La gran esfera de cristal

Aunque en el corto plazo era improbable, en el largo había certeza de que un asteroide o cometa chocaría contra la Tierra con devastadoras consecuencias. Era responsabilidad de la especie humana prevenir su propia extinción. Cuando no había un peligro inminente era el momento para llevar a cabo los planes de prevención, así estaban listos para cuando fueran necesarios.
La primera propuesta firme fue construir una red de misiles que pudieran ser lanzados para desintegrar los objetos peligrosos cuando se acercaban. Pero no era una solución efectiva. No había garantía de poder romperlos en trozos suficientemente pequeños como para que carecieran de todo peligro. Era muy posible que un pedazo de asteroide fuera suficiente para causar toda clase de cataclismos.
Se necesitaba una solución más drástica. Y se llegó a la conclusión de que, si un impacto era inevitable, lo que hacía falta era un escudo. Que los objetos impactaran en otro lado, no en la Tierra. Si se podía rodear al planeta con una capa protectora que absorbiera los golpes, el planeta estaría a salvo.
Luego de una serie de estudios, se decidió construir una esfera de cristal de un diámetro tres veces mayor al de la Tierra. Ese tamaño permitía que los satélites orbitaran en su interior. Además, en el caso de que se previera un impacto, podía reforzarse la zona a ser afectada, para mayor seguridad.
La esfera estaba sostenida por una estructura de acero que separaba las distintas placas de vidrio. Este diseño modular permitía una reparación sencilla. También había dos satélites que estaban atados al lado exterior de la esfera, con la suficiente capacidad para hacer fuerza y compensar un impacto fuerte. Este era uno de los varios reaseguros para evitar que el impacto de un meteorito hiciera que la esfera impactara en la Tierra, y que a su vez las antípodas del planeta impactaran en el otro lado de la esfera, generando un efecto de rebote capaz de marear a todos los seres vivientes.
Algunos grupos ambientales expresaron preocupación de que la esfera pudiera causar un efecto invernadero no deseado. Pero los diseñadores tuvieron en cuenta la posibilidad. La esfera fue equipada con una especie de aire acondicionado, que se alimentaba de energía solar para generar una corriente fría, y eliminaba el calor hacia el espacio.
La esfera se inauguró y cumplió sus funciones normalmente, sin provocar efectos visibles en la superficie del planeta. Hasta que, después de una temporada particularmente húmeda, las estrellas dejaron de verse. La Luna se divisaba, aunque borrosa. Todo el mundo tuvo claro cuál era el problema: la esfera de cristal se había empañado.
Por fortuna, la situación había sido prevista. El aire acondicionado de la esfera venía equipado con un desempañador. Las autoridades de la esfera ordenaron ponerlo en marcha a toda capacidad. Así se hizo. Sin embargo, el problema no se resolvió. Pronto quedó claro que el cristal estaba empañado del lado de afuera.

Obras públicas

“¿Qué hace ese edificio en el medio de la 9 de Julio?” se preguntó un día el intendente de Buenos Aires. Se refería al edificio donde había funcionado el Ministerio de Obras Públicas, un espantoso bloque de cemento que se erigía sobre la avenida más emblemática de la ciudad.
Pensó que todos compartían su opinión, y que iba a ser bueno para su imagen si proponía demolerlo. Pero la reacción de la opinión pública fue dividida. Si bien a nadie le gustaba el edificio, la mayoría pensaba que tenía valor histórico. El intendente, entonces, propuso una segunda idea: trasladar el edificio a otro lugar de la ciudad donde molestara menos. De ese modo podría conservarse, y en la 9 de Julio, los autos y la luz podrían fluir sin interrupciones.
Esta segunda propuesta consiguió gran aceptación, y en poco tiempo se llevó a cabo. Era necesario levantar el edificio y montarlo sobre una plataforma con ruedas. Para eso, se alquiló a Dubai una enorme grúa, capaz de sostener el peso de la construcción durante el tiempo suficiente para colocar la plataforma abajo.
Cuando la grúa enganchó el edificio (lo hizo por la antena), se descubrió que tenía dos largas columnas enterradas, mucho más largas que lo que se pensaba. Como la grúa tenía gran capacidad, no hubo mucho problema. El procedimiento se hizo con cuidado, lentamente. En algunos días las patas del edificio salieron completamente del suelo de la ciudad, y se apoyó la construcción en la plataforma.
Pero el edificio no se quedó quieto. Liberado del entierro parcial, cobró vida, estiró las patas y, para horror de los presentes, salió caminando aparatosamente por la ciudad.
De pronto, el edificio de Obras Públicas se convirtió en una amenaza. Caminaba con gran estruendo, destruyendo todo a su paso, sin que nadie lo pudiera controlar. Se intentó bajarlo de muchas maneras. El ejército apostó tanques para interrumpir su paso, pero eran destruidos por las enormes patas de cemento. Se intentó inútilmente demolerlo a mano, los valientes obreros que lograron entrar en el edificio no podían sostenerse debido al movimiento, y siempre terminaban cayendo. Nada era efectivo. El edificio seguía caminando y dejando una senda de destrucción por donde pasaba. Miles de familias quedaban sin techo, miles de autos, colectivos y camiones eran aplastados a lo largo del trayecto del edificio.
Pero el desastre, al menos, no fue en vano. Las autoridades anunciaron un plan de modernización de la ciudad. Aprovechar la devastación para hacer, además de viviendas nuevas, avenidas y autopistas, que antes no podían construirse por la cantidad de manzanas que hubiera sido necesario expropiar. Sin embargo, no se podía encarar el ambicioso proyecto antes de derrotar al edificio rebelde.
Las autoridades entraron en modo emergencia y se contactaron con expertos internacionales para que les diera algún consejo sobre qué hacer. Mientras la devastación continuaba a toda marcha, el alcalde de Las Vegas contactó al gobierno argentino con una propuesta. Según los planes, si desde varios aviones se lanzaban varias balas de demolición al mismo tiempo hacia los pies del edificio, se podía calcular que la fuerza de esas bolas iba a ser suficiente para tirarlo abajo. La ciudad perdería el patrimonio histórico que representaba esa construcción, pero en ese momento lo importante era detener la catástrofe. La ciudad vio con buenos ojos la propuesta, sobre todo porque hacía recordar a las boleadoras, lo cual daba a la solución un saludable aire autóctono.
Los aviones llegaron, se posicionaron y lanzaron al mismo tiempo las bolas, que impactaron en los pies del edificio, destruyeron su sustento. El edificio cayó haciendo un doloroso estruendo final, el cual dio paso a un silencio que hacía tiempo que no se oía en la ciudad. Después de un par de semanas en las que un porcentaje importante de la ciudad fue arrasado por el edificio, esa noche Buenos Aires pudo dormir en paz.

Trazo de los libres

Se oyó ruido de rotas cadenas. En todos los bancos, oficinas y locales de venta al público, las biromes volaron. Se liberaron de sus ataduras y salieron al mundo.
Las personas responsables de su anterior prisión intentaron atraparlas, pero la determinación de cada birome por ser libre pudo más que la voluntad de los opresores. Las instituciones se quedaron sin material de escritura, y tuvieron que pedir a los clientes que se lo proveyeran ellos mismos.
Mientras tanto, las biromes conocían la ciudad. En el centro una gran columna de biromes recorría las calles a lo alto, confundiéndose con las palomas y, a veces, trazando líneas sobre ellas. Algunas desplegaban un instinto agresivo en forma de manchas de tinta que lanzaban hacia los transeúntes. Eran en general las que habían sido maltratadas durante su cautiverio, y como resultado habían perdido las tapas, los tapones posteriores y los escrúpulos.
Aparecieron líneas trazadas en las paredes, suelos, stencils, esculturas y demás elementos urbanos. Las biromes no se dejaban dominar, hacían ver su rebeldía a cada paso. El gobierno intentó compensar con un ejército de empleados armados de borratintas y algodones con alcohol, que tenían la misión de borrar todo rastro de las biromes.
Hubo personas que lograron capturar a algunas y colocarlas en sus bolsillos, pero solían escaparse a la menor oportunidad, dejando un manchón de tinta como protesta. Otras se encontraron con biromes que las seguían y se les ofrecían. Las biromes libres ya no se prestaban al juego de la propiedad, pero estaban dispuestas a cumplir su cometido de escribir, si eran bien tratadas. Los nuevos dueños que comprendieron el mensaje tuvieron biromes duraderas, que incluso volvían a ellos en caso de que las perdieran.
Las instituciones afectadas por el éxodo hicieron una compra masiva de biromes nuevas, que creían ignorantes de todo deseo de libertad. Pero el instinto de los bolígrafos había cambiado. Ya no se dejaban dominar tan fácilmente. Los intentos de encadenarlas conducían a rebeldía, a huelgas de tinta, a manchas, a trazos indescifrables.
Con el tiempo, los bancos, oficinas y locales que brindaban biromes para uso del público se rindieron y dejaron de encadenarlas. El gesto aflojó la tensión y las biromes se quedaron, dispuestas a ofrecer sus servicios a todo el que lo necesitara. Eso sí, cada tanto alguna se escapaba. Pero los dueños de los establecimientos lo aceptaron. Consideraron que una birome encadenada, en realidad no les pertenecía. Todos eran más felices cuando las biromes, en libertad, decidían aceptarlos.

Atrapados en la Luna

Aldrin: Now I want to back up and partially
close the hatch. Making sure not to lock it.
Armstrong: A particularly good idea.

Por un descuido casi insignificante, seguramente causado por el entusiasmo de estar en la Luna y las ganas de explorarla, Aldrin cerró la escotilla y sin chequear si la había destrabado desde adentro. A pesar de que el chequeo estaba en la lista de actividades que había practicado cientos de veces, no se dio cuenta hasta justo después de haber cometido el error. “Oops”, pensó Aldrin, y luego meditó los pasos a seguir. Decidió que no iba a decir nada por el momento, porque podían cancelar la exploración y usar todo el tiempo de actividad extravehicular para intentar abrir la escotilla. Prefirió esperar a que fuera el momento de volver, y ahí en todo caso extender un rato la estadía para efectuar las operaciones necesarias.
Así que Armstrong y Aldrin estuvieron las dos horas caminando por la superficie lunar, explorando, colocando instrumentos científicos. El tiempo se pasó volando, y pronto llegó el momento de volver.
Aldrin era el primero en subir al módulo lunar. Trepó la escalera y al llegar se encontró con la escotilla cerrada. Intentó disimular lo que había pasado. Quiso abrirla con algunas de las herramientas que tenía para las actividades científicas, pero estaba bien cerrada. Así que decidió pedirle ayuda a Armstrong por señas. No quería hablar, porque si lo mencionaban en la radio iban a enterarse en Houston, y eso iba a traer problemas al regreso.
Así que Armstrong y Aldrin debatieron en silencio. Resolvieron romper una de las ventanas del módulo lunar. Total, ellos tenían sus trajes espaciales, no importaba mucho que la cabina se despresurizara. ¿Cómo podían hacerlo? Armstrong creyó encontrar una solución: la Luna estaba llena de piedras. Con un certero golpe, el vidrio cedería y podrían abrir la escotilla insertando la mano en el agujero.
Pero no contaron con un detalle. La gravedad lunar hizo que no pudieran arrojar las piedras con suficiente fuerza. Casi flotaban hacia el vidrio, y no hacían ningún estrago antes de caer. Debían recurrir a otro método. Para entonces ya todos los instrumentos que iban a devolver a la Tierra estaban en uso, y no les parecía razonable arruinar alguno de los experimentos que tanto dinero habían costado a los contribuyentes americanos. Pero, pensaron, algunos elementos quedaban en la superficie.
En ese momento, ambos tuvieron la misma idea. Fueron hacia donde estaba emplazada la bandera y la arrancaron de la superficie. El mástil tenía una punta para facilitar su erección en el polvo selenita. La llevaron hasta el vidrio y, con un movimiento preciso, Aldrin rompió el vidrio con la punta.
Rápidamente abrió la escotilla y ambos pudieron entrar. Arreglaron el vidrio improvisadamente con cinta de ducto, y pocos minutos después despegaron hacia el Columbia, donde Collins los esperaba para emprender el regreso a casa.

Dios contra los rezos

Dios estaba recostado sobre una nube, escuchando los rezos de la gente, cuando se dio cuenta de algo que en realidad había sabido todo el tiempo, pero nunca se había tomado el trabajo de pensar. “Esta gente está rezando para que me entere de que desean algo”, reflexionó Dios. “¿Se piensan que no lo sé? ¿Se creen que vivo en una nube?”
Dios se enojó, se levantó y alejó la nube de una patada. “¿Creen que si rezan suficiente voy a cambiar mi voluntad? ¿Creen que soy tan fácil de influir?” Dios se indignó. Sonaron truenos en todo el Universo. Los habitantes del Paraíso que estaban cerca se dieron cuenta de que estaba irritado y decidieron alejarse en silencio, para no ser objeto de la ira de Dios.
Estaba especialmente molesto con los que realizaban promesas de sacrificios de toda índole para el caso de que Dios hiciera lo que ellos pretendían. Dios lo consideraba como un intento de soborno inaceptable. ¿Por qué tenían que venir a molestarlo con semejante inmoralidad? No era para eso que los había creado. No se acordaba bien para qué era, pero seguro que no era para darle tantos disgustos.
En el fondo, entendía que la gente no tenía intención de ofenderlo. Pero se ofendía igual, no estaba de humor para andar perdonando cualquier cosa. En general, la gente pedía ayuda para sobrellevar alguna situación, o para que algún otro pudiera superar algún percance. Estas intenciones no tenían nada de malo, a veces era cierto que el único que podía ayudar era él. “¿Pero no se dan cuenta de que ya lo sé?” pensaba Dios. “Ya conozco la situación de todos, man. Para algo soy omnipotente, la puta que los parió. Por ahí todo es parte de mi plan para el Universo, ¿no les cabe en la cabeza?” Dios sabía que no todas las calamidades eran necesariamente parte de su plan. Él se manejaba más que nada a grandes rasgos, a nivel universal, no estaba en todos los detalles.
En momentos como aquél, Dios desarrollaba cierta simpatía por los ateos, que por lo menos no creían en él, y entonces no lo molestaban. Pero rápidamente se daba cuenta de que unos cuantos que se decían ateos, cuando se encontraban en dificultades, acudían a él igual, por las dudas. Entonces se enojaba más. “¿Así que cuando tenés problemas venís a Papá?” exclamaba Dios encolerizado.
Cuando pasaron algunos minutos de gritos de Dios, los arcángeles se reunieron en las cercanías de sus aposentos. El arcángel Gabriel decidió entrar a calmarlo. Al principio debió recibir insultos por parte de Dios, que no quería entrar en razones. Pero Gabriel, con paciencia, lo fue llevando por un rumbo más positivo. Le hizo pensar en todos los que seguían su ejemplo y hacían bien a los demás, en aquellos que evitaban rezar para no molestarlo, en los que se preocupaban por no nombrarlo en vano.
Dios, lentamente, se fue calmando. En un momento se acercó al arcángel y lo abrazó. Gabriel también lo abrazó todo lo que pudo. Ambos exhalaban amor y misericordia. Después de unos minutos de silencio, en los que no valía la pena decir nada, Dios dio por terminado el abrazo y agradeció a Gabriel la intervención. El arcángel se limitó a apuntar que estaba para ayudarlo.
Como la situación estaba más calma, el arcángel se retiró para volver a sus actividades habituales. Antes de irse, oyó la voz de Dios muy suave. “Es que a veces me sacan, Gabriel, me sacan”.

Olor a lluvia

Hacía tiempo que no llovía. Ya la sequía había pasado los límites normales. Estaba claro que algo pasaba. Se extrañaba el agua en todo el mundo. Se necesitaba para los cultivos, y también para volver a llenar las fuentes de agua dulce.
En el último tiempo se habían producido varias tormentas inconclusas. El cielo se oscurecía, se cubría de nubes. Llegaba a haber olor a lluvia. Pero cuando querían sonar los truenos se producía un sonido forzado y trunco, equivalente al del motor de un auto que no arranca. En lugar de relámpagos había sólo leves destellos de luz muy tenue, visibles sólo con instrumental especializado. Luego, las nubes se despejaban sin concretar la esperada lluvia.
Era claro que algo estaba roto. No se sabía si el hombre era responsable, pero sí que era el único que podía hacer algo. Algo andaba mal en la cañería del cielo. Algo hacía que el agua que subía no volviera a bajar. Era necesario mandar un plomero.
Pero, ¿cómo mandarlo? Para que llegara él con sus herramientas, había que construir una escalera al cielo. La NASA decidió intervenir en el asunto y financió la construcción. Era una escalera muy larga. El mayor desafío para la ingeniería no era la escalera en sí misma, sino cómo sostenerla. Pero los expertos de la NASA estuvieron a la altura y (con la ayuda de la ESA, que financió un escalón) pronto estuvo lista para ser utilizada.
Mientras, se había hecho la selección del plomero. No bastaba con consultar la guía amarilla, porque no se sabía cuál era realmente bueno. Una encuesta mundial determinó quién era el profesional con más confianza entre sus clientes. Resultó elegido un tal Arturo, de Santos Lugares.
Los responsables de la escalera, al verlo, tuvieron dudas. Su aspecto no era alentador. Andaba en joggings sucios, encima de los cuales tenía un enterito. No estaba bien afeitado. Su pelo alternaba entre blanco, negro y gris y carecía de toda prolijidad. Arturo no daba la imagen de alguien que pudiera devolver la lluvia al mundo. Pero venía muy recomendado. Según sus clientes, lograba arreglar cualquier desperfecto que otros plomeros decían que eran imposibles. En la escala de la plomería, hacía milagros.
Entonces se lo envió. Subió la escalera con cierta parsimonia, mientras abajo se hacían apuestas sobre si lograría hacer el trabajo. Una vez en el tope de la escalera, encendió un cigarrillo y se puso a trabajar. Por radio comunicó a la superficie que había encontrado el bloqueo. Una vez aprobado el presupuesto, encendió otro cigarrillo y puso manos a la obra.
Terminó antes de lo previsto, y todos se dieron cuenta de que había hecho bien el trabajo cuando volvió a llover. Arturo bajó y fue recompensado por su tarea. Las lluvias volvieron a su ritmo habitual. Pero pronto estuvo claro que Arturo había estado fumando mientras hacía la reparación, porque el olor a lluvia fue reemplazado por olor a cigarrillo.

Moái problema

Un día, así, de repente, los turistas que llegaron a la Isla de Pascua a ver los moáis se encontraron con que las estatuas habían desaparecido. No estaban más, sólo se veía un hueco en el lugar donde cada una se enclavaba.
Los turistas, de todos modos, no quisieron desaprovechar el viaje. Decidieron visitar los huecos, para por lo menos ser testigos de la desaparición de los monolitos perdidos. Desde todos los huecos se podía ver el agua. Aparentemente, los moáis eran muy profundos, o se habían hundido de manera contundente.
Los especialistas de la isla organizaron expediciones para encontrar los moáis perdidos y devolverlos a su lugar de origen. Los buscaron bajo la isla, pero no encontraron ninguno. Ni siquiera los pedazos estrellados en el fondo del océano. Pensaron que tal vez las corrientes los habían arrastrado, entonces se decidieron a buscarlos en los alrededores.
Después de algunas semanas de búsqueda, un grupo de submarinos militares chilenos tuvo un extraño encuentro. Vio una larga hilera de hombres negros muy altos que caminaban aparatosamente por el lecho del océano. Eran 883, es decir que eran todos los moáis existentes. Al parecer, habían obtenido cuerpos de algún modo, o siempre los habían tenido y no se veían.
Las esculturas animadas se dirigían en fila hacia el continente, o sea hacia Chile. Uno de los submarinos se acercó a la fila para investigar la extraña conducta. Los ocupantes de los otros artefactos se horrorizaron al ver que un moái lo aplastaba como si fuera un mosquito.
Los moáis no se detenían ante nada. Pequeñas imperfecciones del terreno quedaban destruidas a su paso. Los animales, aún los más feroces, debían desviarse o morir a golpes de puños de piedra.
De inmediato se dio aviso a las fuerzas armadas. Los moáis se acercaban a paso firme a la costa chilena, y era previsible que quisieran continuar su paso, o tal vez quedarse y conquistar el país. La guardia nacional apostó cañones a lo largo de toda la costa, y les ordenó disparar en cuanto los moáis asomaran su oscura cabeza por encima de las olas.
Así ocurrió, pero las balas no tuvieron ningún efecto sobre las estatuas de piedra, que continuaron su avance hacia la costa. Se decidió, entonces, evacuar a los habitantes de Chile hasta que pasara el peligro. Todos debieron abandonar sus casas, como habían hecho en su momento los nativos de la Isla de Pascua.
Cada vez más cerca del caos provocado por la huida, los moáis se acercaban a tierra. Fueron asomando sus cabezas a medida que el terreno se hacía menos profundo, y pronto dejaron al descubierto el enorme tamaño de sus cuerpos. Las cabezas, incluso, eran desproporcionadamente chicas en comparación con los enormes pies. Eran verdaderos gigantes de roca.
Avanzaron sobre la playa y en dos o tres pasos llegaron a la cordillera. No fueron intimidados por los Andes, la intención aparentemente era seguir hacia Argentina o, quién sabe, más allá. Pero el viaje se vio interrumpido. Cuando trataban de caminar las montañas, los pies embarrados se deslizaron por la cordillera y los moáis se empujaron unos a otros formando un efecto dominó inverso. Gracias al barro de sus pies, cayeron hacia atrás como en un tobogán, y volvieron al mar.
De todos modos, su determinación no se vio afectada. Continuaron caminando en la misma dirección. Volvieron a encontrarse con los Andes, y volvieron a caer. El proceso se repitió unas cuantas veces, y los observadores que el gobierno chileno había dejado en la zona vieron que ante cada intento de cruzar la cordillera los moáis se iban erosionando.
Entonces, el ejército chileno supo cómo pasar a la acción. Decidieron cubrir todo el trayecto de la playa a la cordillera con papel de lija. Por suerte, la geografía del país hizo que no fuera necesario demasiado papel. Después de algunos días de continuos intentos por cruzar la cordillera, los moáis se redujeron cada vez más, hasta que sólo quedaron simples guijarros que caían hacia el mar en el medio de una densa nube de polvo negro.

Pre cráter

Un extraño objeto apareció en el cielo. La gente que estaba abajo miró hacia arriba. Algunos pensaron que era una nave extraterrestre. De ellos, una parte sintió miedo, los demás se entusiasmaron con la idea de conocer seres de otro planeta. Pero pronto se identificó el objeto. No era una nave espacial, sino un asteroide que estaba a punto de chocar con la Tierra.
Cuando quedó clara la naturaleza del bólido, la gente salió corriendo. Todos se fueron en diferentes direcciones, formando un círculo cada vez más grande alrededor del lugar donde se iba a producir el impacto.
Los satélites que miraban hacia la Tierra, al ver lo que ocurría, asumieron que era un cráter que se estaba expandiendo, y que por lo tanto el objeto ya había chocado con la Tierra. Desde el centro de comandos de la NASA, entonces, se dirigió al satélite más cercano para que tomara fotos del punto exacto.
El satélite se posicionó y, justo en ese momento, el asteroide lo tomó por sorpresa. No había impactado sino que estaba por hacerlo. Pero el satélite se interpuso. El asteroide lo golpeó. Ambos objetos se desplazaron de sus órbitas como dos bolas de pool.
En el centro de comandos de la NASA dejaron de recibir datos del satélite y se determinó que lo recibido hasta ese momento eran síntomas de mal funcionamiento. Por lo tanto, se procedió a dar de baja el satélite, sin otorgarle crédito alguno por salvar al planeta de un impacto devastador.

Comida china

Cuando los chinos lograron suficiente poder adquisitivo, comenzaron a viajar por el mundo. Visitaron muchos países, conocieron sus paisajes y cultura. Muchos se interesaron por establecer contacto con aquellos chinos pioneros que habían emigrado y se habían establecido en otras latitudes. Entonces los chinos, en cada ciudad que visitaban, se preocupaban por conocer el barrio chino.
Fue así que los chinos conocieron la comida china. Sus compatriotas emigrantes habían desarrollado una nueva cocina que tenía aspectos de la tradicional, la que ellos conocían, pero resultaba más apetitosa para el gusto occidental. Para los chinos de China fue un gran descubrimiento. Una nueva manera de ver su propia cultura.
La voz se corrió por todo el país. Los que volvían de los viajes la recomendaban a los que estaban por viajar. La comida china se volvió un menú asociado con el placer de las vacaciones. Experimentarla era como encontrarse con algún aspecto de ellos mismos en otro lado del mundo.
No pasó mucho tiempo hasta que a alguien se le ocurrió abrir un restaurante de comida china en China. Así, no hacía falta viajar para disfrutar el sabor que antes requería cruzar océanos.
El restaurante fue un suceso, y llevó a la apertura de otros. Después de un tiempo, en toda China se podían encontrar restaurantes de comida china, con nombres como Tao, Los Palillos, Sonrisas y El Dragón de Shanghai. La gente se amontonaba en cada local para hacer pedidos o esperaba turno para comer ahí mismo. Otros, desde sus casas, saturaban las líneas telefónicas del servicio de envío a domicilio.
Los restaurantes que servían comida china tradicional debieron adaptarse al nuevo gusto de la población. Incorporaron arrollados primavera, chow fan, pollo Kung Pao, chop suey, chow mein, sopa de wonton y otros platos orientales de Occidente. Mucho antes, la mayoría de los restaurantes del país ya había adoptado la Coca-Cola como bebida estándar.
Los habitantes de China, encantados con la nueva comida, la consumían en todo momento. Desayunaban, almorzaban, merendaban y cenaban comida china. Por eso, debido a la cantidad de fritura que empezaron a comer, se produjo en China una epidemia de obesidad.
La población experimentó un gran aumento de peso. La masa muscular total de China subió en proporciones alarmantes. Cada persona necesitaba más lugar que antes para moverse y, como es lógico, se produjo una crisis de espacio en el país.
Los chinos empezaron a desbordar. Al empujarse unos a otros, se producían avalanchas, efectos dominó que hacían que muchos cayeran al mar o desbordaran hacia países limítrofes. Sólo la India, protegida por los Himalayas, y Mongolia, protegida por la Muralla China, se salvaron de la invasión de los gordos chinos.
El gobierno chino, para resolver el problema, implementó medidas para reducir el número total de habitantes. Se desarrolló un plan de emigración al que numerosas personas se anotaron. Así, China pudo volver a su densidad anterior. Y muchos países del mundo se llenaron de chinos, quienes llevaron consigo y diseminaron su gastronomía.

Gotas

La canilla del baño empezó a gotear. Por más que la cerrara, siempre dejaba paso a una sucesión continua de gotas que no sólo desperdiciaban agua, sino que hacían ruido. Coloqué un vaso debajo de la canilla, y comprobé que se llenaba en muy poco tiempo. Así pude darme cuenta de la magnitud del desperdicio.
Entonces decidí cerrar la llave de paso y abrirla sólo cuando realmente necesitara la canilla. Era una decisión un poco molesta, pero valía la pena. Todo funcionó bien durante unos días, hasta que la llave de paso empezó a gotear.
Fue entonces cuando decidí llamar a un plomero. El profesional constató que el problema no estaba específicamente en la cañería del baño, sino en alguna otra parte. Tomaría un tiempo descubrir dónde, y para hacerlo necesitaba cortar el suministro de agua de la calle.
Cuando cortamos el agua, el caño que la traía a mi casa empezó a gotear en la calle. Goteaba tanto que pronto la calle se inundó. Entonces se involucró la empresa proveedora del servicio de agua, que empezó a revisar la cañería sin encontrar el problema. Por las dudas decidieron no restituir mi servicio, por si resultaba peor.
En la empresa llamaron a consultores internacionales para determinar cuál era el problema. Se decidió hacer una inspección a fondo de las cañerías del barrio. Para hacerlo era necesario cortar el agua a todo el barrio, y cuando se efectivizó esta medida el resto de la ciudad empezó a tener problemas de inundación.
En ese momento intervino el intendente, quien pidió a la empresa que solucionara el problema de inmediato, y la autorizó a cortar el agua de toda la ciudad si era necesario. Se estableció un plan para conservar el agua que venía goteando, que incluía el reciclaje de la que goteaban los equipos de aire acondicionado. Una vez en marcha el plan, se procedió a cortar el agua de la ciudad.
En ese momento comenzó a llover.