El náufrago

Gerardo estaba haciendo un crucero transatlántico en uno de los barcos más grandes y más lujosos del mundo. Había pagado mucha plata y estaba haciendo uso de las innumerables atracciones que ofrecía el navío. Comía en restaurantes de lujo, disfrutaba de excelentes espectáculos teatrales, practicaba golf, nadaba, jugaba en el casino y tomaba sol, todo sin salir del barco e incluido en la tarifa. Por las noches disfrutaba del espectacular firmamento que ofrece el medio del océano y que alguna vez había visto Magallanes.
Un día estaba en la proa mirando lo que el barco tenía por recorrer. Le gustaba ver cómo se partía el agua, le hacía acordar a algunas historias que le contaban de chico. Estaba relajado mirando eso cuando a lo lejos divisó un iceberg. Pensó que era raro ver uno en esa parte del planeta, tan cerca del ecuador. Se preguntó si un barco de tal magnitud podía ser afectado por el choque con un iceberg, y no se le ocurrió ningún ejemplo de alguna ocasión en la que hubiera pasado algo así. De todos modos, le pareció prudente prevenir a los responsables. Fue a avisar a la cabina de mando, pero le fue difícil llegar a ella debido a las nuevas medidas de seguridad.
Cuando lo dejaron pasar sintió un golpe y un sonido extraño, sostenido, como si algo se estuviera rajando. Supo que el iceberg había chocado contra el barco y se lamentó por no haber podido avisar a tiempo. Corrió con el personal de mantenimiento a la proa y los vio revisar el daño causado por ese segmento sólido del océano. El personal comprobó que la rajadura causada por el iceberg era demasiado grande y no se podía reparar. Era inexorable, el barco se hundiría. Gradualmente cundió el pánico, y llegó un momento en el que todas las personas que estaban en el barco estaban corriendo por su vida. Por suerte esta contingencia estaba prevista y había botes salvavidas con capacidad para todos. Gerardo fue a su camarote a buscar algunas de sus pertenencias. Se demoró un poco más de lo esperado porque le quedó trabada la puerta y no la podía abrir. Llamó al servicio de habitación pero no le contestó nadie. Luego de forcejear un rato pudo abrir la puerta y fue corriendo hacia donde estaban los botes.
No había nadie.
Todos se habían ido y se habían olvidado justo de él, que, irónicamente, había sido el que casi les avisaba del iceberg. Gerardo buscó por todo el barco a ver si quedaba alguien, o por lo menos un bote, pero no tuvo éxito. Estaba solo en un transatlántico que se hundía.
Luego de lamentar su suerte por algunas horas oyó un estruendo y al mismo tiempo se cayó. El transatlántico había encallado. Pensó que estaba salvado, había llegado a tierra por más que no fuera el destino previsto. Gerardo se levantó y salió a ver adónde estaba.
Estaba en una isla desierta. La isla era bastante pequeña, redonda y tenía una palmera en el centro. Eso era todo, aparte del transatlántico que se encontraba encallado. Aunque era inútil explorarla Gerardo se bajó igual, deseoso de pisar tierra firme.
Gerardo no sabía qué hacer. Estaba varado en una isla desierta en el medio del Atlántico y nadie sabía que él estaba ahí, por lo que nadie lo iba a ir a buscar. La isla no parecía muy prometedora en cuanto a provisiones, pero en el mar era seguro que había peces que podían transformarse en pescados. Además tenía todo lo que le pudiera ofrecer el transatlántico, en el cual, como hemos dicho, estaba todo incluido.
Gerardo construyó un refugio para pasar la noche. Usó unos troncos que encontró en la playa y puso adentro la cama de su camarote en el transatlántico. Luego pescó su cena y la cocinó en la cocina industrial del crucero.
Mientras se cocinaba el pescado pasó por el centro de comunicaciones del barco y escribió sobre lo que había pasado en el blog donde registraba el viaje.
Pasó la noche en el refugio. Hacía mucho frío y no tenía sistema de calefacción, así que fue al gift shop del transatlántico encallado y sacó un par de frazadas con el logo de la línea de cruceros. No estaban incluidas en el precio que había pagado, así que dejó veinte dólares en la caja registradora. También recurrió al gift shop cuando se quiso cambiar a la mañana siguiente.
Al levantarse, marcó en una piedra una pequeña línea vertical que simbolizaba el primer día en la isla. Luego desayunó huevos revueltos que se sirvió de la barra del casino. Un rato más tarde fue a la cabina de mando y se fijó la latitud y la longitud que marcaba el GPS. Eran los datos que le pedían en los comentarios de su blog, y Gerardo los publicó.
Luego, como tenía ganas de que el día pasara rápido, fue al cine del transatlántico, que todavía funcionaba, y se proyectó las dos películas más largas que estaban disponibles, que eran Titanic (1997) y Cast Away (2000).
Al terminar las películas, salió a la isla y se encontró con un helicóptero que lo llevó de nuevo a la civilización. El rescate en helicóptero estaba incluido. Al llegar, sus amigos lo recibieron con abrazos y lo encontraron despeinado, bronceado y con una barba de dos días.