Llamar a la musa

“Hoy las musas han pasao de mí”.
Joan Manuel Serrat

Estoy sentado en esta mesa, esperando que venga la musa. Es necesario que aparezca, así me pongo a escribir algo. No puedo sin su ayuda. Pero la musa no viene. No sé por qué, no sé si estoy haciendo las cosas mal. No sé si soy yo o es ella.
Cada tanto la veo pasar, repartiendo inspiración a otra gente. Pero a mí, nada. Ni siquiera me mira. Trato de poner cara de conspicuo, de que estoy esperando, de que estoy con hambre de creación. Me siento derecho sobre el respaldo, de manera de ocupar más espacio y ser más visible. Pero nada. Entonces, en una de las veces que pasa cerca, levanto la mano y le grito.
—¡Musa!
Me oye, y me hace un gesto de que ya va a venir. Me quedo tranquilo. Pero después de un rato me vuelvo a inquietar, porque no se acercó nunca. Lo que pasa es que hay mucha demanda. Tiene que repartir el tiempo. No puede hacer milagros. Igual me parece que se está pasando un poco. Decido llamar su atención de nuevo. Nunca se acerca lo suficiente. La veo de lejos. Quiero hacerle un gesto para que me vea, para que acuda a mi llamado. Pero está de espaldas. En ningún momento me mira. Parece que lo hiciera a propósito.
No quiero hacer un escándalo. Hay mucha gente escribiendo a mi alrededor, no quiero cortarles la inspiración. No me gustaría que me hicieran eso a mí. Mantengo la paciencia y el silencio, sólo porque la conozco, las ideas que trae la musa siempre valen la pena. Me hacen escribir bien.
Igual, me gustaría que me viera, que me trajera alguna pequeña ideíta para ir masticando, aunque sea. No sé qué tengo que hacer. ¿Me acerco hacia ella? Capaz que la musa sólo le da ideas a los que hacen el esfuerzo de acercarse en lugar de esperar sentados.
Entonces voy. Y justo en el momento en el que me levanto, se corta la luz. Se produce un murmullo general. La musa desaparece de la vista. Igual decido buscarla, pero rápidamente me doy cuenta de que es inútil. Tiene otros problemas más urgentes. Voy a tener que esperar a que se prenda la lamparita.

Palabras errantes

mar
cepo
tucán
voz
auto
domo
tos
grafo
los
para
casa
seda
jota
vaca
mirlo
niña
poco
febo
haz
junta
huevo
nada
zar
dar
bar
par
vista
será
ser
sor
lodo
disco

queso
botón
humo
gato
lata
pata
dedal
huso
pedí
medio
cara
nodo
rota
cota
yunta
iza
vaso
torta
cuarto
nata
tuco
mula
era
pera
gota
mate
lana
boda
foto
xilofón
ida
grato
mucho
lago
teja
lluvia
vida
esto
que
qué
ketchup
botón
fase
fe
uno
verdad
hora
huerta
vaya
joya
vega
hotel
olor
mozo
murciélago
bote
lote
trato
ñato
coto
roto
gesta
ñoqui
tiza
rosa
gusto
modo
dado
turbo
loca
tul
jala
bola
hurto
bedel
iodo
giro
ceba
peón
seso
buzo
lija
hito
saco
moco
truco
nafta
tapa
vista
luz
mugre
limpiaparabrisas
ojo
ceja
burro
bledo
solo
menos

opta
mancha
todo
gasa
viejo
carga
cuerpo
peso
ñu
hola
vas
he
roca
saxo
vuela
jura
sol
bemol
bidet
ballet
capot
calle
piedra
deba
agua
casi
nulo
opto
hueso
paralelepípedo
dos
alma
traba
culpa
epa
quepa
rostro
pizza
dedo
yunque
reloj
bastón
vos
carga
logo
baile
postrimerías
excipiente
hilarante
espléndido
adminículo
estetoscopio
ta
ratón
agro
lote
media
esputo
caos
papa
toro
moro
para
rey
costo
uva
bombo
triste
chiste
hubo
piso
mijo
líder
gutiérrez
valor
pena
susto
cosmos
pie
patán
pelo
miga
asbesto
mono
cable
neoconservador
tara
claro
tractor
hoyo
mi
luz
fin
control
paso
agua
hacía
flor
polen
color
mostanesa
será
chulo
huella
billón
umbral
año
autor
carro
buey
clave
gong
barra
colon
peso
carne
calle
scat
tinta
grandilocuente
jopo
chomba
sipi
tribilín
amor
planta
goma
sarna
ganas
iodo
marco
fuego
crayón
caña
fernet
guaso
culiao
utsupra
nieve
himno
oro
sal
tiempo
mesa
lata
botín
vaso
spray
franco
globo
moái
decimonónico
alba
látex
pare
velo
falta
virtud
aquí
hete
pool
tire
noche
oído
nariz
garganta
plazca
hazmerreír
van
tuttifrutti
leche
danza
jarana
hilo
filo
tilo
dilo
vilo
nilo
kilo
silo
foro
pila
pino
vino
nota
cota
coro
impoluto
hastío
caja
remo
gris
ya
pipeta
guaracha
tísico
pelandrún
arturo
dentro
yerto
mosca
fainá
súper
eco
va
fangulo
moño
antimonio
más
mató
espeluznante
recato
gajo
berro
base
clase
tanto
leer
usted
gasa
sudor
pus
explosión
alegría

Un escalón más

Sólo te puede ocurrir por accidente. Una distracción durante la subida genera un error en el cálculo de la cantidad de escalones. Estás en el último escalón, pero no lo sabés. Creés que hay otro. Entonces seguís subiendo con la misma fuerza que venías usando. Sólo que ya no hay escalón y das un paso al aire.
Lo das porque querés llegar más alto. Buscás ser cada día mejor. Y lo lográs practicando, subiendo todos los días esa escalera, haciéndolo cada vez mejor. Al principio te costaba subir todos los escalones. Después te acostumbraste. Subirla pasó a ser parte de tu rutina, casi ni te das cuenta. Y ahora, de repente, querés más. La escalera que siempre subís ya no puede contenerte.
Ese paso está lleno de ilusión. Vas desde donde estás hacia donde querés estar. Si supieras que el escalón no existe, no lo intentarías subir. Te conformarías con la llegada, la misma llegada de siempre. Asumirías el fin de la escalera. Cuando no lo sabés, en cambio, se revelan tus aspiraciones secretas. Te das cuenta de que con el mismo movimiento se puede llegar más arriba. Sólo es necesario tener constancia y perseverancia, las características que te llevaron durante toda la escalera.
Estás preparado para tomar el mundo por las astas. Subís igual que cualquier otro escalón, con la misma seguridad, la misma decisión. Sólo que esta vez tu pie no va a encontrar el piso que está esperando. Se producirá un momento de confusión, de vértigo. Un momento que podría ser angustiante, sin embargo lo disfrutás. Te gusta cuando pasa. Tu pie cae hacia lo más alto.
Rápidamente encontrás de nuevo el punto de apoyo. Por unos instantes tu cuerpo cambia la actitud. Es una oportunidad para comparar el mundo que querés con el que está. Para ver que no te conformás con lo que está ahí, al alcance, sino que siempre se puede querer un poco más. Por un instante sentís el hambre que lleva a los más grandes triunfos. Ves que lo tenés. Te hacés consciente de tus verdaderas posibilidades. Te das cuenta de que no tenés por qué tener siempre los pies sobre la tierra. Te permitís volar.

Ya no ser yo

Yo deseo ser vos. Y sé muy bien que si fuera vos, desearía exactamente lo mismo. O sea ser yo. Pero no este yo que soy ahora. Porque ese yo no sería en ese momento. Desearía ser vos, y ese vos vendría a ser, sin saberlo, yo.
Eso es lo que me pasa en este momento también. Cuando aspiro a ser algún otro, en realidad estoy aspirando a ser yo. A que ese otro sea yo, y yo ser ese otro. Nunca lo voy a lograr, y eso me frustra. Me hace desear ser una persona con más recursos para cambiar de persona. Y sé que no hay nadie que pueda hacer eso. Entonces me frustro más, porque ni siquiera es algo a lo que sea razonable aspirar. Una cagada.
Tengo, entonces, que conformarme con ser yo. Puedo ir cambiando, sí, no soy el mismo yo que era antes, y sin embargo lo soy, aunque distinto. Pero esa es mi naturaleza, ir cambiando, entonces lo permantente de mí se mantiene.
Tal vez lo que tendría que hacer es distanciarme de mí mismo en forma temporal. O sea, continuar mi evolución en el plano mental, pero mantener la conducta que tengo ahora. Que lo que pienso y lo que hago se vayan divorciando hasta que mi persona me resulte irreconocible, o incluso desagradable.
Sé que es difícil. Pero lo voy a intentar. Si lo logro, tenés que saber que el yo con el que estoy hablando, que para vos es el vos, no es el yo verdadero. Seré un impostor de mi propio cuerpo. Si las cosas que hago te joden, por favor sabé que es probable que a mí también. Pero no podré hacer nada. Ya no seré yo.

Platea tectónica

Se producen movimientos imperceptibles en la sala. Los espectadores, concentrados en el espectáculo, no se dan cuenta, pero sus sillas se mueven. No están clavadas en el continente, tienen autonomía para llevar de un lado a otro a sus ocupantes.
Los leves acercamientos hacen que, cada tanto, se empujen unas a otras. Cuando están demasiado cerca, se producen roces. Los ocupantes de las sillas se piden disculpas mutuamente. Para ellos, después de leves ajustes, la vida continúa.
Mientras tanto, por abajo, los procesos continúan. Después de un tiempo, las sillas quedan en un lugar muy distinto. A veces los espectadores se dan cuenta de que no están viendo el espectáculo desde el lugar que pagaron, y piden que se les devuelva el dinero. Pero no lo consiguen, porque pagaron por un asiento numerado, no por un lugar, y el asiento sigue siendo el mismo.
Pero lo peor que pasa es cuando la división de los dos grandes sectores se achica. Hay quienes afirman que, antes, toda la platea estaba junta, y es producto del movimiento de las sillas que haya sectores separados. A veces esos sectores sienten nostalgia de aquellos tiempos, y se acercan peligrosamente. Cuando la obra es muy atrapante, los ocupantes de las sillas no se dan cuenta, y los continentes chocan, generándose una sorpresa en los espectadores, que en general lo atribuyen a la emoción que causa la obra en toda la platea.

Hablar sin vos

Me gusta hablar con vos. Pero nunca estás. Has decidido mantenerte lejos de mí. O tal vez no, sólo estás en otra parte. El resultado es que no te tengo cerca, y esas charlas con vos no son tan frecuentes.
Por suerte, tengo otras alternativas. Mi imagen de vos no es estática, sino que va cambiando. Te veo en mi mente como una persona. Alguien interesante, con ideas propias. Entonces, cuando no estás cerca, recurro a esa versión de vos. Y tengo apasionantes conversaciones con vos en tu ausencia.
Es casi como tenerte conmigo. Ni siquiera tengo que hablar yo. Estoy haciendo mi vida, y en cualquier momento puedo entablar una conversación con vos. Por ahí venís y me hacés algún comentario sobre lo que estoy haciendo. Entonces te explico mi razonamiento. Y como solés hacer cuando estás, te ponés a buscar agujeros. Objetás. Me decís que no estás de acuerdo. Pero yo sé que eso es por tu punto de vista y tu manera de pensar. Entonces, con paciencia, voy destruyendo tus argumentos, uno por uno. Algunos son más difíciles, porque me retrucás debilidades en los míos. A veces sos bastante pesada. Pero no importa, porque tarde o temprano te termino convenciendo. Así, los dos nos enriquecemos. Yo pongo a prueba mis pensamientos, y vos aprendés algo.
De esta forma, es incluso mejor hablar con vos cuando no estás. Tus palabras pueden ser impredecibles, pero tenemos todo el tiempo del mundo. No te tenés que ir, como cuando estás. Claro que cuando estás y te vas, eso no me impide seguir hablando con vos. Tarde o temprano, estés o no estés y aunque nunca te enteres, te voy a ganar la charla.

Si no no es no

Cuando te dicen sí, en realidad es más o menos. Cuando te dicen más o menos, es una manera suave de decirte no. Así no te duele. Pero puede ser que no entiendas el código, entonces hay momentos en los que te tienen que decir no directamente. Ese no quiere decir no.
Pero ojo, porque hay algunos no que dicen más que eso. Por ejemplo, si el no es demasiado enfático, significa que lo que sea que está en cuestión ocupa un lugar destacado en los pensamientos de quien lo niega. Entonces puede ser que el no sea un no sé si me animo, o un todavía no.
Es necesario recibir muchos no para saber diferenciarlos. Hay que evitar cometer el error de tomarlos literalmente. Un no repetitivo, sobre todo si no está provocado, indica interés. Está plantando la idea.
¿Cómo se indica desinterés? Con indiferencia. Salvo que la indiferencia sea estratégica, como irse a la pesca en el truco. Requiere sutileza conseguir que el otro plantee lo que uno no quiere plantear. En esas ocasiones hay que abrir la puerta y aguantar el no que vendrá inmediatamente.
Abrir la puerta hace notoria la presencia de la puerta. Cuando se la cierra, puede volver a abrirse. Está ahí, y el tema reaparecerá, tal vez inesperadamente. El no se hará más suave, se convertirá en un todavía no, después en un sí condicional, hasta convertirse en un sí.
Cuando llega el sí, hay que actuar rápido, antes de que pierda su sentido y se convierta otra vez en más o menos.

Las manos secas

Estaba por salir del baño, y no me parecía que me hubiera ensuciado especialmente las manos. Pero siempre me las lavo después de ir al baño. Es una cuestión de higiene. Aunque, más que eso, es una costumbre. Una necesidad psicológica que tengo incorporada. Si no me lavo las manos después de ir al baño, por más que las tenga limpias, después las siento sucias.
Entonces las lavé. Había una de esas canillas sin rosca, en las que uno aprieta un botón y no sabe exactamente con qué fuerza va a salir el agua. Me alejé instintivamente, pero fue al revés de lo que temía. El chorro era débil y corto. Era necesario apretar muchas veces el botón, algo que no era muy higiénico. Pero ya no podía arrepentirme, me había enjabonado y era necesario sacarme eso de las manos.
Con un poco de paciencia lo logré. Pasé entonces al secador. Era de los que tiran aire caliente. O mejor dicho, de los que alguna vez tiraron aire caliente. Era lo suficientemente moderno como para no tener interruptor. Se daba cuenta de la presencia de una mano, y emitía el soplido acorde.
El problema era que el sensor no estaba en su mejor momento. Entonces había que colocar las manos en un lugar en particular, y eso limitaba los movimientos. Si me corría de donde el sensor actuaba, el aparato se apagaba. Y resultó que el lugar donde estaba el sensor no era justo abajo del extractor. Me llegaba a las manos sólo una pequeña brisa semicaliente.
Y el tiempo empezó a pasar. La gente entraba y salía del baño sin lavarse las manos. “Sucios”, pensaba yo. Algunos se lavaban y después se las secaban con los pantalones, que quién sabe por dónde habían andado.
Miré al costado y me reflejaba en el espejo. El mismo espejo dejaba ver la puerta, donde entraba gente vestida cada vez de manera distinta. Empezaron a abundar las camisas manga corta, ya no había tantos sacos. Y después no hubo más camisas. Fueron reemplazadas por algo que nunca había visto, pero que hacía la función de camisa. Los pantalones seguían estando, y la gente los seguía usando para secarse las manos, aunque las telas tenían patrones cada vez más extraños.
En los períodos de oscuridad no había mucho movimiento. Pero duraban relativamente poco. Cuando terminaban, siempre venía un señor con un balde que se sorprendía al verme, pero después me empezó a saludar. Yo hacía un movimiento con la cabeza para devolver el saludo. A veces me arrepentía, porque tenía el pelo demasiado largo y tenía que mover la cabeza de forma que no se obstaculizara mi campo visual.
Las manos ya estaban menos mojadas. El pelo que cubría mi cara era cada vez más blanco, pero igual no me dejaba ver. No es el color del pelo lo que obstruye la luz, sino su cuerpo. Para entonces no sólo me reconocía el del balde. También algunas de esas personas con no camisa me saludaban. Pero en un momento dejaron de venir. Fueron reemplazadas por otras, que al principio ignoraban mi presencia. Algunos se asustaban, como los niños, que al verme corrían a agarrarle el pantalón a los padres, y en consecuencia se mojaban las manos.
Los niños dejaban de asustarse a medida que crecían y se daban cuenta de que yo era inofensivo. Después empezaban a entrar solos, ya sin sus padres. A algunos de esos padres los dejé de ver, y antes de lo pensado empezaron a caer los hijos crecidos con hijos propios. “Yo también me asustaba con ese señor”, les contaban cuando aparecía el susto.
Para entonces ya me guiaba por los sonidos, porque había perdido la esperanza de hacer algún movimiento con la cabeza que me sacara todo ese pelo blanco de la cara. Podía darme cuenta de cuándo había luz y cuándo no, y a veces distinguía algunas formas. Aprendí a identificar las voces, aunque muchos no acostumbraban a dialogar en el baño. Por eso aprendí a identificar también las pisadas.
Pero pronto empezaron a ser muy difíciles de distinguir. Las pocas que había estaban tapadas por tremendos golpes que venían de todos lados, sobre todo de arriba. Unas pisadas decididas, sin embargo, se acercaban hacia mí. Sentí una presencia cercana, como hacía mucho que no sentía, seguramente por el olor que despedía todo mi cuerpo excepto las manos.
La voz se identificó como la del encargado. Me comunicaba que el establecimiento estaba siendo demolido. “Un momento”, le dije, “ya estoy por terminar”. Pero no me quiso escuchar. Ante mis protestas, desenchufó el aparato y lo desmontó. Dejé de sentir la corriente de aire en las manos. Puedo decir que fue como un alivio. Salí del baño con cuidado, mientras me sacaba el pelo de la cara con las manos casi secas.

Las palomas no me quieren

Cada vez que me acerco a una paloma, sale volando. Apenas me ven, por más amistosos que sean mis gestos, se horrorizan y escapan a toda velocidad. No entienden que no les quiero hacer nada. Asumen, prejuiciosas, que mis intenciones son hostiles.
Esa opinión sobre mí es unánime entre todas las palomas con las que he intentado entablar algún tipo de vínculo. Ni siquiera expresan el rechazo. Sólo se van, indiferentes, pero me doy cuenta de que se van por mi presencia. Tal vez para ellas huela mal.
A veces trato de ir de otra manera, llevándoles algo de comer. Es un fracaso igual. En general no hacen caso, están muy ocupadas escapándose como para darse cuenta de que pueden obtener un delicioso grano de maíz. En algunas plazas, sin embargo, he logrado que vinieran a comerlo. Pero una vez que lo consiguen, se vuelven a ir. Es evidente que lo que les importa es la comida, no yo.
Me hacen sentir insignificante. Si no soy nada para una paloma, ¿por qué voy a ser algo para una persona? Me gustaría conseguir que se quedaran cerca, me conocieran, tomáramos confianza. Alcanzar a ponerles nombres. Verlas volar no por miedo, sino por libertad.
Pero me lo niegan. Palomas de mierda.

Bandera roja

Ella esperaba en la esquina que el semáforo se pusiera rojo. El caudal de tránsito de la avenida le aseguraba público. Cuando llegaba su turno, se colocaba en el centro de la senda peatonal, mirando hacia el tránsito, y empezaba a hacer bailar sus dos banderas rojas.
Su gran habilidad permitía un despliegue vivo de formas efímeras. Una sucesión de ilusiones ópticas. Las banderas se cruzaban, cambiaban de mano, flameaban, formaban estelas de color. El viento, al soplar, modificaba el recorrido de la tela de forma tal que no había dos espectáculos iguales.
Ella daba por terminado el show poco antes de que el semáforo cortara. Ya sabía el tiempo. Luego pedía una colaboración a los espectadores. Algunos le daban, otros no. A ella no le importaba. Lo que quería era desplegar su habilidad, su arte. Sacarlo a la calle.
Un día, entre todos los camiones que circulaban por la avenida, se detuvo en el semáforo uno que transportaba ganado. El conductor estaba ansioso. Tocaba bocina no para que ella se corriera, sino para expresar su desagrado ante la necesidad de detenerse en el semáforo. Cuando escuchaban la bocina, las vacas acompañaban con mugidos.
Pero una de las vacas, que en realidad era un toro, esa vez no dijo nada. Se quedó mirando las ondas que producía la artista callejera con las banderas rojas. Estaba estupefacto. Cuando terminó, no pudo aplaudir ni darle una moneda, pero se la quedó mirando, esperando más. El camión arrancó poco después. El toro seguía mirándola. Veía cómo se alejaba.
Hasta que tomó la decisión de no dejarse ir. Sacó del paso a las otras vacas, e irrumpió sobre la puerta del camión. Con su gran fuerza, agujereó la carrocería, atravesó el hueco y corrió hacia las banderas rojas.
La artista tuvo algo de miedo al verlo correr, pero no huyó. El instinto la llevó a atraerlo con su herramienta de trabajo. Se produjo un juego entre los dos. El toro quería agarrar las banderas, como si fueran sortijas de una calesita. Ella lo tentaba, y cuando el toro pasaba de largo, lo volvía a tentar.
Ella quiso dar por terminado el juego cuando el semáforo estuvo por cortar, pero el toro no lo aceptó. El toro se trasladó con ella a la vereda. Desde la calle, los automovilistas, impresionados, bajaron los vidrios para aplaudirla desde lejos, hasta que el semáforo volvió al verde y se fueron.
Quedaron ella y el toro en la vereda, en un tiempo muerto hasta el siguiente turno. Ella dejó de flamear. Pero el toro seguía entusiasmado. Arrastraba sus patas sobre las baldosas para que ella volviera a agitar el rojo. Mientras, inhalaba y exhalaba mediante sus enormes fosas nasales.
Ella, entonces, aflojó. Tomó la bandera y empezó a agitarla. Y se quedaron así durante horas. Ella manejaba la tela, el toro con los cuernos iba hacia ella. Luego retrocedía, y volvían a empezar.