Sed

En la Cervecería Modelo de La Plata dan maní gratis. La idea es que el cliente pida cerveza, y en general lo consiguen. Por eso cuando se acaba el maní vuelven a traer. Pero no es eso lo que destaca a la Modelo entre los muchos lugares que tienen esa costumbre. Lo que distingue a la Modelo es que las cáscaras de maní se tiran al piso, lo cual genera un placer inigualable.
En todas las mesas los clientes de la cervecería reciben maní, lo comen y tiran la cáscara al piso. El piso queda cubierto de ellas. Parece el suelo peludo de una peluquería. Al caminar por ese suelo, muchos pisan intencionalmente las cáscaras descartadas para que se genere el ruido crocante característico.
No paré de comer maní en mi visita a la Modelo. Empleé distintas modalidades para descartar las cáscaras. Rompía una y la tiraba al suelo. Rompía varias, juntaba un montón y tiraba todo el montón al piso. Después, cuando me levantaba por cualquier motivo, pisaba con alegría el suelo crocante. Comí cualquier cantidad de maní.
Todo el maní me terminó dando una sed como nunca había sentido. Tenía tanta sed que me tomé toda la gaseosa que pensaba que me duraría la cena entera. Pedí otra, luego una más, luego otra, y otra. La sed no se me iba. Terminé las existencias de gaseosa, y tuve que pedir cerveza, a pesar de que no acostumbro tomarla. La sed resistió a las cervezas y a todas las otras bebidas. Llegó un momento en el que me echaron del baño porque no paraba de tomar agua de la canilla. Me tuve que ir del lugar, pero mi sed seguía intacta.
Vacié los quioscos y estaciones de servicio en el camino hacia la autopista, sin que mi sed sufriera modificaciones. Al contrario, era cada vez mayor. Estaba tan desesperado que cuando pasé por los piletones del sistema de distribución de agua, me bajé de la autopista y me tomé toda el agua. La sed se calmó un poco, pero minutos después volvió en todo su esplendor. Entonces salí definitivamente de la autopista, me interné en el Río de la Plata y me lo bebí completo.
Bebí también el Riachuelo y el arroyo Maldonado. Mi sed seguía aumentando.
La desesperación que tenía era enorme. Ya no me hacía nada tomarme una botella de agua o un bidón de veinte litros. La sed ni se mosqueaba con esas cantidades. Me tomé los lagos de Palermo y el Parque Centenario, luego me fui hasta el delta del Tigre y bebí, así como venían, el Paraná y el Uruguay.
Como no era suficiente, fui hacia el otro lado y me tomé el océano Atlántico, luego el Índico y más tarde el Pacífico. Pero el agua salada me hizo peor. La sal me dio aún más sed, y tuve que ir a las altas montañas, a los deshielos, a los grandes lagos y a todos los ríos del mundo.
Cuando terminé de beber el último río, noté que la sed se estaba yendo. Bebí los últimos sorbos lentamente, hasta que sentí que me saciaba. En ese momento suspiré aliviado y me relajé. Pero me duró poco tiempo, porque al relajarme me vinieron ganas de ir al baño, y supe que todavía faltaba la mitad de la experiencia.

¡A comer dinosaurios!

Cuando un explorador se cayó en un pozo de la Antártida, no pudo creer lo que vio. Un dinosaurio de carne y hueso lo miraba a través del hielo. No estaba vivo, eso sí, pero al parecer se había mantenido congelado durante decenas de millones de años. No sólo eso, detrás de él había una cantidad enorme de dinosaurios iguales.
El explorador, al ser rescatado, contó la experiencia a sus compañeros. De inmediato anotaron las coordenadas del lugar y regresaron bien equipados para hacer el descubrimiento más importante de sus carreras.
Y así fue. Decenas y decenas de Australovenator, uno atrás de otro, se acumulaban en el hielo. El equipo científico extrajo dos o tres, porque no necesitaban más ni tenían recursos para llevarlos a todos. De cualquier manera, con lo que sacaron era suficiente para revolucionar el estudio de los dinosaurios.
Cuando llegaron a Inglaterra, su país de origen, se encontraron con que uno de los especímenes había sido parcialmente comido por uno de los perros de la expedición. Como el perro no presentaba problemas de salud, llegaron a la conclusión de que la carne estaba tan bien preservada por el hielo de la Antártida que aún era comestible.
A medida que la investigación se fue haciendo conocida, el dato de color de que los dinosaurios podían comerse se filtró, y rápidamente una empresa de alimentos congelados se interesó en la explotación comercial del hallazgo.
Se envió un rompehielos frigorífico a la Antártida, y se estableció una especie de mina de donde se sacaban dinosaurios. Había en abundancia, por el momento no existía peligro de que se acabaran. Sin embargo, en la opinión pública se produjo un debate ético acerca de si era correcto comer animales extinguidos hace millones de años. A la empresa le parecía que no tenía nada de malo.
Cuando llegaron los primeros ejemplares a Inglaterra, recibida la aprobación gubernamental del producto, se montó una campaña para incentivar el consumo de dinosaurio. “Cómase a las bestias prehistóricas que lo hubieran comido a usted” era uno de los slogans, los cuales, vale decir, sonaban mejor en inglés.
De inmediato se produjo un boom. La carne de dinosaurio se puso de moda. Se podía conseguir en todos lados. Por todos lados aparecían nuevos productos, libros de recetas y también imitaciones baratas, que decían tener el mismo gusto y estaban hechas a base de soja.
Sin embargo, luego de algunos meses el consumo decayó. La gente se fue dando cuenta de que, en realidad, el dinosaurio tenía gusto a pollo. Y para eso era más barato comer directamente pollo. Entonces la venta de productos a base de dinosaurio se redujo, hasta que no fue posible costear más expediciones a la Antártida.
La comunidad científica se vio aliviada. Aunque ahora tendrían que ir hasta los confines del mundo para encontrar carne de dinosaurio sobre la que investigar, en lugar de buscarla en el supermercado, el fracaso de la explotación comercial aseguraba que los especímenes no se iban a agotar demasiado rápido.

Pioneros del Everest

El primero que escaló el Everest tuvo un mérito enorme. A veces se confunde al dar crédito: el mayor mérito es haber escalado la montaña. El hecho de haber sido el primero en hacerlo no es para despreciar, pero en general es más que nada una casualidad temporal. Si no lo hacía ése, alguien lo iba a hacer.
Por eso, los que escalaron el Everest más tarde también tienen enorme mérito. Está bien, lo hicieron sabiendo que se podía, y tal vez utilizando la experiencia de los anteriores. Eso les puede quitar un poco de mérito, porque a medida que se repite la hazaña se va allanando un poco el camino. Pero igual escalar el Everest es muy difícil y el que lo logra es digno de mucho respeto.
O era. Porque ahora ya perdió la gracia. Desde que asfaltaron la subida del Everest ya no hay que hacer tanto esfuerzo. Cualquiera lo logra. Ahora van los turistas y compran el paquete para subir en combi a la cima del Everest como si nada. Algunos lo hacen durmiendo mientras maneja otro. Y encima hay largas colas para llegar, el lugar se ha convertido en un gentío.
Pero los montañistas intrépidos encontraron la manera de devolver el vértigo al asunto. Ahora en lugar de escalar la montaña, escalan los autos. Trepan uno a uno, con las dificultades que acarrea la actividad. Los autos se mueven, generan viento alrededor y exhalan gases tóxicos que el montañista debe superar. Es una tarea difícil, pero al llegar a la cima y pararse arriba del auto que circunstancialmente esté sobre ella todo vale la pena. Se genera la satisfacción de lograr algo que está al alcance de unos pocos.

Poderes misteriosos

Era una noche tormentosa, pero no estaba lloviendo. Elvio volvía de la guardia médica, donde le habían sacado unas radiografías debido a un extraño dolor de cabeza que sentía, y que era distinto al dolor que sufría habitualmente. De repente, muy cerca de él, cayó un rayo. Elvio pudo sentir la energía descargándose en el suelo, y fue arrojado unos metros en la dirección opuesta. Cayó en una boca de lluvia abierta, en el fondo de la cual había un extraño líquido viscoso verde, que accidentalmente resultó ingerido por Elvio. Al caer sintió un pinchazo, proveniente de una jeringa que, evidentemente, alguien había arrojado a la boca de lluvia. También fue picado por una enorme araña que se encontraba allí. Alguno de esos incidentes lo hizo desmayarse.
Se despertó un rato después. Seguía en la boca de lluvia, pero ya no le dolía la cabeza. Trepó hacia la vereda y consiguió volver a la superficie con una facilidad inesperada. Vio la devastación que había sido causada por el rayo, y vio la gente que se había juntado, a pesar de la lluvia que había empezado a caer mientras estaba sin conocimiento. Nadie hizo ningún movimiento cuando él salió de la boca de lluvia, era como si fuera invisible.
Elvio fue hacia su casa a dormir. Cuando entró quiso prender la luz, y al apoyar el dedo en el interruptor se produjo una chispa y se cortó el suministro eléctrico. Elvio no sabía si era por la tormenta, o tal vez el rayo que había caído cerca lo había dejado eléctricamente cargado. Decidió investigar al día siguiente y se fue a dormir, aprovechando la oscuridad.
Al despertarse, notó que la luz no había vuelto. Expresó su frustración juntando sus palmas de modo de que hicieran un ruido corto y seco. En ese mismo instante se encendió la luz. Elvio pudo encender varias luces y pensó que, si el rayo le había dado a propiedades eléctricas, ese efecto ya debía haber pasado.
Elvio se vistió y fue a trabajar. En el trayecto vio cómo todos los semáforos se ponían verdes cuando él se acercaba. Al principio adjudicó ese hecho a la onda verde, pero cuando dobló varias veces, y el efecto seguía, le pareció extraño. Probó doblar en una avenida a propósito, a ver si el siguiente semáforo, que por onda verde debía estar rojo, se volvía verde. Y así lo hizo. Algo raro estaba pasando.
Cuando llegó, vio que se había olvidado la tarjeta para marcar su entrada y se agarró la cabeza. Al hacerlo, todas las personas que lo rodeaban detuvieron sus movimientos, y lo mismo hicieron los relojes. Era como si se hubiera detenido el tiempo para todo el Universo, menos para Elvio.
Elvio empezó a caminar por la entrada de su trabajo comprobando el efecto. Luego (palabra que, por cierto, es una manera de decir; el tiempo estaba detenido) salió a la calle y vio cómo la detención del tiempo se cumplía también ahí. Temió ser el causante de esa coyuntura, y más temió no saber cómo revertirla. Resolvió preocuparse después, y mientras tanto aprovechó para ir a buscar su tarjeta.
En el trayecto de vuelta a su casa los semáforos no se le ponían verdes, y de hecho ninguno cambiaba de estado. Elvio tuvo que pasar varios en rojo, lo cual no era grave, siendo que el único que se movía era él.
Al volver con la tarjeta, la colocó en la máquina correspondiente, sin ningún efecto. Se acordó de que se había agarrado la cabeza al detener el tiempo, y se la volvió a agarrar sin ningún efecto. Hizo toda clase de gestos con su cuerpo, sin resultados. Intentó adelantar su reloj y lo logró, pero eso no hizo que el tiempo se reanudara. Esto es porque la relación entre el reloj y el tiempo no es causal, y, si lo fuera, el reloj no sería más que un indicador, y cambiándolo no se cambiaría el tiempo; de la misma manera, no se puede cambiar la velocidad de un auto modificando el velocímetro.
Elvio tenía que ir al baño, y aprovechó que nadie se lo impedía para ir al más lujoso del edificio. Cerró la puerta, y cuando abrió su bragueta sintió ruidos. La paz que había se transformó en la paz que había habido. Bajar la bragueta había hecho que el tiempo volviera a la normalidad. Elvio completó su misión sanitaria y se escabulló del baño. Luego (ahora sí puede tomarse literalmente) fue corriendo a la puerta a marcar la tarjeta, lo cual pudo hacer con un par de minutos de atraso.
Al llegar a su puesto, saludó a su jefe con un apretón de manos. Cuando el apretón terminó, la mano del jefe sufrió una metamorfosis y se convirtió en la mano de un australopithecus afarensis. Elvio se percató de esto pero su jefe no, por lo que Elvio se fue de su cercanía con sigilosa rapidez. Para disimular más, resolvió silbar, pero al llegar a un Fa sostenido en su silbido oyó un ruido muy fuerte. Se había caído un puente que estaba a pocas decenas de metros del edificio y se podía ver desde la ventana. Elvio detuvo el silbido, y, en medio de los gritos, se preguntó si su silbido había tenido algo que ver con la caída de ese puente. También se preguntó qué demonios estaba pasando.
Elvio se acercó a la ventana a ver el puente caído, y al verlo deseó que eso no hubiera ocurrido. La ventana daba al este, y el sol le estaba pegando en la cara. Las glándulas sudoríparas de Elvio hicieron su trabajo, una porción del resultado del cual fue a dar a su frente. Elvio se pasó la mano por la frente, y cuando lo hizo se le cumplió el deseo. El puente caído pasó a ser un puente que nunca se había caído. Pero había algo más: la mano que se había pasado por la frente sufrió una metamorfosis similar a la de la mano de su jefe, y pasó a ser la mano de un australopithecus africanus.
En la oficina, todos se aliviaron por la rápida solución al problema del puente y volvieron a su trabajo. Rápidamente fueron sorprendidos por un grito del jefe, que había descubierto lo que había pasado con su mano. Elvio lo fue a ver y le mostró la suya. Le explicó lo sucedido, y le sugirió volver a estrechar las manos para ver si la transformación se revertía. Así lo hicieron, no sin dificultad dado que no dominaban muy bien sus manos de homínido. La mano de Elvio no tuvo cambios, pero la del jefe sí: se transformó en un garfio. El jefe entró en cólera, y amenazó con lastimar a Elvio con el garfio si no le devolvía, al menos, la mano primitiva. Elvio pensó en explicar que no sabía cómo hacerlo ni entendía bien lo que pasaba, pero optó por salir corriendo.
Salió del edificio y corrió hacia el oeste. Notó que estaba corriendo muy rápido, con velocidad sobrehumana. Luego dobló hacia el norte y sintió una disminución en su velocidad, que pasó a ser apenas superior a la de Carl Lewis.
Estaba claro para Elvio que le había pasado algo y había adquirido poderes, pero no estaba seguro de dos cosas: cómo usar los poderes y cuáles eran exactamente. Parecían ser azarosos, pero Elvio pensó que debía haber alguna lógica. Fue a ver al médico que lo había atendido el día anterior en la guardia, y le preguntó si se conocía algún efecto secundario de los rayos X que le habían administrado. El médico le dijo que únicamente en caso de embarazo, y como Elvio era hombre eso era poco probable. Elvio le explicó lo sucedido hasta entonces, y el médico no supo decirle qué le estaba pasando, pero le llamó la atención la mano. Le dio la tarjeta de un amigo que estudiaba antropología, y le pidió que lo fuera a ver.
Elvio guardó la tarjeta en su bolsillo, y al hacerlo se le acercó un diplodocus. A lo lejos había una manada de stegosaurios. Elvio se había trasladado, sin saber cómo, al período jurásico. Lo tomó como una oportunidad de conocer el mundo prehistórico, y decidió recorrerlo. Pero al caminar vio que su contexto cambiaba. Al dar el primer paso se encontró en el período cretácico, al dar el segundo en el paleógeno, y al dar el tercero en el neógeno. Fue para atrás y ocurría el fenómeno inverso. Con pocos pasos estaba en el período pérmico. Estuvo un rato recorriendo períodos geológicos hasta que olió una flor primitiva y estornudó.
El estornudo lo devolvió a la oficina del jefe, donde recibió un certero ataque de su superior utilizando el garfio. Pero ambos se sorprendieron al ver que Elvio no tenía heridas externas (sí tenía internas, que no se descubrieron hasta años después). La sorpresa le permitió a Elvio escapar otra vez de esa oficina.
En ese momento, a Elvio se le ocurrió que podía estar soñando, y se pellizcó para comprobarlo. Al hacerlo, las ganancias de la empresa donde trabajaba se quintuplicaron, pero él no lo supo porque no tenía acceso a los balances. Tampoco supieron los accionistas la causa de esta feliz circunstancia, y Elvio nunca se vio premiado por generarla.
Esa noche Elvio se fue a dormir, y notó que no podía. También notó que no tenía sueño, y que la punta del dedo derecho de su mano de australopithecus se iluminaba. Al rato se apagó, y Elvio se pudo dormir. Nunca más volvió a iluminársele el dedo.
Elvio consultó a mucha gente acerca de sus poderes. Consultó a psicólogos, neurólogos, casas de cómics, periodistas, escritores de ciencia ficción e investigadores de la UBA. También consultó a la fuente de la sabiduría, que se había instalado en la esquina de su casa un día que Elvio se había sacado una pelusa del ombligo. Pero la fuente de la sabiduría estaba de paro, y no otorgaba conocimientos. Fue también a ver al antropólogo cuya tarjeta lo había hecho retroceder en el tiempo. Este hombre se mostraba esquivo, y daba toda la impresión de saber algo. Cuando Elvio le contó el creciente corpus de anécdotas se sorprendió menos que los demás, y la cara le decía a Elvio que algo sabía. Y, efectivamente, el antropólogo sabía algo: lo que le había contado su amigo radiólogo.
El antropólogo, para sacárselo de encima y ante la insistencia de Elvio, le recomendó mantenerse varias horas por día sumergido en agua salada. Elvio se mudó entonces a una ciudad costera, de la que tuvo que irse muy rápidamente debido a que, cuando se sumergió en el agua, esa sustancia se convirtió en lava, para desagrado de los bañistas que se encontraban disfrutando del refrescante líquido.
Elvio no se desanimó, y siguió intentando sumergirse, dado el carácter azarosos de los poderes que había adquirido. Efectivamente, no volvió a convertir agua en lava, y luego de siete días de sumergido notó que no ocurrían más sucesos extraños a su alrededor.
El agua salada, efectivamente, tenía un efecto sobre sus poderes. Elvio nunca supo, pero no los anulaba sino que los alejaba, y mientras más tiempo se mantuviera sumergido más lo hacía. Fue así que Elvio se creyó liberado de su extraña condición y volvió a su vida normal, sin saber que cada uno de sus gestos producía, en lejanos países, fusiones de grandes empresas, caída de gobiernos, desastres ecológicos y toda clase de percances cuya causa nunca se pudo establecer fehacientemente.

El ataque de los zombies numismáticos

Los zombies numismáticos se acercaban lentamente a una gran capital. Se los reconocía porque tenían la ropa muy deteriorada, los brazos extendidos y todo el tiempo balbuceaban:
-Moneeedas, moneeedas.
Los zombies estaban siempre buscando monedas, y cuando las encontraban se hacían de ellas y se las comían. Si las monedas tenían dueño resultaban sustraídas y, en ese acto, el dueño se convertía en zombie. Así, el grupo de zombies numismáticos iba creciendo.
-Moneeedas, moneeedas.
Cuando los zombies fueron llegando a la ciudad empezaron a escasear las monedas. Al principio no se sabía por qué faltaban, más tarde se fue corriendo la voz de que alguna gente había sido captada por la banda de zombies.
Ante la escasez y la amenaza que traían los zombies, la sociedad se decidió a combatirlos. Se requería de un plan, y para hacerlo lo primero que se tuvo que tener en cuenta era diferenciar entre los zombies verdaderos y las personas que buscaban monedas para poder viajar en colectivo, que cuando veían una moneda se expresaban en forma similar:
-Moneeedas, moneeedas.
El gobierno nacional decidió abolir las monedas y se incorporó un sistema de tarjetas recargables para poder usar los colectivos. La incorporación de ese sistema implicó un aumento en el boleto para poder hacer frente al costo de las máquinas aptas para ese medio de pago.
Pasó bastante tiempo en estas decisiones y los zombies continuaban con su hambre voraz. Un grupo de gente se hartó de los vaivenes gubernamentales y decidió tomar las armas. Empezaron a combatir a los zombies a escopetazos. Pero resultó que el plomo de las balas hacía más fuertes a los zombies, y reemplazaba a las monedas que faltaban. Los integrantes de ese grupo que no se convirtieron en zombies fueron detenidos por la policía para evitar que produjeran más problemas.
El gobierno no sabía cómo combatir a los zombies y recurrió a ayuda internacional. La Organización Mundial de la Salud convocó con urgencia a un panel de expertos para tratar el tema. Mientras tanto se cerraron las fronteras del país afectado.
Los zombies, a su vez, se manejaban a sus anchas por la ciudad y estaban muy a gusto en el distrito industrial, donde si no conseguían monedas podían encontrar toda clase de metales para ingerir.
En un momento un grupo de zombies entró en una fábrica de golosinas donde se hacían monedas de chocolate. Al ver tamaño tesoro los zombies llamaron a los demás, sin darse cuenta de que eran golosinas y no monedas de verdad.
Resultó que no importaba. Las monedas de chocolate encantaron a los zombies, que rápidamente se volvieron adictos a esas golosinas. Se corrió la voz entre los zombies y pronto todos estuvieron dentro de la fábrica comiendo monedas de chocolate, paragüitas de chocolate y bocaditos de chocolate y marroc.
Al darse cuenta de que todos los zombies estaban en la fábrica de golosinas, el gobierno quiso aprovechar para eliminarlos y sitió el lugar. Pero tuvo la oposición de organizaciones ecologistas, que se manifestaron en contra de la eliminación de los zombies con consignas como “salvemos a los zombies”. La opinión pública, sensible a los problemas de la ecología, se puso en contra de que eliminaran a los zombies y al gobierno empezó a no convenirle deshacerse de esos entes.
El gobierno razonó que tampoco le convenía dejar salir a los zombies, dado que se volvería a los problemas de antes. Entonces resolvió, de común acuerdo con las organizaciones ecologistas, crear una reserva de zombies en la fábrica de golosinas.
Se resolvió financiar el mantenimiento de la reserva, no previsto en el presupuesto de ese año, mediante la creación de un impuesto a las golosinas. Gracias a ese impuesto se creó un fondo para otorgar chocolate a los zombies y para reforzar las paredes exteriores en los que se los mantuvo encerrados desde ese momento.
La sociedad se liberó así de los zombies. Al pasar los años el episodio quedó bastante olvidado y sólo cada tanto se hablaba de lo que había ocurrido cuando algún documentalista valiente lograba adentrarse en la reserva y acercaba imágenes escalofriantes.

Mi viaje en colchoneta

Me gusta acostarme en la colchoneta en lugar de nadar. Me permite estar en el agua y respirar su frescura sin necesidad de mojarme. Siempre uso una cuando voy a la pileta. Pero ese verano la llevé a la playa.
No se me ocurrió que podía ser peligroso hasta que fue demasiado tarde. Casi sin darme cuenta las olas me internaron en el océano hasta que no estuve al alcance de los bañeros. De repente me vi en la inmensidad del mar, sin estar preparado para enfrentarla. Por suerte me había puesto abundante protector solar.
Me alejé de la costa ondulando sobre la superficie. Debo decir que me mojaba bastante, pero igual mi improvisada embarcación se mantenía razonablemente firme. No se desinflaba ni parecía perjudicarse por la acción de la sal.
No tenía más remedio que esperar a que la marea, o cualquier fuerza, me devolviera a tierra. Mientras tanto tenía que comer. No debía ser un gran problema: bajo mis pies tenía miles y miles de peces. Claro que no contaba con ningún elemento que me permitiera capturarlos. Debí conformarme con unos pocos que accidentalmente saltaban hacia mí. No tenía forma de cocinarlos más que dejarlos al sol, algo que después de un rato resultaba perjudicial para la carne y daba mal olor. Así que debía comerlos como venían. No era muy agradable pero a buen hambre no hay pez crudo.
Durante un tiempo que no supe medir, pero fue bastante largo, sólo vi el color azul a mi alrededor. Había destellos de blanco en las nubes y en la espuma del agua. También estaba el amarillo del sol. Y por las noches el cielo era negro, excepto por la extraordinaria cantidad de estrellas que podía ver por esa zona.
Un día divisé unos puntos a lo lejos. Pensé que podía ser un atisbo de tierra, un archipiélago o algo así, aunque no se podía distinguir muy bien. Por suerte el viento me empujaba hacia el mismo lado. Enfoqué mis ojos de distintas maneras hasta que por fin pude darme cuenta de qué estaba viendo: cabezas de jirafas. Me acercaba a África.
Respiré aliviado pensando que sería rescatado en poco tiempo. No sabía el destino que me aguardaba. Pero de un momento a otro cambié de dirección y volví a las vistas monótonas de antes.
No sabía qué estaba pasando. Después me enteré. Se ve que me agarró una corriente que venía del sur. Luego de un viaje muy cansador, en el que varias veces estuve cerca de agotar todos los vestigios de lluvia que se acumulaban en los recovecos del plástico y me permitían sobrevivir, divisé tierra. Pensé en el alivio que debían haber sentido figuras históricas como Colón al saber que se acercaba el final del periplo. Pero ellos, por lo menos, lo habían emprendido intencionalmente, así que mi sensación era aún mejor. No iba a durar mucho.
Cuando llegué a la costa, fui capturado por la policía y encerrado en un calabozo. Quería saber qué había hecho mal. Tal vez estaba prohibido llevar objetos inflables a la playa. Cuando me hablaron me sorprendí al oír palabras en español. Me acusaban de desertor, traidor a la patria y varias cosas más. Por el acento deduje que estaba en Cuba y que habían pensado que mi intención era escaparme en balsa. Cuando intenté explicarles lo sucedido, fue peor. No sólo no me creyeron, sino que se convencieron de que era un agente subversivo, enviado por algún país poderoso para derrocar al régimen, o algo. Y me devolvieron al calabozo.
Una hora después me condenaron al fusilamiento. Ocho hombres con rifles se pararon en fila a pocos metros de mí y dispararon al mismo tiempo. A pesar de mis nervios me mantuve bastante quieto. Me sorprendí al darme cuenta de que, segundos después de los disparos, me mantenía vivo. Al parecer, ninguna bala me había impactado. Noté que estaba ante un hecho tan inusual que valía la pena calcular la probabilidad de que sucediera algo así. Pero era mejor concentrarme en pedir clemencia, argumentando el fracaso del primer intento.
Los guardias tuvieron piedad y me dejaron ir clandestinamente. Me devolvieron el vehículo y me depositaron una vez más en el Caribe. Partí sin rumbo, con la misma modalidad que antes, hasta que divisé tierra otra vez.
Cuando estuve cerca, no pude creer mi puntería. El continente se partía en dos justo en el lugar hacia donde mi trayectoria me llevaba. Era el canal de Panamá, que me daba la pauta de que pronto me encontraría en el Pacífico.
Pero no fue así. Antes de terminar de cruzar, un agente interrumpió mi camino y quiso cobrarme la tasa correspondiente. Como no podía pagar los 1.300 dólares, otra vez fui detenido.
Expliqué mi situación en vano, pero por suerte sólo fui condenado a trabajos comunitarios hasta que mi deuda estuviera saldada.

Coquerío

Se oyó un gran estruendo en toda la ciudad de Atlanta. Los ciudadanos, como era habitual, sintonizaron la CNN para saber qué estaba pasando. Al hacerlo, se encontraron con imágenes en vivo y en directo de una explosión en la principal embotelladora de Coca-Cola.
La magnitud del hecho se podía apreciar en los tsunamis de refresco que salían de los techos de la fábrica. Era tanta la cantidad de líquido que las calles de la zona se transformaron en ríos de Coca-Cola.
De inmediato, el ingenio de los emprendedores de la ciudad hizo que aparecieran comerciantes dispuestos a aprovechar lo sucedido. Casi de la nada la ciudad se llenó de góndolas que invitaban a las personas a navegar por la Coca-Cola, como una Venecia gaseosa.
Era tan grande el desastre que hacían falta varios días para secar la ciudad. Pero antes de que se pudiera hacer, la cantidad de turistas hizo que se planteara la posibilidad de dejar los ríos como estaban.
Dado que era buena idea, se decidió armar un circuito para que los visitantes pudieran recorrer la ciudad a bordo de las góndolas sobre la Coca-Cola. El Coca-Tour se convirtió en la atracción que Atlanta necesitaba, y una visita obligada para los que antes limitaban su estadía a las conexiones en el aeropuerto.
La Coca-Cola Company decidió reacondicionar su embotelladora para proveer al tour, y abrir una nueva para abastecer la demanda de bebida embotellada. Se temió que bajaran las ventas al estar disponible la gaseosa en las calles, pero ocurrió todo lo contrario. Alrededor del circuito se instalaron máquinas expendedoras que lograron acrecentar aún más las ventas de Coca-Cola en la ciudad.
Desde entonces, se abrieron Coca-Tours en distintos puntos de Estados Unidos, y en el Mall of America de Minnesota funciona con gran éxito el Coca-Tour bajo techo.
Pepsi no se quedó atrás, y estableció el Pepsi Journey en otras ciudades con las que firmó contrato de exclusividad. El tour de Pepsi se diferenciaba del de Coca-Cola porque en los ríos, en lugar de fluir Coca-Cola, fluía Pepsi.
En Venecia, al ver reducido el caudal turístico por la súbita competencia, decidieron pasar a la acción. Además de los tradicionales paseos sobre agua, desde el mes pasado se ofrece, en un barrio exclusivo, un recorrido adaptado a la cultura italiana: el Tour de los Ríos de Muzzarella.

La Luna

Ella me pidió la Luna. Yo siempre quiero complacerla, entonces me puse en campaña para conseguírsela. No fue fácil. Recorrí todo tipo de lugares, consulté a mucha gente, y siempre me decían que era imposible. Yo aclaraba que si era caro no importaba, no tenía problemas económicos, pero era inútil. Algunos me decían que era más fácil convencerla a ella de que pidiera otra cosa, pero ése era su deseo y yo quiero complacer todos sus deseos.
Cuando se me agotaron todas las otras opciones, puse un aviso en el diario. Recibí muchas respuestas, la mayoría en broma pero hubo una muy seria de un señor con pelo blanco largo y desprolijo. Me dijo que, si le proveía suficientes fondos, podría desarrollar un aparato que me trajera la Luna. Acepté financiar su proyecto, y meses después me contactó, diciendo que ya lo tenía.
El aparato era una especie de ballesta que debía ser arrojado a la Luna cuando estaba llena. Había un pequeño dispositivo de precisión provisto para poder acertar el tiro. Sólo tenía que apuntar a la Luna, verla a través de ese dispositivo y la Luna vendría hacia mí o cualquiera que lo tuviera. Me advirtió que el satélite podría demorar varias horas o incluso algunos días en llegar.
Así que la invité a comer a casa en la siguiente noche de luna llena. Antes del postre le mostré el dispositivo y le dije que era para entregarle la Luna. Apunté a ella y esperamos. Esperamos algunas horas mientras disfrutábamos de la noche estrellada, de los grillos y del olor a rocío.
Al día siguiente la Luna se veía más grande, y estábamos seguros de que se acercaba, pero calculamos que iba a demorar algunos días más en llegar. Ella me dijo que yo nunca la decepcionaba y que estaba contenta conmigo.
Al día siguiente la Luna estaba más cerca pero la localidad en la que nos encontrábamos se inundó. La cercanía de la Luna había atraído la marea hacia nosotros, y debimos evacuar el lugar antes de que ella pudiera recibir su regalo.

Holicidio

“Hay que matarlos a todos” fue la conclusión que sacó Rubén mientras volvía a su casa en auto. Lo habían enojado los otros automovilistas, los peatones, los que andaban en bicicleta, la policía recaudatoria y la humanidad en general. Pero lo que diferenció a Rubén de todos los que sacaban conclusiones de esa naturaleza fue la determinación de llevar a cabo ese ideal.
Luego de pensarlo un rato, fue a una armería y compró una ametralladora con diez mil millones de municiones. Supuso que algunas de ellas no darían en los blancos o darían en blancos repetidos.
Cuando le entregaron la orden de municiones (la armería tuvo que pedir al proveedor para cubrirla), Rubén procedió a asesinar a todos los presentes en el comercio. En ese momento supo que no había vuelta atrás. Debía matar a toda la población mundial si no quería ir preso por el crimen que acababa de cometer. Una vez que él fuera el único sobreviviente, nadie lo podría arrestar.
Por eso, sin perder tiempo, fue hasta la comisaría más cercana para matar a los que le representaban el peligro más inmediato. En el camino, ahorró tiempo y mató a todas las personas que se le cruzaron. Logró eliminar a la comisaría entera porque actuó rápido. Los policías estaban muertos antes de darse cuenta de qué estaba pasando.
Rubén continuó su raid homicida por toda la ciudad. Al principio se ayudó con su auto. Luego fue cambiando de vehículo a medida que asesinaba a los ocupantes de otros autos que le resultaban más prácticos. Asesinó personas durante toda la noche. Al alba, la población de su ciudad se había reducido en un porcentaje significativo para haber sido obra de un solo hombre en una sola noche.
Al día siguiente las autoridades se pusieron en alerta, al descubrirse la acción de Rubén. No existían testigos, porque la técnica de asesinarlos era muy efectiva para callar sus voces. Pero Rubén supo que ese día le sería más difícil porque había mucha gente avisada. No necesariamente avisada de él, pero sí de que algo extraño estaba ocurriendo.
Por eso decidió comenzar el segundo día de homicidios por la sede de la Policía Científica. Con ese edificio como centro, su área de devastación se fue ampliando en círculos.
Fue descubierto gracias a las cámaras de seguridad, que mostraban imágenes muy claras de Rubén con su ametralladora. Lo que quedaba de la Policía se juró atraparlo, por el bien de la sociedad y por vengar lo que había hecho a la institución. Sin embargo, Rubén pudo más que toda la policía de la ciudad. Mató a todos sus integrantes, y luego a todos los ciudadanos. Algunos de ellos, antes de morir, intentaban terminar la acción purificadora de Rubén con un tiro. Pero él los esquivaba y luego no fallaba en el suyo.
Así, la primera etapa de su proyecto de matar a toda la humanidad se completó. La siguieron otras con igual éxito, hasta que consiguió matar a todo su país. Pasó entonces a los países vecinos, uno por uno. Para entonces era el hombre más buscado del mundo, y el más fácil de ubicar, pero las fuerzas internacionales no podían con él. Rubén tenía una destreza asombrosa para esquivar el brazo armado de la Ley y para asesinar a todo semejante que se le cruzara en el camino. Si su vida hubiera sido llevada al cine (algo imposible si conseguía su objetivo) habría sido interpretado por Sylvester Stallone o Bruce Willis.
Pero ambos murieron asesinados por Rubén, cuando llegó para terminar con Hollywood. En su paso por los Estados Unidos se dio cuenta de que contaba con recursos mucho más prácticos para eliminar a lo que quedaba de la humanidad, pero ya estaba engolosinado con su método artesanal. De paso, mientras destruía a los habitantes, podía conocer el mundo.
A esta altura, ya todos le temían y muchos trataban de correrse de su paso. Pero Rubén era demasiado hábil y siempre los encontraba. Ya las Policías no lo molestaban. Los agentes preferían salir de su paso, refugiarse en sus hogares y así vivir algunas horas más, mientras Rubén completaba sus asesinatos casa por casa.
A algunas personas inteligentes se les ocurrió irse a los países donde Rubén ya había pasado. Sin embargo, no tuvieron éxito, porque él se dio cuenta de esa posibilidad y no tenía ningún inconveniente en volver sobre sus pasos. Matar a toda la humanidad era el proyecto de su vida y no lo iba a detener algo tan insignificante como tener que volver a un lugar donde ya había estado.
Rubén acabó con América, Europa y África. Al llegar a China se encontró con que los chinos habían construido un muro para detener su avance. Pero no contaban con su capacidad trepadora. Pudo pasar el muro y eliminar a todos los chinos, aunque tuvo que dedicar mucho tiempo a ese país. Rubén nunca había caído en la cuenta de que los chinos realmente eran muchos.
Cuando terminó con los chinos, se dedicó a las islas del Pacífico y del Índico. Decidió que el mejor método para llegar a ellas era el submarino. Aprendió a manejarlo y pudo sorprender a todos los habitantes de las islas, aunque los de Australia le resultaron un poco difíciles de ubicar.
Llegó un momento en el que le pareció que su misión estaba cumplida. No encontró más gente para asesinar. Pensó que podía ser una emboscada y decidió tener cuidado. Empezó a mirar todo el tiempo a su alrededor, más aún que cuando era perseguido por ejércitos de varios países al mismo tiempo. Rubén había estado demasiado concentrado en su asesinato masivo para reparar en el detalle de que la humanidad se había unido y países que antes eran enemigos cooperaban para pararlo. Aunque no tuvieron éxito, fue una noble manera de desaparecer.
Rubén, por su parte, continuó pensando que aún no había terminado. Decidió patrullar el mundo en busca de algún sobreviviente. Consiguió un globo aerostático y comenzó un recorrido permanente por el todos los rincones del mundo.
Allí está todavía, siempre con su ametralladora lista para dar en la primera persona que encuentre y poder acceder al objetivo final de su proyecto: disfrutar de una vida más tranquila.

La casa por la ventana

El plan era tirar la casa por la ventana. Pero era más fácil de decir que de hacer. Había algunas trabas concretas. La primera fue que la casa era más grande que la ventana. Teníamos tres opciones para sobrellevar este problema. Una era tirar la casa por partes. Dos opciones más simples eran agrandar la ventana o achicar la casa. Elegimos la primera porque consideramos que era la más viable. Achicar la casa no se podía. Agrandar la ventana sí, pero haría difícil tirar la casa.
En ese momento nos encontramos con un problema irreductible: la ventana era parte de la casa. Aún cuando pudiéramos achicar la casa y no la ventana, para poder tirar la casa por la ventana necesitábamos tirar también la ventana por ella misma. Podíamos desarmar la estructura de la ventana para que quedara sólo el agujero, pero la ventana es más un concepto que una estructura. También podíamos tirar la ventana por otra ventana. Era una solución parcial. Sí, efectivamente habríamos tirado cada parte de la casa por alguna ventana, pero lo que queríamos era tirar la casa por la ventana, no por las ventanas. Además, hubiéramos tenido que tirar la ventana mientras estaba en pie la otra, con lo cual nos hubiera quedado lejos para tirar el resto de la casa.
Resolvimos entonces tirar todo lo que se pudiera de la casa por la ventana, y dejar la ventana como un testimonio del trabajo cumplido. Para eso necesitábamos dejar una porción de pared en pie. Decidimos que podíamos vivir con eso.
Desensamblamos la parte de la pared que quedaría en pie y nos dedicamos a demoler el resto de la casa. A medida que teníamos cascotes de tamaño adecuado los íbamos tirando por la ventana. Fue un momento inolvidable.
Tiramos los dormitorios, los pasillos, la cocina, los baños, el living, las puertas, las otras ventanas, los sanitarios, los muebles, los techos y las paredes. Cuando quedaba el último cascote, lo tiramos entre todos como un símbolo del deber cumplido.
Una vez que terminamos todo, descansamos unos minutos antes de volver a armar la casa. Veníamos bien de tiempo, según nuestros cálculos llegábamos a reconstruirla antes de que se hiciera de noche. Pero no contamos con un detalle: la casa había caído en el terreno vecino, el dueño consideró que lo que arrojábamos pasaba a ser su propiedad y no nos dejó retirarlo. Con lo cual no pudimos recuperar la casa que tiramos por la ventana.
Ahora estamos ahorrando para hacernos una casa nueva, más grande. Mientras tanto, vivimos en un hotel. No vemos la hora de terminarla. Igual sabemos que antes de que nos demos cuenta la vamos a estar inaugurando, y cuando llegue ese momento va a haber tanta algarabía que organizaremos un festejo acorde a las circunstancias. No vamos a dejar títere con cabeza.