 2) los no lectores que leen, 3) los lectores que no leen y 4) los lectores. A todos nos gustaría incrementar el número de la cuarta categoría, pero sospecho que subestimamos el de la segunda.

Los no lectores que leen son despreciados por los autodenominados intelectuales, que venden la idea de que la única forma de pensamiento que vale la pena es la que ejercen ellos, y también venden que es muy difícil. Hay muchos que se lo creen, y se intimidan. El resultado es que gente que podría estar en la categoría 4 evita hacerlo por considerarlo inalcanzable. Los que están en la categoría 4, y muchos de la 3, la ven como algo exclusivo. No lo dicen, pero les gusta ser pocos. Se sienten especiales, se entusiasman con serlo y repiten el círculo vicioso de expulsar de la lectura a gente que podría leer perfectamente.

Pero algunos conocemos el secreto: resulta que leer no es tan difícil. Y leer libros es trasladar a los libros lo que mucha gente ya hace sin darse cuenta. Y sabemos también que muchos de los que se la dan de grandes lectores no hacen más que escudarse en esa condición para parecer inteligentes. Eso es una de las razones por las que prefieren que los lectores sean pocos: no quieren que se sepa que sus logros no son gran cosa.

Autorretratos

Todas las obras de arte son una forma de autorretrato. El artista se muestra a sí mismo, a partir de la expresión que aspira a encontrar un lenguaje común en el público. El que mira la obra, si sabe hacerlo, puede ver al autor. Y también, si la obra y el público son buenos, verse reflejado, y hasta descubrir aspectos que no pensaba que llevaba consigo.
Es como sacarse una foto a uno mismo. El artista y el público generan esa foto a través de procesos de comunicación. Usan herramientas como el lenguaje, la cultura compartida, el oficio artístico y la naturaleza. Hace falta todo un trabajo de interpretación e imaginación para revelar la foto del artista en su obra.
Desde la antigüedad, algunos artistas tienen la costumbre de hacer obras que son literalmente autorretratos. Son imágenes de sí mismos, que tienen un aspecto a la vista similar al de quien las creó. Estas obras tienen su valor, como cualquier obra, pero no debe perderse de vista que todas las otras también son autorretratos. Las que lo son dos veces pueden, incluso, revelar detalles que el artista no sospechaba. Si es honesto y talentoso, los verá durante el proceso creativo y los incluirá intencionalmente, enriqueciendo de esta manera su obra.
Cuando el advenimiento de la reproductibilidad técnica, algunas formas de arte se vieron amenazadas por nuevos géneros. La pintura, en particular, perdió algunas de sus funciones más mecánicas a manos de la fotografía. A partir de cierta época, las personas que querían tener un retrato de sí mismas dejaron de posar durante largos días y horas ante un pintor, y lo reemplazaron con mantenerse quietos durante unos segundos mientras alguien les sacaba una foto.
En esta etapa, a pesar de la tecnología avanzada, los retratos seguían siendo hechos por un fotógrafo. Pueden ser considerados una obra artística, y por lo tanto un autorretrato además de un retrato. Había una persona que pensaba la escena, y creaba el retrato de acuerdo a su criterio, su personalidad, su historia y su temperamento. Existía la posibilidad de tomar una cámara y sacarse una fotografía a sí mismo, aunque esto era difícil e implicaba utilizar un timer, o una cámara pequeña. Los rollos de fotografía, sin embargo, no permitían que el autorretratista viera su obra inmediatamente, y la corrigiera de ser necesario.
Pero eso cambió con la fotografía digital. Llegó un momento en el que las cámaras digitales se hicieron tan comunes que los teléfonos empezaron a tener no una, sino dos: una trasera para sacar a otras personas, y otra frontal para autorretratos. Esto generó que se difundiera mucho la costumbre de sacarse fotos, al punto que se inventó la palabra selfie para designar al autorretrato sacado con una cámara frontal cuya imagen puede ser vista por el modelo y fotógrafo.
La comunidad artística, sin embargo, muestra resistencia ante la selfie. Consideran que una foto fácil, automatizada, sin aplicar ningún criterio, no puede ser un verdadero autorretrato. Cualquiera se saca una selfie, pero no cualquiera es fotógrafo, y menos artista. Sin embargo, mucha gente que tiene la costumbre de sacar selfies no se da cuenta de que hay retratos de sí mismos por todos lados, en las obras de arte, que pueden ser muy iluminadores y estimular a la imaginación. Para el artista, la selfie mata la imaginación necesaria para un verdadero autorretrato, y la reemplaza por una imagen tan fácil de obtener como efímera, porque jamás tendrá la pregnancia de una obra de arte. La selfie reemplaza al artista por una herramienta.
Y no termina en eso. Muchos no se contentan con este reemplazo, y deciden que ni siquiera tienen que tener contacto con la cámara. La herramienta que permite sacarse autorretratos es demasiado para ellos. Entonces se inventó un adminículo para que una persona pudiera manejar una cámara pero con cierta distancia, que ha pasado al imaginario como “el palito de las selfies”. Este artefacto, además de prescindir del artista, prescinde del contacto con la herramienta que lo reemplazó, mediante el uso de una segunda herramienta. Es por eso que las comunidades artísticas han manifestado su enérgico rechazo a semejante invención. Y el argumento de que es perjudicial para el arte provocó que fuera prohibido en los museos.