Dos puntos de autoridad

Cuando te mando una carta, o un mail, prefiero seguir tu nombre con una coma. Como se hace en inglés. Pero no porque me interese escribirte o pensar en inglés. Es porque la coma es mucho más amistosa. La coma es como si te codeara ligeramente, para llamar tu atención. Es un signo dicharachero, juguetón, que está al servicio de las palabras que la rodean. Con un mínimo de trazo, se encarga de establecer los sentidos. Y no se hace la importante. No pide, como el punto, que después se use una mayúscula. La coma se adapta a todo.
Los dos puntos, en cambio, son otra cosa. Es cierto que no piden mayúscula, eso lo voy a reconocer. Pero tienen otra manera de darse importancia. Los dos puntos son una especie de grito militar. Una indicación de que se viene una orden. Es necesario prestar atención a lo que sigue, porque está dirigido a la persona que se indica con los dos puntos. Es una marca en la piel que tarda en cicatrizar.
Y yo lo único que quiero es mandarte unas líneas, para establecer un poco de comunicación. No quiero crear esa distancia que crean los dos puntos. No es un mensaje de un superior a un inferior, es un mensaje de igual a igual. Y eso sólo se puede indicar con la coma.

Marea negra

El barco que transportaba jarabe de Coca-Cola chocó contra una barrera de coral. El jarabe se volcó lentamente sobre el mar. La tripulación no pudo hacer nada para salvar el cargamento. Prefirieron salvar sus vidas. Escaparon a bordo de los botes, antes de ser alcanzados por la masa de jarabe que cubría el mar.
El agua se volvía negra gradualmente. Los peces primero se vieron envueltos en una extraña noche. No era como todas las noches. El mar estaba dulzón. Los peces no sabían qué era lo que les daba la energía que sentían. Se encontraron muy activos. Disfrutaban la noche y se adentraban en ella.
Pronto empezó a haber gran cantidad de vida en el jarabe, que gradualmente se iba mezclando con el agua del mar. Tenía un sabor extraño, porque habitualmente la Coca-Cola no se hacía con agua salada. Pero los peces nunca la habían probado. Para ellos era un placer nuevo. No se enteraron de que podía ser todavía mejor. Y como eran aguas tropicales, ni siquiera la disfrutaron bien helada.
Sin embargo, la experiencia les resultó divertida. La actividad frenética de los peces hizo que respiraran con más frecuencia. Sólo que en lugar de extraer el oxígeno del agua, como era habitual, lo extraían del agua mezclada con jarabe. Y exhalaban dióxido de carbono, entonces la Coca-Cola obtenía burbujas.
Los peces, de repente, destaparon felicidad. Se vieron nadando en el medio de burbujas que se desplazaban hacia arriba, para efervescer en la superficie. Algunos, al verlas las comieron, pero rápidamente las devolvieron al agua en forma de eructo. Los que estaban alrededor de ellos los imitaron, y pronto el mar se llenó de un sonido grave que competía con el canto de las ballenas.
El frenesí duró hasta que la Coca-Cola se disolvió en el mar. Lentamente, el agua volvió a su azul habitual. Los peces retomaron sus costumbres. Aunque algunos se quedaron añorando la marea negra. Buscaban que se repitiera la experiencia. Aprendieron a detectar la presencia de barcos que transportaban jarabe. Pero no podían acceder a él. Entonces empezaron a coordinar esfuerzos.
Se transformaron en un peligro. Cuando se acercaba un carguero, miles de peces lo rodeaban. Formaban una masa que desviaba el enorme barco hacia la barrera de coral donde se había estrellado el primero. Los timoneles debían estar muy atentos a los movimientos de los peces, porque corrían el riesgo de encallar si no los compensaban.
La presión de los peces se hizo tanta que lograron derramar un par de barcos. La experiencia de frenesí se repitió. Pero no por mucho tiempo. Las autoridades de la Coca-Cola Company decidieron cambiar la ruta de sus cargueros. Los hicieron ir por el ártico. Existía el riesgo de chocar contra icebergs, pero valía la pena tomarlo. En los pocos casos de choques, la Coca-Cola derramada se congeló rápidamente. Los marineros sabían que podían flotar en ella mientras el barco se hundía. Estaban seguros mientras no apareciera ningún oso polar que hubiera probado azúcar.

Treinta días trae

Treinta días trae septiembre
con abril, junio y noviembre
con veintiocho sólo hay uno
(es febrero
pero a veces
tiene veintinueve
se calcula cada cuatro años
los años múltiplos de cuatro
pero no todos
los múltiplos de cien no
pero los múltiplos de cuatrocientos sí)
los demás, de treinta y uno.

Subte acuático

No me estaba agarrando de nada porque pensaba que no tenía dónde caerme. El subte estaba atiborrado. Si hubiera querido, no habría podido salir. Pero estaba contento de haber entrado, y de estar ya camino a casa después de un largo día. Estaba acostumbrado a esa situación. Ya había desarrollado una serie de estrategias para mejorar  la experiencia, aunque todas involucraban esperar a que se produjera alguna oportunidad.
Me sorprendió, entonces, haber caído al suelo. Incluso mientras estaba pasando no sabía cómo estaba pasando. Aparecí, no obstante, entre los pies de la gente. Quise pararme, pero no era posible. Todo el espacio estaba ocupado por personas. Deduje que cualquier hueco que se había producido, había sido llenado inmediatamente por aquellos que estaban a mi alrededor. En esas circunstancias, las personas ocupan todo espacio disponible, como hace el agua cuando tiene algún lugar más bajo hacia dónde ir.
Tuve que ingeniármelas para salir. Había una sola opción: trepar. Agarrarme de las piernas, rodillas y pantalones para obtener poco a poco una mayor altura. Pero, a medida que lo intentaba, me iba dando cuenta de que no estaba trepando. Estaba nadando.
Ya estaba acostumbrado a nadar entre la gente, pero siempre en espacios abiertos. Era la primera vez que lo hacía en interiores. Debo decir que es un deporte distinto. El nado en una calle como Florida es superficial. Acá estaba nadando en tres dimensiones, como un pez, y eso requería cierta adaptación.
Pero no tenía otra alternativa. Ahí abajo no había mucho aire para respirar, era preciso salir a la superficie y agarrar algún bocado de lo que entraba por la ventanilla cuando el tren se movía. Además, el sudor de la gente se acumulaba cerca del suelo, y si no me apuraba, tarde o temprano me iba a tapar.
Nadar en tres dimensiones es difícil. El agua se corre para hacerle paso a uno, la gente no. La gente tiende a quedarse donde está. Hay que hacer movimientos sutiles para que los que están en el paso se corran voluntariamente, si tienen forma. Siempre pueden acomodarse un poquito. Lo que no preví era que esos movimientos sutiles iban a desembocar en que me acusaran de carterista. Alguien dio la voz de alarma porque vio mi mano cerca de su bolsillo, y no dedujo que estaba nadando. Entonces el gentío se puso turbulento. Se formó una corriente que me llevó, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo y por explicar a los presentes el motivo de mi postura.
Por suerte, este episodio coincidió con la llegada del subte a una estación, y la corriente conducía a la puerta. Me tiraron con violencia, como el mar cuando rechaza con sus olas a los que quieren adentrarse, y casi sin darme cuenta aparecí en el andén. Tierra firme.

La Oreja del Señor

Todos los días, de 6 a 7 de la tarde, es el Happy Hour de los milagros. Visítenos, y por cada milagro que le sea concedido, recibirá otro de regalo. Acérquese al Templo Universal del Oído Divino y rece con nosotros. Le ayudaremos a rezar de la manera más adecuada para que Dios escuche sus deseos. No basta con sólo desearlos. Usted debe conectarse con Dios para lograr que se hagan realidad. ¡Y de 6 a 7, se hacen realidad por duplicado!
Recuerde que los milagros legítimos sólo se consiguen aquí, en el Templo Universal del Oído Divino. La Oreja de Dios está aquí. Si tiene problemas, si no encuentra la salida, venga a vernos. Lo guiaremos por el camino correcto. Le entregaremos en forma gratuita el Hisopo Celestial, que le permitirá acariciar la Oreja que se encuentra sólo en nuestro altar.
Mantenemos limpia la Oreja del Señor para que escuche nuestros deseos. Tenemos que decirlos claramente, en voz alta. Dios lo espera, está atento a todos sus deseos. Quiere concederlos. Sólo necesita que usted tenga compromiso, que realmente quiera estar mejor. Y la manera de hacerlo es venir, decirle a Dios lo que quiere al oído. Asearle la oreja, estar bien cerca, para tener una relación íntima con el Señor.
Venga y trépese a la Oreja. Cuélguese del lóbulo como si fuera un aro. Contemple el órgano de la audición y vea que hay alguien que lo escucha. En nuestro templo nunca hablará al vacío. Siempre estará Dios escuchándolo, y evaluando si concede su deseo. O dos de ellos, entre las 18 y las 19, excepto feriados.
No hable muy fuerte. Debe respetar a Dios y evitar ofenderlo. La Oreja todo lo escucha, incluso sus pensamientos. No debe gritar en el templo. Usted quiere que Dios lo quiera, y Dios lo quiere incondicionalmente, pero le conviene hacer méritos. Venga y acarícielo. Hágale cosquillas en la Oreja. Métase en el Glorioso Canal Auditivo y siéntase parte de la divinidad. Dios tendrá más confianza en usted, y tendrá más ganas de concederle los milagros que requiera. Y recuerde que de 6 a 7 de la tarde, le concederá dos milagros por cada uno.

Café con gas

El café es marrón. Tiene espuma. Lleva azúcar. Tiene cafeína. Lo único que le falta es tener gas. Es una idea que no puede fallar. Quien invente el café con gas será millonario. La gente quiere burbujas. Es más fuerte que todos. Por eso toman champagne. Quieren un toque de distinción que no le puede dar el vino normal.
A nadie le gusta el café solo. Todos le ponen algo. Leche, canela, chocolate. Lo aguan para que no tenga tanto gusto a café. A nadie se le ocurre ponerle soda. Y eso que con cada café viene un pequeño vasito de soda. La oportunidad está, pero la gente no relaciona y la toma por separado.
Pero sí se dan cuenta de que necesitan ese gusto a pie dormido que sólo proporciona el gas. Por eso, junto con el café, comen amarettis. Nadie quiso nunca comer amarettis solos. Sólo para acompañar el café, que si está solo también es una decepción.
Algunos se muestran como consumidores de café puro. Quieren proyectar una imagen valiente, que los otros los respeten porque se animan a lo que nadie. Seguramente rechazarán esta idea. La considerarán propia de la gente blanda. Pero no es de blando disfrutar la vida. Un café mejor es un café mejor, por más que no sea puro. Todos los cafés tienen un agregado. Para tomarlo puro hay que comer los granos. Y si en lugar de agua se le agrega soda, ¿cuál sería el problema?
Ninguno. Sólo se obtendría un café con más onda, con más punch. El café sería la bebida de los jóvenes, y los ayudaría a mantenerse despiertos durante su juventud.

P de septiembre

Septiembre se escribe con P. Es así. El que diga lo contrario está equivocado. Incluso si es la Real Academia. ¿Quién se cree que es la Real Academia para dictar la expulsión de letras de una palabra? Si se permiten cambiar el nombre a un mes, ¿por qué no vuelven a llamar Quintilis a Julio?
Escribir setiembre es la misma bestialidad que escribir otubre. No es aceptable (o acetable), por más que haya gente que pronuncie así. Esa clase de giros idiomáticos es aceptable en la oralidad, pero no debe ser convalidada ortográficamente, por lo menos hasta que esté totalmente impuesta.
Y la P de septiembre se resiste a dejar de ser pronunciada. Es muy tentadora. Ese pequeño beso que se hace al decirla le da sabor. Setiembre no tiene gracia. Es una palabra insulsa, ni vale la pena decirla.
Sin embargo, alguna gente la dice así. Es gente insulsa, que no sabe lo que hace. No hay que hacerle caso. Lo que pasa es que la Real Academia se toma en serio eso de que las palabras deben ser escritas como se pronuncian. Y después se apuran a convalidar cualquier cosa. No se dan cuenta de que algunas palabras deben ser pronunciadas como se escriben.
Tenemos que pararlos. Si aceptamos que nos saquen la P, después vendrán por la C de doctor. No podemos permitirlo.

Peatones de Once

El barrio de Once es una gran senda peatonal. Los peatones usufructúan a toda hora su derecho de libre tránsito y prioridad de paso. Los conductores de automóviles, cuando entran en el barrio, saben que lo tienen que hacer con precaución. Allí son visitantes. En el resto de la ciudad pueden mandar ellos, pero en Once el peatón es rey.
Las calles son extensiones de las veredas. Los cordones meros accidentes de terreno, poco diferenciables de los otros desniveles que existen en el resto del suelo. Los peatones prefieren caminar por las veredas, que es donde están más cerca de los negocios y sus vidrieras. Pero no todos lo consiguen. Por eso deben desbordar. Ocupan las calles para esquivarse entre sí, y para evitar obstáculos como puestos ambulantes, letreros y motos estacionadas.
También bajan a las calles para cruzarlas. Para acercarse a otros locales que quieren visitar. O para trasladar productos de un lugar a otro. Los autos frenan cuando los ven llegar. Los colectivos tratan de intimidar con su tamaño, pero saben que no tienen posibilidad. Frenarán, y cuando lo hagan serán rodeados por decenas de personas que querrán entrar en ellos. Al mismo tiempo, muchos de los ocupantes del colectivo querrán bajarse, para disfrutar del ejercicio pleno de la movilidad propia que ofrece el barrio.
No siempre fue así. En otras épocas era un barrio como los demás, donde las personas cruzaban las calles por las esquinas. Quedan todavía marcadas algunas sendas peatonales de esa época. Un testimonio de cuál era el lugar que tenían antes los peatones, y de lo lejos que, a fuerza de cantidad, han logrado llegar.

Fin de desarrollo

Bueno, ya está. Ya me desarrollé como persona. El largo camino ha terminado. Llegué. Acá estoy. Se siente bien. Es un alivio, pensaba que no iba a terminar nunca. Ahora ya soy sabio. Sé todo lo que tengo que saber. Soy una persona completa.
A partir de ahora, ya no me voy a desarrollar más. Es hora de usar mi desarrollo. Debo cumplir mi cometido como persona, ahora que ya soy una. Ya no vale la pena que intenten desarrollarme. En su lugar, voy a desarrollar a otros. Yo sí que sé qué es lo que tienen que hacer.
No voy a dudar en informárselo en todo momento. Lo haré con tacto, con toda la sabiduría que supe acumular, para que aprendan. Quiero compartir mi sabiduría. Sé que es bueno hacerlo. No voy a dejar de tenerla porque otros accedan a ella. Pensaría que eso puede hacerme aún más sabio, pero está claro que no es posible. Todo lo que tenía para aprender ya lo aprendí.
Eso no me impide querer un mundo con más sabiduría. O con más gente sabia. Quiero que todos puedan ser como yo. Si yo pude, los demás también. Aspiro a un mundo lleno de sabios. Quiero moverme entre pares.

La transacción del elefante

El elefante bucea. Quiere pasar desapercibido, y sabe que la única manera de lograrlo es ir bajo el agua. Su trompa le permite tomar aire con disimulo mientras se acerca a su objetivo. Y, después de todo, su objetivo sólo puede ser alcanzado a través del agua.
Allí está su deseo, el objeto que quiere obtener. Sabe que no es suyo, y también sabe que nadie le va a convidar. Nadie se imagina que puede querer desear una botella de Coca-Cola. Por eso la mujer que toma sol en la colchoneta no está preocupada por la posibilidad de que un elefante se acerque a beberle el refresco.
Sin embargo, el elefante se acerca, sigilosamente. Hace lo posible por disimular las olas que produce su cuerpo. Se mueve con lentitud. Pero paso a paso, se acerca. La mujer no lo ve. Está ocupada tomando sol. El elefante aprovecha la oportunidad y agarra la botella con su trompa. Se aleja furtivamente, manteniendo la lentitud para que nadie se percate de su presencia.
Pero después siente remordimiento. Luego de beber la Coca-Cola, el sabor no está completo, porque sabe que no es una Coca-Cola propia. El elefante ha privado a otro ser vivo de una Coca-Cola, y está en condiciones de saber que eso está mal. Pero no puede pedir disculpas. No sabe entenderse con no elefantes.
Decide, entonces, hacer lo único que está a su alcance: compensar a la mujer de alguna forma. No puede devolverle la Coca-Cola, porque ya ha sido bebida, ni darle otra, porque implicaría otro hurto. Pero puede darle algo a cambio. Algo valioso. Algo que tenga un significado equivalente para el elefante que la Coca-Cola tenía para la mujer.
Entonces vuelve a la pileta, convencido de estar haciendo lo correcto. Sin que nadie lo vea, logra llegar una vez más hasta la colchoneta donde la mujer sigue tomando sol. Y deposita con su trompa, como pago por la botella, unos buenos maníes de su provisión privada.
Ahora sí, conforme con haber hecho un trato justo, el elefante se aleja.