Un cambio distinto

No sabíamos qué hacía falta, pero sabíamos que hacía falta un cambio. Por eso elegimos el cambio. Percibimos el cambio muy rápido, y eso nos gustó. Nos gusta que el cambio sea, además, rápido. Porque mientras más esperamos, más se demora el cambio. Empezamos a ponernos nerviosos y algunos de nosotros demandan un cambio distinto.

El cambio vino con muchos cambios, y las cosas cambiaron. Estábamos conformes, porque precisamente un cambio era lo que veníamos necesitando. Durante algunos años estuvimos contentos, observando el sorprendente desarrollo del cambio. Había cosas que no cambiaban, y ésas eran las que permitían ver que otras sí.

Luego de algunos años, fue tiempo una vez más de elegir. Nosotros estábamos contentos con el cambio, pero había algunas voces que pregonaban cautela. Nos decían que si nos quedábamos con el cambio podíamos lamentarlo en el futuro, cuando las cosas cambiaran y el cambio ya no fuera lo más conveniente. Para evitarlo proponían un cambio. Pero nosotros pensamos que no era el momento de cambiar, así que elegimos nuevamente el cambio.

Sin embargo, las cosas no salieron como esperábamos. El cambio cambió. Y no nos gustó el cambio del cambio, porque algunas de las cosas que cambiaron eran las que ya habían cambiado, y no queríamos que cambiaran porque el cambio nos gustaba. También resultó que había algunas cosas que no habían cambiado, sino que los que habíamos cambiado éramos nosotros, y nos habían empezado a gustar tal como estaban. Con los nuevos cambios, dejamos de tener ganas de verlo así, y nos dimos cuenta del cambio que hacía falta.

Por eso esperamos con paciencia hasta que fuera nuevamente el momento de elegir. Estaba claro que necesitábamos un cambio. Pero no sabíamos cuál era el cambio que necesitábamos. Había quienes nos recomendaban no cambiar para fortalecer el cambio, y otros que nos recomendaban cambiar.

Entonces, divididos entre los que querían un cambio y los que querían el cambio, elegimos entre uno de ellos. Y estamos contentos con nuestra decisión. Ahora queremos cambio para siempre.

La maldición de PowerPoint

Excel, la herramienta más poderosa para la creación simultánea de matemática y poesía, tiene un némesis. Un antiexcel mora en su vecindad, seduciendo con su canto de sirenas a los que no entienden bien. Se trata de PowerPoint.
Quiere hacer simple lo complicado, fácil lo difícil, y lo logra. Lo logra tanto que hace todo demasiado fácil. Instala la idea de que cualquier concepto puede ser explicado con cuatro o cinco ítems bien diferenciados.
El mundo de PowerPoint es muy sencillo, carece de vericuetos, de excepciones, de dificultades. Todo está lleno de posibilidades. La visión siempre optimista es su característica más engañosa. La que atrae a la gente a sus garras. Y una vez adentro, se quedan contentos. No quieren salir.
Es duro sacar a las personas de esa secta. No quieren ver que la vida no es siempre maravillosa, ni prolija, ni tiene todo el tiempo un formato profesional y automático. No quieren enfrentarse a un mundo que no está armado en forma visual y escalonada. Quieren saber siempre en qué diapositiva están, y PowerPoint les proporciona una seguridad que nunca antes tuvieron.
La peligrosidad de PowerPoint no debe ser subestimada. Aun aquellos que no quieren caer en sus garras pueden ser víctimas del engaño. PowerPoint es más sofisticado de lo que parece. Puede tomar formas atractivas, convincentes. Puede incluir planillas de Excel, para parecer sofisticado. Los más avispados se dan cuenta de la diferencia, pero los demás deben tener siempre cuidado. Tienen que saber lo que hacen, y hacerlo a propósito.
No deben dejarse llevar por las promesas fáciles. La vida no tiene atajos. Los caminos no son siempre largos, pero tampoco son todos sospechosamente cortos. PowerPoint necesita de la ignorancia, de la docilidad de las personas. Por eso es necesario ser fuertes, para poder evitar la tentación y evitar que una vida Excel se convierta en una vida PowerPoint.

El sexo de los semáforos

El concejo deliberante de la ciudad de Córdoba ha decidido abolir el sexismo que hasta el momento imperaba en los semáforos peatonales. En todo el mundo están hechos para hombres, a tal punto que el símbolo para parar es el mismo que indica que un baño es de caballeros. Como esta situación implica una desigualdad inaceptable, a partir de ahora los semáforos deberán incluir a ambos sexos, o abstenerse de denotar género.
Pero no sirve con agregarles polleras, como en el símbolo del baño de damas. No todas las mujeres usan polleras. De hecho, las mujeres han luchado mucho para que se aceptara el uso del pantalón. Designar a la mujer como “persona que usa polleras” es también sexista, además de una falta de respeto a los escoceses.
Del mismo modo, el pelo largo no implica femineidad. Las mujeres de pelo corto tienen derecho a cruzar la calle, igual que los hombres de pelo largo. El semáforo no está pensado para ellos. Es netamente exclusivo, y es el momento de incluir a los que hasta ahora quedaban afuera de la sociedad.
Porque la exclusión genera violencia. Y el primer paso para frenar la violencia es el semáforo. Si una persona ve que ni siquiera las señales de tránsito la tienen en cuenta, ¿por qué se abstendría de expresar su desagrado mediante la fuerza? Los nuevos semáforos pacificarán a la población, al hacer sentir bien a los que están del otro lado de la calle.
El semáforo no fue pensado así. Está para unir las dos orillas de la vereda, para que los que quieren ir de un lado a otro, explorar la ciudad, puedan hacerlo sin exponerse a peligros mortales. Otorga un marco a las necesidades de la población. Pero incluso una herramienta tan valiosa, tan noble, termina contaminada por la cultura. Y esas contaminaciones profundizan las brechas culturales que es nuestra misión cerrar.
Por eso el concejo deliberante ha tomado esta decisión histórica de encargar al estudio Shakespear un nuevo diseño para los semáforos que no deje afuera a nadie. Tienen la posibilidad de utilizar la animación que permite la tecnología LED. Los nuevos semáforos serán instalados en toda la ciudad, y serán sinónimo de la nueva Córdoba inclusiva que hoy se inicia. Luego se impondrán en todo el mundo, y cuando los ciudadanos y ciudadanas de la aldea global se vean reflejados en los semáforos, se acordarán de lo que Córdoba les dio.

Paz a la banana

Me gusta la banana. Disfruto saborearla de una punta a la otra. Y hay gente a la que eso le parece gracioso. Son malpensados. O en realidad no. Han sido impregnados por una cultura con idea fija, que no permite disfrutar de la palabra o del concepto banana sin asociaciones innecesarias.
Se entiende el concepto. Es un traslado bastante lineal, que cansa. Sí, la forma de la banana es sugestiva. Fenómeno. También la forma de los pepinos, los lápices, los tornillos, los fusibles, los obeliscos, los cohetes, los enchufes, las velas, los dispositivos USB, los mástiles, los caños, los micrófonos, las salchichas, los ruleros, las tarariras, los trofeos, los trenes que entran en túneles, los ejércitos, las llaves, las antenas, los aviones, los autos, las armas de fuego, las pelotas de fútbol, los parantes, los aparatos políticos, los bastones.
Todo elemento cilíndrico o que pueda ser insertado dentro de otra cosa resulta fálico. Es un fenómeno social o cultural que no se puede evitar. Pero no tendría por qué ser tan automático, al punto que no se puede comer una banana sin que la gente ponga caras o se ría. Lo único que quiero es tomar una banana en mis manos, pelarla y disfrutar de su sabor, bocado por bocado, sin que eso necesariamente implique el deseo de felar a un señor caucásico.
Pero no puedo, porque la gente comenta cosas que no son. Los que tienen la idea fija son los demás, no yo. Revela una gran falta de imaginación por parte de la sociedad, porque atribuyen a los objetos significados prefabricados, y lo consideran una ocurrencia. En cambio, a nadie se le ocurre no atribuir nada, y dejarnos en paz a los que lo único que queremos hacer es comer inocentes bananas.
Menos mal que no toco la flauta.
(publicado previamente en Revista Blog)

Intromisión extranjera

Cansado de la ocupación inglesa de islas lejanas que se interpretaba como una inaceptable intromisión en el territorio argentino, el gobierno ordenó a las Fuerzas Armadas trazar un plan para dar a los ingleses de su propia medicina. El Presidente recibió de inmediato los detalles de una operación destinada a invadir las Islas Malvinas y tomar el control de ellas.
Pero el Presidente lo encontró inaceptable. Llamó enojado al Jefe del Estado Mayor Conjunto. “¿Cómo es posible que se planee invadir lo que es nuestro territorio?” preguntó el mandatario. Luego dio a entender que pretendía una operación militar para quitarle a Inglaterra parte de su propia tierra, de modo que se pudiera intercambiar con las Malvinas.
Los jefes de las Fuerzas Armadas repasaron los recursos disponibles, y llegaron a la conclusión de que era imposible invadir Inglaterra sin ser repelidos. Pero igual le tenían que llevar algo al Presidente, así que armaron una operación sorpresa para tomar una ciudad pequeña y periférica. Así llegó al Presidente de Argentina la idea de invadir Ipswich Town. Entusiasmado, el comandante en jefe ordenó atacar inmediatamente, antes de que los ingleses tuvieran alguna idea de lo que se tramaba.
De este modo, en pocos días una importante flota de aviones de la Fuerza Aérea Argentina penetró en espacio aéreo inglés y descendió sobre Ipswich. Cientos de soldados bajaron de los aviones y detuvieron a las autoridades de la ciudad, con lo que tomaron efectivamente el control.
El Primer Ministro inglés no tuvo tiempo de reaccionar. Toda respuesta militar implicaba poner en riesgo a la población inglesa de Ipswich, y no quería tomar medidas irresponsables. El gobierno inglés decidió encarar la crisis por la vía diplomática y dejar la situación como estaba.
El alcalde designado por el gobierno argentino para Ipswich, brigadier Abel Arias, tomó dos medidas centrales para demostrar ante el pueblo su autoridad. Primero decidió que los autos debían circular por la derecha. En segundo lugar, designó al peso argentino como moneda oficial de Ipswich Town, y prohibió cualquier operación con otro signo.
Mientras tanto, las negociaciones se iniciaban bajo el auspicio de diversos entes internacionales que habían ofrecido su mediación y ayuda. Argentina decidió mostrar sus cartas y anunciar formalmente que sus tropas se retirarían de Ipswich si Inglaterra se retiraba de las Malvinas, de modo que ambas naciones volvieran a tener el territorio que habían perdido. Todo se podía hacer en forma pacífica y veloz. Los ingleses quedaron en contestar.
El gobierno británico estaba tentado de aceptar el trato. No perdían nada de mucho valor para ellos, y de paso se liberaban de un reclamo que ya resultaba muy molesto. Pero no querían mostrar debilidad, así que se dedicaron a ganar tiempo con excusas, de modo de dilatar la situación lo más posible.
En ese interín, la opinión pública inglesa empezó a demandar una respuesta por parte de su gobierno. Los habitantes de Ipswich se sentían abandonados, y los de otras ciudades sospechaban que el gobierno no los respaldaría en caso de algún incidente similar con otro país. De modo que el gobierno se vio en la situación de no poder aceptar totalmente los términos que exigía Argentina.
El conflicto se dilató, y se empezó a notar un fenómeno curioso. El comercio entre Ipswich y el resto del país aumentó en forma notoria. Los habitantes de los alrededores descubrieron que los precios de Ipswich estaban muy bajos, como resultado de regir el peso argentino, con lo cual se volcaron masivamente a comprar ahí. Esto generó una entrada importante de divisas, que resultó en una prosperidad inmediata para Ipswich Town, aunque sus habitantes ahora ganaran en pesos. De pronto, la opinión pública inglesa perdió interés en recuperar la ciudad que era territorio de facto argentino.
El gobierno de Londres, de todos modos, era criticado por su falta de respuestas. Así que decidió pasar a la acción. Envió un ejército a Argentina, donde tomaron por la fuerza el control de la ciudad de Pergamino. Allí establecieron la circulación por la izquierda y la libra esterlina.
El hecho provocó indignación en el pueblo argentino, pero pronto hubo muchos que aprovecharon la oportunidad. En Pergamino, los sueldos eran cinco veces más altos que en el resto del territorio considerado nacional. Se produjo una importante migración interna. Un boom de trabajo y construcción invadió la otrora pacífica localidad bonaerense. Los pueblos de alrededor también se vieron beneficiados, porque los pergaminenses comenzaron a gastar sus libras en donde podían comprar productos en pesos, y como les resultaban baratos, igual les quedaba suficiente ahorro para seguir alimentando el boom económico.
Otras ciudades empezaron a hacer campaña para seducir a los ingleses de invadirlas, de modo de recibir también los beneficios de la diferencia económica. Pero los ingleses no tenían intención de hacer nada excepto compensar lo cometido por Argentina en su territorio.
Más allá de las bondades económicas disfrutadas por las ciudades que se vieron involucradas en el incidente internacional, la opinión pública de ambos países coincidía en un punto: la ilegitimidad de las intromisiones de cada nación en los asuntos de la otra. Era una cuestión de principios, no importaba que se tradujera en beneficios para ambos países. Entonces empezó a haber rispideces en los dos pueblos. Las personas que vivían en las ciudades invadidas fueron mal vistas por las demás, y en las siguientes elecciones generales de ambos países ganaron candidatos que prometían retrotraer la situación.
Así fue que, al reanudarse las negociaciones, con ambos gobiernos dispuestos a retirar las tropas, se llegó a un rápido acuerdo. Pero no contaron con la insubordinación de los ciudadanos. Los habitantes de Ipswich y Pergamino no quisieron volver a sus países de origen. Pretendieron seguir como estaban, o por lo menos tener autonomía para hacer lo que más les conviniera.
Se generó tensión entre las autoridades nacionales y los referentes municipales. No se quería aceptar el retorno de las fuerzas armadas locales, ni el cambio de moneda, ni volver a invertir el lado en el que se manejaba. Ambas ciudades decidieron armar un ejército propio para repeler a cualquier fuerza que osara interferir en la puesta en práctica de su voluntad.
La situación escaló a tal punto que las ciudades declararon su independencia. Inglaterra y Argentina no quisieron reconocer a ninguno de los dos estados nuevos, por miedo a aceptar un precedente, pero la presión de la comunidad internacional para encontrar una solución pacífica al conflicto los terminó persuadiendo.
Con el tiempo, otras ciudades se fueron uniendo a Ipswich y Pergamino, hasta llegar a la situación actual de dos países que aparecen desperdigados, como pintitas de color en los mapas de otros países más grandes.
Se forjó así una profunda amistad entre ambas naciones, que hoy se consideran hermanas. En la plaza principal de Pergamino hay un monumento a los heroicos habitantes de Ipswich, mientras que en Ipswich cedieron uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad para instalar la primera embajada de Pergamino.

Cambiar el mundo

De adolescente, Milton era bastante conservador. No entendía a sus amigos que querían cambiar el orden establecido. En realidad sí lo entendía, sabía que era una de las características de la adolescencia. A él le habían prevenido que iba a tener esos impulsos, y se había preparado para que no lo agarraran por sorpresa. Entonces, cuando sentía ganas de cambiar algo de su entorno, pensaba que era necesario rectificar a sus amigos, que tenían esa idea loca de cambiar el mundo.
El mundo estaba bien como estaba. Milton sabía que no era perfecto. Pero él, dentro de sus limitados conocimientos, podía ver una tendencia histórica a mejorar la calidad de vida y las libertades cívicas de las personas. Tal vez había momentos y lugares en los que se daba lo contrario, pero en líneas generales la cosa más o menos marchaba.
Le parecía, además, que las ideas de sus amigos eran bastante inoportunas. Ellos veían las mismas injusticias que él, pero las usaban como argumento para mostrar que era indispensable la aplicación de la idea que tenía cada uno de la sociedad. Algunos querían imponer distintos sabores de comunismo. Había quienes estaban convencidos de la necesidad de reforzar la aplicación de la religión católica y su respeto por parte de la ciudadanía. Otra idea que encontraba con frecuencia era la de expulsar del país a todo lo que fuera extranjero, porque resultaba en el saqueo de los recursos propios.
A Milton no le gustaba ninguna de estas cosas. Él estaba convencido de que lo que hacía falta hacer era pequeños ajustes, para aplacar problemas puntuales, pero no había que hacer cambios radicales. Y lo que Milton creía que debía pasar se parecía bastante a lo que estaba pasando. Entonces él acompañaba el rumbo y no tenía necesidad de rebeldías sociales.
Sus amigos trataban de convencerlo de que estaba en un error. Pero él rechazaba sus argumentos. “¿Qué podés saber de la vida? Sos demasiado joven”. Él veía que los adultos no tenían el apuro por revolucionar la sociedad, y pensaba que era por algo. A esto, sus amigos decían que los adultos no tenían la energía de los jóvenes, que tenían familias que mantener, que ya habían sido atrapados en el juego perverso de la sociedad. Era responsabilidad de ellos lograr que no siguiera pasando.
Milton pensaba que ninguno de sus amigos había llegado a sus conclusiones en forma independiente, sino que habían comprado alguna idea que habían visto en algún lado y estaban siguiendo recetas. Eso a él no le gustaba. Prefería hacer su camino. Y su camino estaba más cerca del de los adultos.
Pronto Milton creció, y fue uno más de los adultos. Estaba contento de haber terminado la adolescencia. Le había resultado un período bastante molesto. Y también recibía en su mente de adulto a muchos de sus amigos, que habían empezado a llegar a las mismas conclusiones que él. Lo veía como una reivindicación.
Cuando terminó la facultad, Milton empezó a buscar trabajo. Y se encontró con que muy seguido le pedían experiencia previa, aunque no era posible que la tuviera. No sólo eso, también había un límite de edad que hacía muy difícil que mucha gente pudiera tener esa experiencia. Tampoco esos trabajos pagaban como a él le hubiera gustado. Pero decidió que su remuneración iba a crecer a medida que su carrera avanzara.
Poco a poco fue descubriendo el mundo laboral, y el mundo externo a su escuela y su barrio. Se fue integrando a la sociedad. Conoció gente de diversos ámbitos. Y empezó a notar que muchas personas aceptaban situaciones que para él serían impensables. Él se negaría a trabajar en las condiciones que muchos de sus compañeros consideraban normales. Pretendía tener asientos razonablemente cómodos, o que no hicieran mal a la espalda. Le molestaban los controles de disciplina, la rigurosidad, tener que macar tarjeta. Le hacía pensar que no confiaban en él. Pero rápidamente descubrió que eso tenía una razón de ser. Estaba claro que unos cuantos no tenían ganas de estar ahí ni de hacer lo que hacían. Entonces procuraban trabajar lo menos posible, y para eso apelaban a toda clase de argucias.
Se encontró también con que, a pesar de los controles previos, mucha gente no estaba preparada para hacer su trabajo. Esto ocurría en todos los lugares donde trabajaba. Y se daba un fenómeno curioso. En muchos casos, los que sabían trabajar resultaban imprescindibles en su puesto, porque no podían ser reemplazados por los que no sabían nada. Y esa capacidad les impedía crecer en los escalafones. A la hora de promover a alguien, se optaba por aquellos cuya ausencia en el puesto anterior era menos problemática. Y entonces los que sabían debían reportar a los que no sabían.
Observó Milton que esas cosas pasaban muy seguido en distintos ámbitos de la sociedad. La gente, por alguna razón, estaba contenta con sobrevivir. No tenían ambiciones más allá de mantener su lugar, aun si ese lugar implicaba injusticias para ellos y para otros.
Pasaba lo mismo al elegir autoridades. Mayoritariamente se elegía no a los que ofrecían alguna posibilidad de arreglar o mejorar los problemas de la sociedad, sino que una y otra vez eran favorecidos los que prometían que nadie iba a perder nada. Ocurría, incluso, cuando los funcionarios eran notoriamente corruptos. La sociedad en su conjunto prefería no enfrentar sus problemas.
Milton se preguntaba por qué la gente toleraría corrupción en sus gobernantes, y después de un tiempo dio con la respuesta: demasiada gente toleraba corrupción en sí misma. Eran muchísimos los que intentaban sacar ventajas ilegítimas, los que trataban de poner a los demás en posición de poder extorsionarlos, los que no tenían en cuenta a los demás.
La sociedad funcionaba mal. Todos lo sabían, nadie quería hacer nada, porque eran todos adultos y tenían familias que mantener. Lentamente, Milton se fue dando cuenta de que a él no le gustaba esa manera de vivir. Quería que fuera mejor, y sabía que era posible. Era cuestión de convencer a la gente, de hacer el esfuerzo de lograr que vieran que todos podían estar mejor. Había que cambiar la mentalidad de las personas, para poder tener una sociedad mejor.
Milton no quería cambiar el mundo, hasta que el mundo lo cambió a él.

Mirarlo por TV

Yo soy artista. Acá me ven, haciendo arte. Pero, siendo que hace tiempo que soy un artista que hace arte, ya es hora de que me pronuncie sobre una de las inquietudes más importantes de nosotros, los artistas. No sé qué me habrá hecho demorar tanto. Pero bueno, ahora estoy enmendando mi error. Es hora de repudiar la televisión.
Verán, la televisión es una porquería. Es mala, mala, porque aleja el arte de la gente. No como nosotros, que lo acercamos a la poca gente que nos ve. Sólo les interesa ganar plata. Están lejos de las pretensiones que tenemos los artistas. Para nosotros el dinero es algo secundario. Algo de lo que deberíamos poder prescindir. No es nuestra principal preocupación.
En cambio, en la televisión es todo negocio. Y hacer negocio es malo. Porque ganás plata. Y ganar plata está mal, porque te aleja del arte. A menos que se la des a artistas como nosotros. Pero en ese caso estaríamos convirtiendo al arte en comercio. Y no puede ser. El arte vale por sí mismo, no por su expresión monetaria.
En la televisión no hay poesía. No hay literatura. La gente en la televisión no lee, no mira cuadros, no escucha óperas. Tampoco se televisan óperas para que las veamos nosotros. No, en su lugar hay programas, noticieros, series, que atraen a las masas como palomas a las que se les tira un grano de choclo.
La gente va y se engancha. Voluntariamente, porque son ignorantes y quieren seguir siéndolo. No vienen a verme a mí, que les puedo dar arte, que les puedo alimentar el espíritu. Prefieren ir a lo fácil, a lo que está al alcance de sus manos, a los que los entretiene sin necesidad de salir de su casa. No quieren hacer el esfuerzo de venir a verme a mí, o de leer lo que escribo, y ponerse a pensar. Porque lo que hago yo requiere que los demás piensen, mediten. No es de consumo instantáneo. No. Lo mío es Arte, y es lo contrario de lo que hacen en la televisión.
Tenemos que unirnos todos contra la televisión. No ir cuando nos invitan, si nos invitaran. Pero sobre todo no mirarla. No saber qué es lo que pasan. Eso nos puede costar una desconexión con nuestra cultura, pero si lo miramos bien en realidad es al revés, nuestra cultura se desconectará de nosotros. Seremos la vanguardia, aunque no tengamos a nadie atrás.

Arenales

La gente que vive sobre la calle Arenales nunca sabe qué hacer. No saben para qué lado tomarla. No garantiza nada que ayer fuera mano para la derecha. Hoy puede ser mano para la izquierda, o doble mano, o peatonal. Y mañana algo distinto. Puede funcionar una pista de automovilismo, o un escenario para recitales al aire libre.
La gente que vive sobre la calle Arenales está acostumbrada al cambio. Son gente dinámica, que se adapta a las circunstancias. Salen de sus casas y deben mirar qué hacen los autos. Tienen que asegurarse de que su propio auto no haya quedado mal estacionado, para que no les vengan multas por haberlo estacionado mal cuando eso era estacionarlo bien.
El mundo cambia a su alrededor, y en ningún lado se siente más que en la misma calle Arenales. La calle de los péndulos, de los dobles sentidos, de las idas y vueltas, de la alternancia democrática, de los ciclos eternos, de los vaivenes económicos, del latido del corazón. Arteria que a veces es vena, se eleva cada vez más a medida que es pintada con nuevas indicaciones que reemplazan a las anteriores.
Arenales mira desde su vanguardia la estabilidad obsoleta de las otras calles. Ya no tiene rutina. Su paisaje cambia. Es recorrida exhaustivamente por distintos tipos de tránsito. Y los vecinos que viven en ella no tienen por qué acostumbrarse a una vida monótona. Saben que toda realidad es pasajera. Que todo, lo bueno y lo malo, se termina. Y esperan el momento del próximo cambio, para experimentar otra vez el vértigo de lo desconocido.

Estandarizados

Hola. Soy una persona estándar. Hago lo que tengo que hacer. Lo que los demás esperan de mí. Los otros también son estándar, como yo. Siempre abogué por la igualdad entre las personas, y ahora lo hemos conseguido. Ya no nos diferenciamos, y al ser todos iguales no tenemos problemas entre nosotros. Cada uno ocupa su rol en la sociedad, que es el mismo en todos los casos, porque no hay diferencias. Estamos estandarizados.
El camino fue difícil. Hubo que resistir los embates de muchas personas que se oponían a la estandarización. Con paciencia, les hicimos ver que era lo mejor para todos. Nadie quería estar en contra de la idea de que todos fuéramos uno. Y, con el tiempo, lo logramos. Todos somos uno, y sabemos lo que piensan los demás de nosotros, porque todos pensamos lo mismo.
Ahora la vida es más fácil. Tenemos todo pensado, no hay sorpresas, no hay nada que lamentar ni que festejar. Los problemas de uno son los problemas de todos, y los solucionamos entre todos. La vida en comunidad de pares es lo más alto a lo que podíamos aspirar. Todos hemos llegado a comprendernos, a empatizar, a vernos como lo que somos: personas iguales, estándares, que sólo queremos vivir mejor.