Dónde está el palito

Una vez, a mediados de los ’80, me llevaron a un corso que se hacía en la avenida 9 de Julio. No sé bien si era en la avenida en sí, en una de las calles que hacen de colectoras, o en la parte de la avenida que en esa época se usaba como estacionamiento. Sí sé que fue a la altura del monumento al Quijote, porque tengo esa imagen grabada.
No estoy seguro de que el corso me haya entusiasmado mucho. Es probable que no, porque nunca me interesaron esas cosas. Lo que sí me interesó fue la calesita que habían instalado como parte de la celebración del carnaval. Era una calesita algo precaria, porque estaba clavada en el medio de uno de los boulevares de la 9 de Julio, pero funcionaba. Estaba lo suficientemente bien hecha. Estoy seguro de que anduve unas cuantas vueltas ahí.
Siempre me habían interesado las calesitas. Conocía las de distintas plazas, y estaba al tanto de las diferencias. En general tenían un surtido similar de caballos y vehículos fijados en la superficie giratoria. Me gustaba subirme a los autos, y girar el volante en la dirección que la calesita estaba girando. Me daba una ilusión de control.
Una alternativa audaz era no subirse a ningún vehículo, sino permanecer parado en la plataforma giratoria. Con el tiempo me animé a hacerlo, e incluso lo hacía para cambiar de vehículo durante una vuelta. No sabía si era contra las normas. Tal vez había regulaciones de seguridad que impedían que hiciera eso, pero nadie me llamó la atención, así que lo seguí haciendo. Tenía claro que tampoco la calesita andaba tan rápido.
También observaba el funcionamiento. Había un motor en algún lado que hacía girar a la calesita entera. Pero no tenía ruedas visibles, sino que estaba colgada de un palo, ubicado en el medio. Ese palo era crucial para que la calesita fuera tal, y también existía en las pequeñas calesitas manuales que estaban ubicadas en las áreas de juegos.
Algunas calesitas escondían el palo. Todas tenían paneles con personajes de dibujos animados. En algunas esos paneles llegaban al piso, y la calesita funcionaba alrededor. Eran las mejores, porque durante la vuelta se podía ver a todos los personajes. Las otras, más rudimentarias a mi gusto, tenían los paneles unidos al piso giratorio, y a cada sector le correspondía un personaje. El funcionamiento, de todos modos, era el mismo.
Más rudimentaria, sin embargo, era la calesita del corso en la 9 de Julio. Sin embargo, cumplía los principios básicos. Se habían tomado el trabajo de clavar un palo en la tierra, para que la calesita se sostuviera. Y yo sabía que su duración era temporal. Me pareció notable que, donde fuera que se instalaba esa calesita, siempre quedaba un palo clavado en la tierra, marcando la ubicación. El mundo estaba cubierto de palos, huellas de calesitas del pasado.
Después comprendí que no era así. El palo se puede sacar, y se transporta junto al resto de la calesita a donde sea necesario. Sin embargo, todavía cuando veo el monumento al Quijote, busco en los alrededores el palo, a ver si encuentro el lugar donde estaba ubicada esa calesita.

Coca natural

El otro día quise tomar un vaso de Coca-Cola. Entonces fui a la heladera y me serví. Pero se ve que esa botella recién llegaba, y la bebida no estaba fría, sino natural. Pero tomé el vaso de todos modos, y el sabor me resultó extrañamente familiar. Rápidamente me transportó, como la magdalena, a las fiestas infantiles de los ’80.
En esa época, al menos para mí, la Coca-Cola no era algo de todos los días (en realidad ahora tampoco). Se trataba de la bebida de los momentos excepcionales. Un cumpleaños era uno de ellos, y ameritaba la inversión en bebidas. Sin embargo, cuando uno va a la escuela y tiene alrededor de 25 compañeros, las fiestas infantiles se dan en un promedio de dos por mes, y es posible notar algunas regularidades.
Además de la Coca-Cola, el menú consiste en papas fritas, palitos salados, sánguches de miga, chizitos y maní japonés. Son pocas las fiestas que ofrecen algo distinto, y si eso llega a ocurrir es una decepción. Porque las fiestas de cumpleaños infantiles tienen una expectativa clara: ser los momentos adecuados para comer todas esas cosas.
La estructura básica de todas las fiestas es común. Hay mesas con estas delicias, y mucho tiempo para el juego. Tarde o temprano, algún adulto llama al orden y organiza actividades para que los chicos se entretengan, con más o menos éxito. A estas actividades, que son el momento en el que los niños se quedan más quietos, se las llama “animación”. Pueden consistir en juegos interactivos, en los que se armarán dos equipos que competirán por honor, o ser meros espectáculos. A mí me gustaba cuando traían un mago. Me parecía que los que hacían eso pensaban en nosotros.
Los animadores entregaban al final de la fiesta su tarjeta, para aquellos que desearan adquirir sus servicios. De esta manera, muchos se repetían, por reclamos de los niños o porque era fácil para los padres conseguir el dato. Y gracias a eso nos podíamos dar una idea de la calidad de la animación venidera cuando veíamos llegar a los animadores y nos dábamos cuenta de quiénes eran. Además de los magos, yo era parcial hacia los que tenían mayor despliegue técnico, y traían teclados electrónicos, luces y esas cosas. Por suerte, las máquinas de humo no se usaban a esa edad. Más tarde las padecí.
Siempre había pausas en las que se podía comer las distintas comidas. Si bien las papas fritas y similares permanecían en la mesa, en algunos casos aparecían más tarde platos más suculentos, como las empanadas copetín. Siempre había botellas de Coca-Cola o de 7-Up para reponer la bebida a los que se les terminara. Y siempre había un adulto cerca, dispuesto a servirla. Los vasos eran de plástico, lo que evitaba masacres con vidrios en el frenesí producido por la emoción de todos los presentes.
Los vasos eran todos iguales y estaban todos en la misma mesa. Se hacía necesario, por lo tanto, desarrollar estrategias para conservar el vaso propio. La experiencia ya había enseñado que a muchas personas no les importa y agarran cualquier vaso que esté cerca, lo que obliga a su legítimo propietario a buscar otro vaso, si es que hay, y volver a servirse.
Una estrategia era mantener el vaso en la mano. Pero traía severos problemas de movilidad. No era algo práctico. Otra era esconder el vaso en algún lugar poco accesible, por ejemplo en el baño, atrás de un árbol del jardín (si es que había). Eso tampoco daba buenos resultados. Lo mejor, en mi experiencia, era dejar el vaso colocado en un lugar remoto de la mesa, preferentemente contra la pared. De esta manera, sería poco accesible para quienes buscan lo cómodo, y fácilmente identificable para mí.
Y al encontrarlo, podría tomar otro vaso de gaseosa. La que, me doy cuenta ahora, en los cumpleaños siempre estaba natural. Si no, no me habrían venido todas estas cosas a la cabeza el otro día, al tomar un vaso de Coca-Cola sin refrigeración.