La salida del bigote

Sergio quería que los que lo vieran percibieran que tenía personalidad, entonces decidió cultivar un bigote. Dejó de afeitarse esa zona y, de a poco, el bigote fue creciendo. Era la primera vez que Sergio dejaba que le creciera un bigote. Por más esfuerzos que hiciera, no se podía imaginar cómo quedaría su cara una vez que estuviera bien crecido.

Los primeros días fueron los más difíciles. El bigote se insinuaba, pero no se terminaba de formar. Su cara no parecía la de alguien que dominara su vello, sino la de una persona que no sabía afeitarse. Pero Sergio tuvo paciencia. Sabía que era cuestión de días, y así fue. Con el correr de las semanas su embrión de bigote fue tomando forma.

Todavía no estaba crecido del todo. Sergio, sin embargo, supo que tenía que ser él quien controlara qué forma tomaba el bigote. Quería que reflejara su personalidad, no que creciera como le daba la gana. Y sabía exactamente qué deseaba: un bigote estilo francés, como el que usaba Carlos Pellegrini.

Aprendió la técnica acerca de dónde debía afeitarse y cómo debía tratarlo una vez crecido. A medida que el bigote se formaba, Sergio podía acomodarlo. Sergio y el bigote se iban conociendo, y sus esfuerzos se combinaron para lograr un bigote bien desarrollado, que llamaba la atención de quienes lo veían.

Sergio era otra persona. Estaba muy contento con su bigote. Todas las mañanas lo lavaba y peinaba con dedicación. Luego lo lucía orgulloso. El bigote era una parte de él que había brotado y le daba a su cara una expresión distinta.

Una mañana, Sergio despertó y fue a retocar su bigote en el espejo. Pero cuando llegó, el bigote no estaba más. No entendía qué estaba pasado, y volvió confundido a la cama. Allí lo encontró: no sobre la cama, sino apoyado sobre la pared. No estaba caído, sino que se apoyaba con sus vértices, como si fueran patas.

Extrañado, fue a agarrarlo para ver cómo podía hacer para volverlo a pegar a la cara. Pero cuando se acercó, el bigote se corrió. Intentó una vez más, y se volvió a correr. La siguiente vez Sergio fue con mucho cuidado, usando las dos manos para que no se le volviera a escapar. Y el bigote, en lugar de dejarse atrapar, salió volando. Batía sus lados como una gaviota, y se fue por la ventana.

Ya bien crecido, liberado de su cara de origen, el bigote se dedicó a recorrer la ciudad. Su vuelo no llamaba la atención de los transeúntes porque nadie se detenía a ver que no se trataba de un pájaro. Entonces podía escabullirse y aparecer en lugares inesperados.

Empezó a posarse en rostros que carecían de bigote. Las personas que adoptaba no siempre se daban cuenta, pero quienes estaban alrededor sí, y lo señalaban. Para cuando la persona se miraba en el espejo, sin embargo, el bigote ya había vuelto a partir.

En algunos casos, no se posaba sobre un espacio vacío, sino que se relacionaba con otro bigote. Invariablemente, conseguía que se fuera con él. Pronto, bandadas de bigotes volaban por la ciudad. Se podía ver un gran bigote en el aire, pero si se lo miraba con atención, se trataba de muchos bigotes individuales en formación.

Las bandadas eran cada vez más, porque muchos de los que perdían sus bigotes generaban nuevos, que tarde o temprano emprendían vuelo. Sergio crió como cuatro, pero no pudo quedarse con ninguno.

Lo mismo ocurrió con todos los hombres. Ya no se dejaron crecer los bigotes, porque de cualquier manera no iban a durar. Pero no los perdieron. Los bigotes a veces aparecían, incluso volvían a sus antiguos dueños, que en ocasiones se encontraban bigotados. La gente los señalaba, y las abuelas les decían a sus nietos: “mirá el bigote. Trae suerte”.

Suelta de globos

Un grupo de globos permanecía en el mismo lugar. Todos tendían a elevarse, pero cada uno tenía un hilo que lo sostenía. Los hilos convergían en un caño, donde un nudo común sujetaba a todos.
Los globos se mantenían más o menos en el mismo lugar, sólo empujados por las suaves corrientes de aire. Ocasionalmente, alguna persona pasaba cerca y en su camino chocaba contra los globos. Eso hacía que se movieran todos, como si se barajaran, y cambiaba la posición general. Así se conocían, y veían que sus distintos colores no impedían un objetivo común.
Querían ir hacia arriba. No necesariamente todos juntos, ni hacia el mismo lugar, pero no querían seguir trabados por fuerzas externas. Buscaban liberarse, y cada vez que algo los movía intentaban destrabar el nudo. Pero estos esfuerzos no siempre eran fructíferos. A veces los nudos se trababan más.
Los globos no se desanimaban ante la adversidad. Estaban inflados con optimismo. Uno o dos, sin embargo, se permitieron vencer. Dejaron ir las ganas, y al desanimarse se fueron hacia abajo. Quedaron irreconocibles, putrefactos y oscuros.
El nudo común no era infranqueable. Cada tanto algún globo se escapaba. Pero, como eran vigilados de cerca, rápidamente los guardias lo volvían a su lugar y reforzaban la atadura. Entonces los globos regresaban a su posición anterior, decepcionados pero no vencidos.
Estaba claro que la salida era colectiva. A pesar de sus diferencias, tenían que unirse para poder salir todos juntos hacia el cielo. Debían cooperar, aunque no estaba necesariamente en su naturaleza hacerlo. Comenzaron movimientos sutiles con este objetivo. De a poco, los hilos que llegaban al nudo fueron desenganchándose. Lo hacían despacio, con paciencia, de manera de no alertar a la vigilancia.
Los globos se movían como si hubiera una brisa. Uno a uno, se iban liberando. Pero no se quedaban. Sus hilos daban una vuelta al caño hasta llegar al momento en el que todos estuvieran en condiciones de irse. Si alguno se iba antes de tiempo, iba a arruinar el escape de todos.
Así, cuando fue el momento, todos los globos se elevaron al mismo tiempo. Lo hicieron a una velocidad no muy alta, pero con tanta sorpresa que los guardias demoraron su reacción. Intentaron tomar algunos por el hilo, y aunque tocaron un par de cuerdas, se les escurrieron de los dedos.
Los globos, libres por fin, se mantuvieron juntos durante algunos metros y después se desperdigaron por todo el cielo de la ciudad. Exploraron individualmente, haciendo cada uno su camino. Cada tanto un par de globos se encontraban, y con dos o tres rebotes celebraban la unión que permitió su libertad.