Muestra de canto

Los niños invitaron con ilusión a sus familias. Los padres, los hermanos, los abuelos, los tíos, los primos concurrieron a verlos cantar. Estaban junto a los familiares de los otros niños que cantaban. Todos ilusionados porque era un día en el que se consumaban las aspiraciones artísticas de todos.
Nadie conocía a nadie. Los niños iban a clases individuales, y por eso pocos se conocían entre sí. Sólo compartían músicos. Algunos se acompañaban a otros, o formaban dúos. Los demás eran anónimos, aunque su nombre se anunciaba antes de cada presentación.
Cuando arrancó la muestra, una sensación de horror se apoderó de la sala. ¿Ése era el nivel con el que salían los niños? Muchos se asustaron de que los organizadores hubieran comenzado la muestra con alguien que cantaba tan mal. Les pareció que no sabían nada de manejo de público, aunque no conocían los pormenores logísticos que podían haber derivado en esa decisión. De cualquier manera, si se consideraba que alguien que cantaba así era apto para estar en cualquier punto de la presentación, eso no auguraba nada bueno para lo que venía.
Todos se horrorizaron de que su propio familiar fuera igual de malo. Todos menos los familiares del niño que cantaba en primer lugar, que estaban emocionados porque su hijo estaba cantando por primera vez en público, y no les importaba nada más.
Avanzó la muestra, y la situación era igual. Los familiares no podían creer dónde estaban. Los padres, que pagaban las clases, estaban resueltos a exigir la devolución no sólo del valor de la entrada sino del año de lecciones, si su hijo mostraba también ese nivel. El descontento de la sala era palpable, salvo cuando terminaba cada canción y todos estallaban en aplausos para no decepcionar a cada niño, que después de todo no tenía la culpa de la incompetencia de sus maestros.
Por suerte, cuando llegaba el turno del familiar de cada uno, se producía un alivio. Los demás, en cambio, continuaban con su horror. Cuando terminaba el familiar, se volvía al nivel indigno. Pero ya era una cuestión individual de todos los demás. Estaba muy claro que el único que tenía talento era el que cada uno había ido a ver.
Por eso la muestra se desarrolló con normalidad, y al terminar todos los niños recibieron felicitaciones de los que los habían ido a ver. Y no se produjo el revuelo planeado por todos los presentes.

Apellido familiar

Está bien que compartimos apellido. Lo entiendo. Y entiendo también que les llame la atención verlo. Pero no puedo creer que no lo vean mucho más seguido. ¿O les pasará a todos? No entiendo por qué cada vez que alguien se entera de que mi apellido es García, me preguntan si soy algo de Charly.
No, no soy nada, solo un homónimo parcial. Igual que los millones de Garcías. Yo no pienso que el queso blanco fuera hecho por Charly García ni por algún familiar suyo. Existe, sí, la posibilidad de que me equivoque, pero es muy probable que no. Del mismo modo que es muy probable que yo no sea su pariente. Debería ser fácil de entender.
Y siempre se desilusionan cuando les digo que no. Es como si se tuvieran que conformar conmigo, como si yo fuera poco García. Y tal vez sea menos músico, pero no soy menos García que nadie. Lo saben muy bien los otros García no familiares, cuando nos enteramos de que compartimos ese apellido. No necesitamos hablarnos para saber que a los demás también les preguntan eso, ni cuál es la respuesta. Nos basta con una mirada cómplice, con la que nos decimos “a mí también me pasa”.