Inmortalizar mi calle

Quiero inmortalizar mi calle en un poema. Sé que puedo hacer algo muy bueno y significativo para mucha gente, porque al pintar mi pueblo pinto el mundo. Puedo transmitir vivencias, significados, una muestra de cómo veo la vida a partir de la calle donde vivo, que será al mismo tiempo específica para esa calle y general, para que todos sepan y sientan lo que digo.

Pero existe un peligro si hago eso. No quiero que pase lo que pasó con Borges, que vivía en la calle Serrano, escribió sobre ella, y en su homenaje le dieron su nombre a Serrano. La calle que inmortalizó Borges ahora se llama Borges, y si fuéramos a actualizar el poema estaría hablando de él mismo.

No quiero que, cuando este poema me vuelva célebre, mi calle tenga mi nombre. No quiero que se borren las huellas de donde estuve, ni ser en ningún sentido yo quien las borre. Porque, si bien el poema podrá ser entendido por todos, dejará de referirse también a un lugar real, y perderá ese nivel.

Se puede pensar al revés: que el cambio de nombre hace que el lugar sea mítico, es todos los lugares y no es ninguno. Pero eso ya pasa. Las calles cambian. Sólo mantienen su nombre, que es una forma de mantener su historia, por más que no se mantenga en pie ninguna casa, se reemplace el asfalto por algo mejor, y la gente que la transita sea distinta. Estamos caminando los mismos senderos que nuestros antepasados abrieron, y queremos saberlo.

Así que no voy a escribir ese poema. O lo haré con alguna calle cuyo nombre me parezca feo. Será un sacrificio de la literatura, pero un bien para la fisonomía de la ciudad, y para no matar a la calle con la inmortalidad que le legué.

El suicidio de los inmortales

Cuando somos inmortales, tenemos todo el tiempo del mundo. Y también más. La tranquilidad que nos da ser inmortales es que nos permitirá tener toda clase de experiencias, sin que importe el tiempo que cada una toma. Ser inmortales nos libera del límite que teníamos, que nos obligaba a elegir qué hacíamos y qué no. Ahora sólo debemos elegir el orden en el que hacemos las cosas.
Una consecuencia de esta inmortalidad y de las variadas experiencias que nos posibilita es que no todo lo que experimentemos será bueno, o agradable. Atravesaremos diferentes tiempos, algunos más propicios que otros, sin tener más que la influencia de una persona para cambiar lo que nos parezca injusto o terrible. También atravesaremos distintas situaciones personales, algunas alentadoras y otras tremendamente tristes.
Es inevitable que tarde o temprano entremos en depresión. Del mismo modo, saldremos de ella. Y volveremos a entrar. No tiene que ver con nuestra personalidad, sino con la estadística. Si tenemos todos esos años, es imposible que no pasemos por circunstancias que nos alteren nuestro equilibrio mental. Tendremos también euforias, tristezas, ansiedades y todas las emociones posibles.
Claro que una de ellas es la depresión severa. ¿Qué posibilidades hay de que, entre ahora y la eternidad, no nos encontremos en una situación a la que no le vemos salida, por más que intentemos? Podrían pasar muchos milenios hasta que ocurra, pero tarde o temprano llegará. Y con ella vendrá la idea del suicidio. De terminar de una vez por toda esta vida longeva, porque el sufrimiento no se puede soportar más.
Pero el suicidio no será una opción, precisamente por la inmortalidad que nos ha sido conferida. No nos quedará más remedio que seguir adelante, y cuando salgamos, también inevitablemente, del pozo, seremos más fuertes que antes.