En aprietos

Ramiro esperaba el subte en la estación 9 de Julio. Como lo tomaba habitualmente, ya sabía calcular en qué parte del andén iban a caer las puertas del tren. Cuando llegó se abrieron las puertas y la gente que estaba apretada en el vagón salió unos centímetros, los que había dejado libres la puerta. Pero nadie se bajó. Ramiro estaba apurado y se subió igual. No era una situación a la que no estuviera acostumbrado.
Para poder entrar en el vagón debió agarrar con la mano la mochila que llevaba. Ramiro no se podía mover, y no sabía cómo había logrado estar adentro. Sólo cuando la puerta se cerró tuvo la certeza de que no debería bajarse. El subte arrancó y el sacudón de ese arranque lo hizo perder el equilibrio, pero como no tenía dónde caerse la pérdida del equilibrio no le trajo ningún problema.
En la siguiente estación se bajó una señora mayor por la puerta opuesta a la que había subido Ramiro y subió en su reemplazo un hombre gordo. Esto motivó que los que estaban cerca tuvieran que arrinconarse contra donde estaba Ramiro, y en ese ajuste un muchacho con auriculares y un paraguas estuvo un rato pinchándole involuntariamente la pierna. Ramiro quiso hacerle ver lo que ocurría y hacer que corriera el paraguas, como que no podía correrse él, pero el joven no lo escuchaba. Quiso entonces tocarle el hombro para llamarle la atención, pero el brazo no tenía lugar para hacer la flexión requerida para subirlo y poder presionar el dedo contra cualquier otra persona. Por lo que debió aguantar el dolor.
Al llegar a Callao se abrió la puerta y Ramiro casi pierde el equilibrio otra vez. No se bajó ni subió nadie, pero hubo dificultades para volver a cerrar la puerta porque Ramiro no se había acomodado bien. Tuvo que volver a la posición donde el paraguas lo pinchaba.
Poco después divisó una moneda de un peso que estaba en el suelo muy cerca de él, pero no pudo agacharse a recogerla.
En Pueyrredón se bajaron algunas personas y subieron menos, por lo que ya había más espacio. Ramiro pudo correrse cuatro centímetros y se liberó del paraguas que pinchaba. Pero no se liberó del miedo a que le robaran los objetos de valor que llevaba en sus bolsillos. Los revisaba constantemente, y cuando no llegaba con las manos a los bolsillos del pantalón subía un poco el muslo para sentir el peso de los objetos que debían estar ahí.
En un momento le empezó a picar el tobillo. Como seguía sin poder agacharse ni mover los pies, tuvo que aguantarse. Encima Ramiro sufría un trastorno de simetría, que poco después hizo que le picara el otro tobillo. Probablemente fuera psicosomático, pero le picaba igual y debió aguantar ambas picazones.
En Bulnes se produjo un recambio de gente, salieron algunos y subieron otros, pero los que subieron lo hacían con bolsas que traían del shopping Alto Palermo. Como resultado se redujo de cuatro a dos centímetros cuadrados el espacio que tenía Ramiro para moverse y, en el movimiento provocado por ese recambio, se retorció la tira plástica de la que colgaba la argolla de la que se había podido agarrar un par de estaciones atrás. Tuvo que soltarla, y antes de que pudiera volver a agarrarse alguien se la apropió.
Ramiro no perdía de vista la moneda de un peso que aún no podía agarrar.
Al rato subió un grupo de actores que representaban una obra. Duró varios minutos y al finalizar todo el mundo debió correrse varias veces mientras pasaban la gorra. Ramiro envidió los auriculares del portador del paraguas, y se sorprendió al ver que mucha gente se reía con los chistes que contenía la obra, los que él encontraba increíblemente estúpidos. No sólo eso, también aplaudieron al final y varios pusieron plata en la gorra.
Al terminar la obra, Ramiro quiso saber en qué estación estaba, y deducir con ese dato cuánto le faltaba para bajarse en José Hernández. La cantidad de gente le había impedido ver los carteles, y las veces que había quedado del lado de la vía, cerca de la ventana, se había olvidado de mirar o se le había interpuesto un tren. Para colmo el tren en el que viajaba era de los más nuevos y no tenía cartel electrónico, aunque sí tenía ventiladores que permitían un mínimo nivel de respiración.
De todos modos los ventiladores no eliminaban el olor que en esa época del año tenía una gran cantidad pasajeros del subte. Pero no le importaba, estaba acostumbrado y la alternativa era viajar mucho más tiempo en un colectivo, sin garantía de que estuviera menos lleno.
Cuando el tren llegó a la siguiente estación, tampoco pudo ver el cartel. Pero como ya estaba en las estaciones más nuevas, por el estilo arquitectónico pudo deducir que estaba en la estación Carranza, y le faltaban dos para llegar.
Cuando se bajaron algunas personas en Olleros, Ramiro empezó a hacer movimientos para acercarse a la puerta y poder bajar en la siguiente estación. Pidió permiso a varios pasajeros, quienes se esforzaron para dejarlo pasar en una muestra de compromiso con la ciudadanía. La última persona a la que pidió permiso, le indicó que también bajaba ahí.
Al llegar a José Hernández, la puerta se abrió y Ramiro pudo bajar. Fue hacia la escalera mecánica y se puso del lado izquierdo. La mujer que se subió delante de él consideraba que el hecho de que la escalera se moviera era razón suficiente para no usar sus piernas, y se quedó parada todo el trayecto, sin darse cuenta de la ansiedad de los demás por subir más rápido.
Al terminar la escalera mecánica, Ramiro cruzó el molinete para salir de la estación y subió la segunda escalera, fija, hacia la calle. Enfiló entonces hacia Musimundo, el destino de su viaje. Allí vendían entradas para un recital que se haría un par de semanas después en la cancha de River. Ramiro, luego de hacer dos cuadras de cola, volvió al subte contento por haber conseguido dos tickets para campo.

Escondamos la plata

La reciente ola de robos a personas que salen de los bancos luego de cobrar importantes sumas de dinero puede detenerse con algunas medidas simples de camuflaje. Para poder operar, los delincuentes necesitan saber quién sale y entra de un banco con mucho dinero. Resulta ineficiente atacar a cualquier persona, porque robar cien o doscientos pesos que pueda haber sacado del cajero automático no alcanza para mantener a una banda de criminales.
Es por eso que las víctimas suelen ser las que llevan mucho dinero. Las operaciones son algo más complicadas, pero mucho más redituables. Dependiendo de la cantidad obtenida, tal vez con una al mes alcanza. De otro modo, tendrían que hacer varias por día, y correrían el riesgo de ser atrapados por las autoridades.
La cuestión es, entonces, no hacer notorio que uno transporta dinero. Hay que hacer un cambio cultural, adaptarse a una nueva costumbre, pero aquellos que lo prueben encontrarán que es muy razonable. La idea es dejar de diferenciar a las personas que transportan dinero de las que no. Que todos caminen inconspicuos por los distritos financieros, de modo que los delincuentes no los sepan identificar.
El procedimiento es simple: hay que dejar de transportar el dinero en bolsas blancas con el signo “$” escrito en ellas. Habrá que usar otros elementos: bolsos, maletines, bolsillos o tal vez algún método no inventado aún. De este modo, los ladrones verán diluidos sus botines y su trabajo será más difícil.
Sabemos que hacer el cambio implica una adaptación importante. Pruébela, vale la pena. De todos modos, si todavía no se anima, recuerde que siempre es sano, cuando uno sale de un banco, no caminar hacia las personas que usan remeras a rayas horizontales blancas y negras, particularmente si tienen también puesto un antifaz.

El refugio del mosquito

El mosquito era vivo. Sabía conseguir lo que quería. Quería, sobre todo, seguir estando vivo. Sabía que ésa era la única forma de lograr su otro objetivo: comer sangre ajena, que a su vez le permitiría seguir vivo.
Pero las personas no quieren dar su sangre, ni siquiera una porción minúscula, salvo a alguna causa que les guste y las haga sentir bien. Por eso suelen resistir los intentos de que se la extraigan a la fuerza. El mosquito sabía que sus intentos de alimentarse iban a ser recibidos con hostilidad. Debía desarrollar una estrategia para mejorar sus posibilidades de evitar un aplastamiento definitivo.
Decidió que lo mejor era actuar en las sombras. Era muy popular entre los mosquitos aparecer por la noche, porque la ausencia de luz disimula su presencia y facilita el escape furtivo. Pero ya no era suficiente con esperar hasta la noche, porque el hombre había inventado la noche iluminada. Eso no le servía al mosquito.
Se dedicó a observar el comportamiento de la gente ante otros mosquitos. Y vio que muchos usaban las manos para aplastarlos. Incluso, eran capaces de darse un buen golpe a sí mismos con el objetivo de detener a los mosquitos. Los cuerpos eran descartados posteriormente, aunque por unos instantes quedaba como una mancha en el lugar del impacto. A veces eran acompañados también por su carga de sangre, que manchaba de rojo a la persona que lograba acabar con una jornada exitosa.
Entonces le pareció que era necesario concentrarse en las áreas de los cuerpos donde las manos no estaban tan al alcance. Los tobillos eran candidatos apropiados, porque aunque no tuvieran mucha carne sí contenían cantidades adecuadas de sangre. También las espaldas ofrecían una buena oportunidad, aunque el mosquito que acudiera a una espalda descubierta podía quedar a merced de una segunda persona solidaria. En cualquier caso, había que tener cuidado.
Pero no sólo las personas mataban a los mosquitos que las amenazaban directamente. El mosquito se dio cuenta de que sabían comprender las acciones de los mosquitos, incluso cuando no las estaban realizando. Pero vio que el cuerpo del mosquito no era tan fácil de remover completamente de las paredes.
Lo que el mosquito también vio era que no todos los sectores de las paredes eran iguales. Había algunas partes con más colores y diferente textura. Estaban bien delimitadas por unos marcos rectangulares. La gente solía pararse frente a esas partes y mirarlas. Y cuando se posaban mosquitos, no los trataban de aplastar, tal vez por miedo a arruinarlas con los restos. Claramente, reflexionó el mosquito, esos marcos delimitaban algo de valor estético y visual.
Supo entonces que ése era su lugar. Si se mantenía parado ahí, nadie lo aplastaría. Podría dedicarse con tranquilidad a planear sus excursiones meticulosamente, para que nadie se diera cuenta de que lo estaba picando.