Campanas íntimas

Empecé un diario íntimo. No sé por qué lo hice. Supongo que quería registrar mis pensamientos, para poder recordarlos después. Aunque tenía la ligera suposición de que no era para mí, sino para otras personas. Para “la posteridad”. Con el diario, los interesados en mi pensamiento podían acceder a su día a día.
Me pareció que, si me ponía a pensar en la posteridad, el diario íntimo perdería esa intimidad que debería caracterizarlo. Entonces decidí hacerlo bien sincero. Tenía que mostrar mis pensamientos oscuros, mis miedos, todo lo que no me animaba a decir. La posteridad se enteraría de quién era yo. No escondería nada.
Tuve cuidado. Y tanto cuidado tuve, que me exageré en la óptica. Mi diario íntimo se volvió mi principal enemigo. De acuerdo a su línea editorial, nada de lo que hacía estaba bien. Todo era mal intencionado, y además lo hacía mal. Yo era un inútil, y todo lo que me salía bien era por errores propios o ajenos. Era cuestión de tiempo para que el mundo se diera cuenta de que yo no servía para nada.
En el momento en el que ocurriera el despertar de todos los demás, el diario íntimo perdería potenciales lectores, porque ya nadie se interesaría en mí ni en lo que podía pensar. Pero eso no era motivo para que el diario abandonara su conducta y su punto de vista. Al contrario, si al hacerlo podía convencerme a mí de mi propia inutilidad, el diario habría cumplido un propósito distinto del inicial, pero valioso para la sociedad.
Y ocurrió que me empecé a creer muchas de las cosas que decía el diario. Porque representaban miedos que tenía. No pensaba que todo fuera así, pero tenía algún temor de que en realidad todo lo mío fuera una mentira. El diario lo capturaba a la perfección. Su nivel periodístico era excelente. Yo pasaba largo tiempo escribiéndolo, y también leyéndolo. Me empecé a obsesionar con el contenido, y con cómo el diario iba a reflejar las cosas que hacía durante el día. Que cada vez eran menos, porque estaba dedicando mucho tiempo al diario.
Algo tenía que cambiar. Decidí entonces que necesitaba otra campana. Otro punto de vista. No todo lo que tenía yo era negativo. Me pareció apropiado abrir otro diario, pero esta vez que tuviera en cuenta no mis miedos, sino mis ilusiones. Un diario que me dijera que yo era como quería ser, y que lo que lograba era por mi mérito.
De esta manera, pasé a tener dos diarios. Uno marcaba la línea optimista, y el otro la pesimista. Ninguno tenía razón siempre, y ambos tenían razón en distintos momentos, y a veces en los mismos. La existencia de los dos diarios proporcionaba un panorama más completo sobre mi persona, y por eso me dediqué a sostenerlos. Toma mucho tiempo, pero vale la pena. Ahora tengo una cobertura mucho más equilibrada. Y si bien sigo teniendo miedo de que el diario pesimista sea el que tiene más razón, el otro es el que me permite creer en mí.