Dos bandos se enfrentaban. Estaban en guerra, porque sus diferencias eran demasiado grandes. Unos, sin embargo, eran más agresivos que los otros. Los otros tenían la esperanza de evitar la guerra. De que fuera sólo una metáfora. Apuntaban al diálogo, a la comprensión entre las personas, a saber que todos, al fin y al cabo, querían lo mejor para todos, y sólo había un desacuerdo severo sobre en qué consistía lo mejor. Y los desacuerdos es mejor hablarlos, para poder extraer del debate las verdades que todos llevaran. Nadie tenía toda la razón.
Sin embargo, este bando ignoraba que efectivamente estaban en guerra. No era una metáfora. Habían confundido su deseo con lo que ocurría, y la visión optimista los llevó a la catástrofe.
Sus rivales entendían la situación, y usaron ese conocimiento a su favor. Meticulosamente, con cuidado y planificación, desarrollaron su estrategia. Ellos sí tenían ganas de estar en guerra, y lo disfrutaban. No les gustaba mucho que sus enemigos estuvieran tan poco preparados, pero aprovecharon la circunstancia.
Los pocos que estaban en el bando pacífico que se daban cuenta de que la guerra estaba ocurriendo recibían repudios optimistas. Estas acciones debilitaban más a ese bando, que poco a poco fue desintegrado. Algunos integrantes sucumbían a las acciones psicológicas y se pasaban al grupo vencedor. Los otros eran eliminados de a poco.
Llegó un momento en el que la guerra terminó. El bando vencedor, con regocijo, fue el único que quedaba. Del otro sólo había resabios intrascendentes, que fueron exhibidos como trofeos.
Con un solo bando, todo se desarrolló pacíficamente, hasta que aparecieron nuevos desacuerdos. El bando único se dividió en dos, y rápidamente se gestó un conflicto. De un lado estaban los que querían volver a vivir la gloria de una guerra ganada. Del otro, los que seguían pensando que todos estaban del mismo lado.