Cuestión de marketing

El público en general no está interesado en la poesía. Puede haber muchas razones por las que eso pasa. Pero el fenómeno existe: cuando se publicita poesía, concurre un público pequeño y estable, que muchas veces consiste en poetas. Son muy pocas las personas que consumen poesía sin intentar hacerla.
Sin embargo, mucha gente acepta la poesía cuando está mezclada con otras formas. Por ejemplo, con música. Cuando una poesía recibe música y se convierte en letra de canción, tiene mucha más llegada. Y ni siquiera es exclusivamente por la música. El público escucha la canción y presta atención a la letra. Muchos la memorizan, la analizan, la modifican. La poesía produce en ellos los efectos deseados, sin que la música necesariamente esté involucrada en esos efectos.
Lo que ocurre es que la poesía tiene fama de difícil. Como la matemática. Mucha gente, cuando se le dice que algo es poesía, piensa que está ante algo inalcanzable, algo que sólo personas con mucha capacidad logra apreciar. Y la verdad es que eso es mentira. Los que tengan mucha capacidad apreciarán más que los que no. No hace falta ser sobrehumano para disfrutar la poesía.
Y tampoco se puede olvidar de que no toda la poesía es buena. Sin embargo, al cargarse con el peso de ser “poesía”, muchas personas no se animan a cuestionarla. Piensan que debe tener algo que ellos no ven, a pesar de que es perfectamente factible que el texto en cuestión sea una porquería.
Es necesario terminar con esos prejuicios. Hace falta acercar la poesía al gran público. Lo que se necesita es una acción de marketing. Será de gran beneficio para los poetas, al menos aquellos que no disfrutan de la pobreza y la indiferencia. Lo que hay que hacer es cambiarle el nombre. Hacerla conocida como otra cosa.
Ya hay quienes usan esa táctica. Lo que hacen es insertar la poesía en toda clase de formas que el público consume. Y el público no rechaza la poesía. En muchos casos es bienvenida. El público recibe la poesía, y el poeta tiene un público. Sólo que no se lo llama poeta.
“Poeta” y “poesía” son sólo palabras. La poesía está acostumbrada a darle nuevos nombres a todo. Es su dominio, lo que mejor hace. La iluminación poética consiste, entre otras cosas, en encontrar relaciones no sospechadas entre palabras y conceptos distintos y distantes. En algunos aspectos es como la matemática. Y el marketing también lo hace: el marketing es una forma de poesía.
Entonces, ¿por qué no puede el marketing, como forma de poesía, aplicarse a la poesía en general. Está claro que a muchos poetas no les gustará. Ven al marketing como una irrupción molesta del mercado, y piensan que todos estaríamos mejor sin él. Pero se equivocan. El marketing es una manera de comunicarse, de persuadir a los demás de que vengan hacia uno y presten atención a lo que uno hace. Si se usa para el mal, no es porque el marketing en sí mismo sea malo.
El marketing tiene toda clase de técnicas lingüísticas que permiten construir puentes y símbolos en una dirección específica controlada por quien lo hace. Sólo que tiene un fin específico fuera del lenguaje. Podemos pensar que el marketing no sólo es una forma de poesía, sino que es la forma original de la poesía. Después de su invención, hubo quienes se entusiasmaron con las formas y aplicaron los distintos métodos a objetivos distintos, no mercantiles, de exploración.
Puede ser que el marketing sea el origen de la poesía. Es necesario que ambas disciplinas, que todavía se nutren una a otra, reconozcan su afinidad y trabajen juntas para el bien de la poesía. O como sea que se llame de ahora en más.

Acabemos con la tira

Hay que terminar con la tira roja que la gente cree que sirve para abrir los paquetes de galletitas. Nunca han cumplido ese propósito. Están ahí, en todos los paquetes, ofreciendo sus servicios a los que puedan tener ilusiones de producir, con su ayuda, una apertura elegante. Nunca la conseguirán. La tira lo impedirá.
Será difícil encontrar el resquicio desde donde tirar. Si se lo logra, habrá que tirar con mucho cuidado, para conservar la ilusión de que sólo se creará una pequeña zanja en el celofán. No durará mucho. En pocos instantes, se verá cómo el paquete que contenía herméticamente las galletitas se divide en dos prácticamente iguales, sin que ninguno sirva para guardar galletitas.
La tira está desde tiempos inmemoriales, a pesar de que no sirve para nada. No puede ser casualidad. Tiene que haber alguien atrás. Alguien patentó ese invento infernal y está entongado con la industria galletitera para mantenerla en todos los productos. Y por cada paquete de galletitas que se vende, esa persona se lleva un porcentaje en concepto de patentes. Algún individuo de este mundo ha acumulado millones y millones de dólares con la venta forzada de un producto que nadie pide, y a nadie sirve. Sólo viene incluido con lo que la gente quiere, las galletitas, sin que haya forma de impedirlo.
Seguramente el mismo individuo es el que está atrás de la desaparición de las latas grandes que resultaban una alternativa de venta minorista de galletitas. Esto no puede ser. Tenemos que liberarnos. La cinta roja nos ata como consumidores, y nos obliga a alimentar a una persona que no merece ni siquiera nuestro respeto. Es un escándalo.
Es necesario boicotear todas las galletitas, hasta que alguna se dé cuenta de que se puede prescindir de la tira, o inventar un método que sí funcione. Entonces habrá que comprar ésas.
Tenemos el poder. Usemos las fuerzas del mercado para ganarle a los millonarios arbitrarios. Y, por obra nuestra, el mundo tendrá más justicia.

Tarjeta

El señor H. estaba de compras en la calle Florida. Hacía esto cada tanto, había encontrado que le resultaba útil para su estado atlético la esquivación constante de gente que transita, puestos de artesanías, quioscos de diarios, estatuas vivientes, músicos callejeros, animales y gente que reparte volantes. Pasear seguido por Florida lo hacía más ágil.
El señor H. era aficionado a la música y en esa ocasión su primer objetivo había sido comprar una flauta en Promúsica. El colectivo lo había dejado del otro lado de Corrientes y para llegar a ese local tuvo que cruzar esa avenida por la peatonal. Esto le tomó un par de intentos dado que estaba intimidado por los que cruzaban en la dirección contraria y no se animaba. Esquivarlos no era una opción, eran demasiados y se acercaban. Finalmente usó como escudo a una señora gorda que cruzaba sin complejos y pudo cruzar.
Luego de cruzar caminó unos metros y le pareció que había caído una gota de lluvia sobre su cabeza. Se preguntó si era un aire acondicionado o si estaba lloviendo, y vio que empleados de todos los locales sacaban en ese momento su exhibidor de paraguas a la calle, por lo que dedujo que estaba empezando a llover. No compró un paraguas porque tenía el preconcepto de que se le iba a romper en la cuadra siguiente.
Cuando salió de la casa de música quiso comprarse algo de ropa, y vio que habían cerrado Chemea. El local estaba tapiado de manera similar a como hacía años se encontraba Harrod’s un poco más al norte. Como había gastado una parte importante de su presupuesto en la flauta, siguió caminando en busca de otro local de ropa barata.
Cuando se acercaba a las galerías Pacífico vio un círculo de gente que rodeaba a una pareja que estaba bailando tango, y evidentemente era un espectáculo gratuito. Al llegar a ese lugar un hombre le mostró una gorra pidiéndole plata en inglés. El señor H. realizó una de sus maniobras de esquive, y al hacerla vio a su izquierda un local de C&A.
Entró al local, e instantáneamente se le acercó un joven que le ofreció, en forma gratuita, obtener una tarjeta propia del local que le prometía enormes beneficios sin el menor esfuerzo de su parte. El señor H. lo rechazó amablemente, pero el joven insistía. El señor H entonces lo esquivó, pero al hacerlo se encontró con una mujer que le ofrecía la misma tarjeta. Intentó esquivar a ella también, y lo logró, pero apareció en frente de un muchacho con el pelo teñido de dos colores que repetía el ofrecimiento. Una y otra vez quiso hacer sus practicadas maniobras para esquivarlos, pero en cada intento aparecía otro empleado con el formulario listo para llenar. Eran como velociraptors, cazaban en manada.
El señor H. abandonó todo intento de comprar y se concentró en salir de ahí, para lo cual tenía que sacarse de encima a los amables oferentes de la tarjeta de grandes beneficios.
El señor H. tuvo una idea drástica. Se acordó de que había comprado una flauta, se detuvo y la sacó del estuche. Los empleados lo miraban atentamente, buscando señales de aprobación a su oferta. El señor H. dio media vuelta y empezó a tocar la flauta mientras caminaba hacia la salida. Los empleados comenzaron a seguirlo.
El señor H. salió del local y vio que los empleados todavía lo seguían, como hipnotizados por el sonido de su flauta. Siguió caminando, dobló en Córdoba hacia el este. Desde arriba se veía una enorme mancha azul móvil en la vereda que formaban los empleados que seguían al señor H.
El señor H, impasible, continuó caminando y tocando la flauta en esa dirección, pasó Puerto Madero y, sin dejar de tocar, se tiró al río. Los empleados lo siguieron y saltaron como lemingos.
Cuando el último saltó el señor H. guardó su flauta, se trepó a la baranda y dejó que los amables empleados, con sus formularios para obtener la tarjeta C&A, perecieran en el Río de la Plata.

Vidente natural

No se deje engañar. Elija un vidente natural. No contrate videntes de laboratorio. No tienen la sinceridad de lo natural. Están llenos de hormonas y preconceptos. Un vidente artificial le otorgará visiones preprogramadas, según lo que le hayan informado a la persona en la Facultad de Ciencias Paralelas.
Un vidente natural, en cambio, le entrega espontaneidad. Es una persona que nació con el don de la videncia, no lo obtuvo en el mercado en forma impura. Es alguien que no se sorprendió al ver la luz, porque ya desde entonces veía más que la luz. Sabía lo que iba a ocurrirle en ese día, y lo enfrentó con toda su sabiduría fetal. Un vidente natural no tiene más remedio que ver, todo el tiempo lo hace, es lo que mejor le sale. Un vidente artificial, en cambio, lo eligió como profesión, como podría haber sido médico, arquitecto o verdulero. ¿En quién prefiere confiar?