La crisis de los mayordomos

Los mayordomos de ahora no son como los de antes. Son simples sirvientes. Se limitan a complacer los deseos de sus amos. Cuando se les pide algo, lo hacen. Pero carecen de iniciativa propia. No ponen empeño creativo en su trabajo. Ya no muestran la misma pasión.
Antes, los mayordomos se adelantaban a los deseos de sus amos, antes de que ellos supieran que tenían esos deseos. Siempre estaban listos para cualquier eventualidad, y pocas veces una ocurrencia los sorprendía. Conocían a sus amos a la perfección. Eran casi una extensión de ellos. El mayordomo dejaba todo listo para que el amo hiciera las actividades que tuviera que hacer, sin que nada se los impidiera.
Si alguien se interponía entre los deseos del amo y su concreción, ahí estaba el mayordomo para defender a su empleador. A veces, si era necesario, eran capaces de recurrir a la violencia. Todavía se recuerdan grandes combates entre dos mayordomos de amos con deseos opuestos. Pero en general no hacía falta llegar a esas instancias. El mayordomo, con la mayor elegancia y velocidad posibles, convertía todos los deseos en realidad.
Pero, y es menester decirlo, a veces su celo era demasiado. A veces los amos tenían conductas que herían a los mayordomos. Los trataban con suficiencia, como si su trabajo no fuera importante para al menos dos personas. Los mayordomos, en esos casos, defendían el honor del amo. Y en ocasiones eso implicaba asesinar al amo, para que desistiera de seguir dañando su honor.
Esta costumbre ha sido el detonante de la crisis actual. Los mayordomos mayores, al estar presos, no han sido capaces de pasar su ética a las siguientes generaciones. Y los amos tampoco han estimulado esa clase de devoción. Como resultado, tenemos a los mayordomos de ahora. Los que cumplen horario. Los que esperan órdenes. Los que asignan más importancia a su propia vida y libertad que a sus amos. En otras épocas, ellos jamás habrían podido ser llamados mayordomos.

Takes one to know one

El detective Parsons, de Scotland Yard, entró en la escena del crimen junto con su ayudante Otto. Ambos miraron los alrededores y llegaron hasta donde los esperaba el agente Warren, de la división Homicidios de la Policía.
Parsons encontró un aire familiar en la escena. No era la primera vez que veía algo así. El agente Warren se acercó. Ambos intercambiaron saludos afectuosos, pero no por eso informales.
“Hasta el momento lo que creemos que ocurrió fue lo siguiente”, dijo Warren. Otto escuchaba con atención, mientras Parsons, como era su costumbre, paneaba su cabeza para mirar todos los rincones de la escena. “El asesino entró por esa ventana, que está rota y los pedazos de vidrio pueden verse en el interior del cuarto. Luego se dirigió a la cama, donde la víctima dormía, y le clavó varias veces un cuchillo. Hasta el momento no hemos dado con el arma asesina, pero por la forma estamos bastante seguros de que se trataba de un cuchillo de cocina”.
El detective Parsons miró a Warren. “No”, le dijo. “No ocurrió así”. Warren y Otto nunca dejaban de asombrarse de la capacidad deductiva del detective. Le preguntaron qué había ocurrido. Parsons pensó un momento y dijo: “el vidrio no tiene nada que ver con el crimen. Es probable que haya sido roto después”. Se dirigió al extremo de la habitación y tomó una pelota que había allí. “Una mujer de la edad de la víctima no juega a la pelota, ni tiene una en su cuarto. Probablemente los niños del vecindario la hayan perdido. Y no hay otro signo de entrada forzada, por lo tanto la víctima conocía a su asesino”.
Parsons se acercó al cadáver de la mujer asesinada. Examinó las heridas y exclamó “podrán encontrar el arma asesina en la cocina, más exactamente en el cajón de los cubiertos. Identificarán fácilmente el cuchillo correcto, es el que está lleno de sangre”. En efecto, el agente Warren abrió cuidadosamente el cajón y encontró allí el cuchillo. “¿Cómo supo que el cuchillo estaría ahí?”
Cuando el agente volvió con el cuchillo, Parsons lo miró y le contestó “muy fácilmente. Lo que ocurre es que he hecho una observación más completa que ustedes de la escena de este crimen, y naturalmente sé cosas que ustedes no saben”. Luego volvió a mirar a su alrededor. Al terminar de hacerlo, miró a Otto y a Warren, que estaban uno al lado del otro, y exclamó: “estoy en condiciones de decirles quién es el asesino”. Otto y Warren quedaron expectantes. Luego de algunos segundos de silencio, Otto hizo la pregunta indicada: “¿quién?”
El detective Parsons se puso de pie. Caminó hacia su ayudante y su amigo de muchos años. Se paró frente a ellos con un gesto adusto y dijo sobriamente “el asesino soy yo”.