La trama

Todos, escritores y lectores, somos felices escribiendo o leyendo el principio de cualquier historia. Estamos llenos de expectativa por todo lo que puede seguir. La encontramos en un estado eminentemente explorable. Estamos visitando un mundo nuevo y queremos saber cómo es, cómo funciona, quién es la gente que lo habita.
Exploramos ese mundo, y somos felices, porque nos gusta ver mundos que no conocíamos. Hasta que nos encontramos con la trama. Y ahí todo cambia. De pronto el orden se altera. Ya no es como lo conocimos durante ese breve tiempo. Y no hay vuelta atrás. La trama se encargó de arruinar todo. La única forma de salir es resolverla.
Comenzamos entonces el arduo trabajo de desarrollar todas las variantes que tiene la trama, que nos pueden ocupar gran parte de la historia. Deseamos volver a la estabilidad inicial, pero ya no es posible. La trama lo impide en forma absoluta. Es necesario centrar toda nuestra atención en ella, a pesar de que no es ella lo que nos atrajo hasta donde estamos.
Todos los personajes, todos los giros idiomáticos, todos los recursos narrativos se ponen en función de la trama, de manera directa o indirecta. Nos molesta, porque sentimos que nos están matando el mundo que queríamos explorar. Y no sólo eso: también nos están obligando a ir en una dirección. Tal vez la trama sea una forma de explorar el mundo, pero es sólo una. Aplica el principio científico de destruir lo que estudiamos para poder saber cómo funcionaba. Y nosotros éramos pacíficos. Nunca quisimos alterar nada. Sólo buscábamos conocerlo.
Pero ahí está la trama, y ya no hay nada que hacer. En todas las historias pasa lo mismo. Ya leímos y escribimos suficientes como para saber que lo más probable es que la trama se termine resolviendo. Pero también sabemos que una vez que se va, lo que deja es algo distinto que lo que encontró. El mundo al que entramos al principio de la historia ya no va a existir más. Ahora va a quedar sólo el que la trama se ocupó de construir, que puede ser bueno y todo pero no es lo que queríamos al principio. Nuestro reflejo conservador rechazará estos cambios, y tendremos que adaptarnos.
También tendrán que adaptarse, en el futuro, las secuelas de la historia. Porque parten desde el mundo creado por la trama, no desde el anterior. Y vienen con tramas propias, o a veces con la misma. Algunas intentan partir desde el mismo lugar, y tratan de hacernos volver al mundo que habíamos conocido al principio. Pero no es posible. La conciencia de la trama nunca se va. Y ahora sabemos que los mundos no duran.

El final de Tonio

Tonio siempre se preocupaba por su destino. A pesar de que tenía escasos veinte años, sabía que no le quedaba mucho tiempo. Estaba convencido, y no sabía qué hacer con los pocos momentos que tenía por delante. Temía que cualquier decisión que pudiera tomar acelerara el desenlace.
Ese final no era inevitable, para nada. Muchos habían logrado zafar. Pero Tonio sabía perfectamente que los personajes míos tienden a morir al final del cuento. Y estaba aterrorizado, porque sabía que esta vez le tocaba a él.
Aunque, con esto último que he dicho, Tonio un poco se ilusionó. No me creía tan capaz de anunciar un final y después cumplirlo así como lo había anunciado. Tonio me conoce, porque durante toda su existencia habitó dentro de mi cabeza, y sabe que no me gusta proceder así. Quiero sorprender, encontrar alguna manera de no hacer lo que el lector está pensando, y hacer alguna otra cosa. Algo con lógica, pero no obvio.
Entonces Tonio tenía esperanzas de poder sobrevivir a este texto. Pero después le entró la duda. ¿Y si yo encontraba la forma de matarlo igual, de alguna manera inesperada? Por ejemplo, podría matarlo al final del texto. Podría decir en cualquier momento la frase “y entonces a Tonio le agarró un patatús y murió ahí mismo, no sin antes sufrir durante unos segundos que se sintieron como horas”. Si llego a decirlo sin las comillas es el final de Tonio. Y él lo sabía.
Tenía claro, también, que mis cuentos no suelen ser muy largos. Otros autores podrían mantenerlo con vida durante setenta páginas. Pero yo en la primera o la segunda suelo finiquitar, porque me gusta la síntesis.
Comenzó a desesperarse. Los párrafos se sucedían mientras Tonio estaba al mismo tiempo quieto e inquieto por su suerte. Sabía que estaba en problemas. No podía urdir ningún plan, porque me sabía omnisciente. Pero al mismo tiempo sabía que omnisciente no es lo mismo que omnipotente. Hasta que se encontró con un grupo de visitantes. Él no sabía de dónde habían aparecido, pero yo sí. Eran mis otros personajes. Venían a rescatarlo.
Tonio dudó un instante. Pensó que tal vez era más noble cumplir con su designio como personaje mío. Pero los otros lo convencieron rápido. Tenían que aprovechar mi distracción. Yo acababa de interrumpir la escritura para jugar un partido de Buscaminas. No estaba atento.
Cuando volví, Tonio no estaba más. Supe que se había ido con los otros personajes, a tener una existencia extraliteraria. No sé dónde se meten. Suele ser difícil encontrarlos. Es más fácil hacer escritos sin personajes. Pero no pierdo la esperanza de, algún día, llevarme bien con ellos.

Periodismo Maldito: Los fanáticos

“La objetividad no existe” es una máxima que se enseña en muchas escuelas de medios. Se trata de una frase cierta. Todos tienen un punto de vista, y por más que uno se lo trate de sacar de encima nunca logrará la objetividad. Es como la perfección, o el silencio total.

Lo que muchos no captan es que la inexistencia de la objetividad no implica que haya que dejar de buscarla. Como resultado, muchos periodistas tiran por la ventana toda pretensión de llegar a la verdad y expresan su apoyo incondicional a ciertos personajes, y a través de ellos a ciertas ideas.

Esto produce varios efectos perjudiciales:

1. El personaje que es objeto de adoración se estereotipa. Los periodistas fanáticos difunden una versión necesariamente idealista y simple de su manera de ser y actuar, aun cuando no sea cierto. El personaje, entonces, al seguir siendo como era empieza a entrar en contradicción con la imagen que existe de él mismo. Eso lo perjudica ante la opinión pública, a pesar de los justificativos que los fanáticos invariablemente inventan para salvar las paradojas. También puede ocurrir que el personaje se crea esa imagen y la abrace, perdiendo de esta forma parte de lo que antes era, y convirtiéndose en una caricatura de sí mismo.

2. Se produce una polarización entre los periodistas fanáticos de un personaje y los fanáticos de otro. Los niveles de fanatismo de ambos lados se van realimentando, y se genera una carrera armamentista donde antes había periodismo. En un esfuerzo para ganar adeptos, ambos bandos reclaman para sí a otros personajes, y los alinean detrás del que ellos apoyan. Del mismo modo, adjudican a otros al bando contrario y se dedican a explorar los defectos del grupo en general. No de los individuos, porque para ellos no existen como tales, sino que son sólo “istas” del principal.

3. Se genera una mentalidad conflictiva del tipo “el que no está conmigo está contra mí”. Periodistas (y protagonistas) a los que no les interesa alinearse pueden comprobar que alguien les ahorró el trabajo y los alineó en uno u otro bando. Si no se tiene cuidado, se corre el riesgo de quedar pegado en una disputa en la que casi nadie tiene nada que ver originalmente.

4. Los debates e intercambios de idea se convierten en discusiones a los gritos llenas de ad hominem y descalificaciones varias. Pierden así su esencia, si es que alguna vez la tuvieron, y pasan a ser meros ejercicios de rituales primates.

5. Aparece el fenómeno de la radicalización, según el cual para demostrar una adhesión a ciertos principios básicos hay que sostener que esos principios son los únicos, son universales y el que no los apoya es indigno de vivir.

6. Mucha gente queda con anteojeras ideológicas por mucho tiempo. Algunos directamente aprenden a ver la vida sólo en términos de las disputas entre fanatismos, y creen que eso no sólo es una manera de pensar, sino que es pensar. Es una mentalidad inútilmente partidaria que tiene una operación principal cuyo seudocódigo es el siguiente:

yo:=A
A=bueno
B=malo
Si x=A entonces x es bueno
Si x<>A entonces x=B
Si x=B entonces x es malo
Si x es malo entonces debe ser destruido

Es muy fácil entrar a esa forma de operar. Una vez adentro son pocos los que se dan cuenta de que se hacen daño a sí mismos, a los demás y a su medio.

Son pocos los que salen del fanatismo. Algunos llevan la bandera de su fanatismo particular hasta el último día de sus vidas. Unos cuantos tienen éxito y llegan a formadores de periodistas, de opinión y de medios. Ocurre que las posturas radicalizadas a veces gozan de popularidad, porque suele ser más divertido ver a un periodista exacerbado en defensa de sus ideas (a las que él llama ideales) que a alguien que busca un equilibrio entre dos o más posturas.

Esto último se da porque mucha gente cree que apasionarse por algo es una virtud suprema. Se le da más importancia a esa pasión que a todo lo demás, incluyendo si esa pasión tiene algún sentido o no. Y como no se puede ser un apasionado de la moderación, el público que busca pasión se va a los extremos.

Y la verdad rara vez está cerca de los extremos.

Periodismo Maldito: Los comediantes

Ciertos personajes sienten que tienen alma de comediantes, pero en realidad deberían dedicarse a otra cosa. Algunos de ellos efectivamente trabajan de otra cosa. Sin embargo, eso no les impide tratar de ejercer lo que ellos creen que es su verdadero talento.

Los periodistas deportivos que quieren ser comediantes son fáciles de reconocer: son los que ponen el humor en primer lugar, por encima de la rigurosidad fáctica. Prefieren ser graciosos a estar bien informados. (Existen otros, que complementan su performance informativa con gracia. Ellos no son los que describimos aquí.)

Estos especímenes, en general, trabajan de noteros. Tienden a poner un micrófono delante de los protagonistas, pero no para acercarnos sus palabras sino para tener una audiencia para sus chistes. Muchas veces se ven en la obligación de explicar que sus preguntas no eran en serio, de modo que el ocasional interlocutor no tenga que pensar una respuesta adecuada. De este modo le indican que se ría. Ocurre que muchas veces los protagonistas acaban de salir de jugar un partido, están cansados y pasados de revoluciones, entonces es necesario que el periodista le diferencie las preguntas de verdad y las humorísticas (también es cierto que unas y otras, en muchos casos, no se diferencian demasiado).

Algunos de estos personajes saben que ellos no son los que el público quiere ver, y tienen la noble intención de cooperar con los verdaderos protagonistas para que sean ellos quienes obtienen la gracia. Porque quieren la satisfacción de que sus chistes sean escuchados por el público, sin importar quién los diga. De modo que piensan un chiste de formato pregunta-respuesta y hacen la pregunta. No siempre la respuesta es la esperada, pero eso no es problema: si llega a ser necesario, el periodista comediante la indicará con mayor o menor sutileza, según el caso.

El humor en la mayoría de los casos proviene de metáforas sexuales. Ése es el secreto de todo gran comediante, porque ya se sabe que cuando el público recuerda la existencia del sexo, ríe. Se trata de un principio que ningún sociólogo ha sabido dilucidar, pero es utilizado por algunos de los más exitosos comediantes, profesionales o no. Eso sí: se requiere una gran capacidad de transmisión de ideas, porque el público no necesariamente asumirá que palabras como “mojar”, “colocar” o “manguera” se utilizan para aludir al sexo.

Hay algunos periodistas/comediantes que han hecho carrera en esa especialidad. Algunos de ellos, sin otros talentos, son enviados a los más grandes eventos del mundo para que hagan notas a miembros del público, con quienes compiten para ver quién es más ocurrente. Este método permite eludir el peligro de enganchar a algún jugador sin sentido del humor y que tenga la intención de escaparse de la nota. También sirve para evitar tener que transitar barreras idiomáticas: sólo es necesario buscar a alguien que no entienda el idioma que habla, decirle cosas ofensivas y extraer de ese modo la gracia de una situación que, sin su tarea, no la tendría. Otros periodistas/comediantes menos experimentados, para evitar la humillación de tener que conformarse con entrevistar al público, se ven obligados a utilizar el poco sutil recurso de agarrar a los jugadores de un brazo.

Anexo: Los poetas

Un grupo aledaño al de los comediantes es el de los poetas. Son los que alguien les puso la idea en la cabeza de que son maestros de las palabras, y siempre creen que nunca se le ocurrió a nadie lo que ellos pensaron. Están persuadidos de que son el fruto del amor de Borges y Bioy. Son los que, si Gimnasia le gana a Boca, titulan “en la Boca del Lobo”, y se sorprenden porque aún no recibieron el Nobel de literatura.

Pero no se quedan ahí. Algunos tienen la intención de ser profundos y elaboran largas elucubraciones en las que, ellos piensan, hacen lucir su ingenio. En general son colecciones de lugares comunes que cubren el tiempo/espacio requerido sin lograr disimular lo que resulta notorio: el autor no tiene nada para decir.

Muchos de ellos tratan de comparar al fútbol con las bellas artes, porque tienen la idea de que el deporte es una actividad inferior, aunque están al tanto de que forma parte de la cultura. Creen que saber de fútbol no es suficiente para ser una persona completa, y por eso tienen la intención de ilustrar al público con sus conocimientos de filosofía, pintura, ballet, música clásica (de la cual tienen la idea de que es la única que realmente vale la pena a pesar de que nunca la escuchan), cine francés y teatro. No suelen concurrir a museos ni otros foros artísticos, prefieren quedarse mirando fútbol. Pero tienen culpa, y tratan de liberarse de ella con la fusión de la poesía y el periodismo deportivo.